Será Otra Cosa: Hijas de verdad

Jocelyn A. Géliga Vargas

Columnista Invitada

A Diana, Evelyn, Zuly y Mary, por sus maternidades.

A MM y ZN, por la mía.

Éramos cuatro mujeres en la refulgente sala de espera de la oficina del WIC. El frío era demasiado entumecedor y el espacio demasiado amplio para sentirnos como empanadillas, pero no cabe duda que estábamos allí en vitrina. Nos miraban de reojo las “case managers” que parloteaban al otro lado del cristal de la recepción. Unas halagaban los diseños de las uñas de otras; todas, con altibajos en sus timbres de voz, comentaban “el casito de ayer”. Recuerdo escuchar risas, no estridentes, esas no angustian tanto durante la espera. Más bien, eran risitas, bajitas, de esas en las que el sonidito sale menos por la boca que a través de resopliditos intermitentes por la nariz.

También nos miraban entre furtiva y recelosamente los de afuera, a través de tres enormes paredes de cristal, mientras transitaban haciendo diligencias en las oficinas y comercios aledaños. Las tres chicas y yo con nuestras crías, sumidas en una inmensa pecera, cuya lámina decorativa de fondo consistía de un conjunto de afiches con rostros de niños muy blancos tomando leche muy blanca y consumiendo frutos muy frescos que el calorcito tropical fuera del acuario no permitiría cultivar. Los risueños niños le hacían la ronda a un desvaído cuadro de Luis Fortuño con cara de yo-no-fui.

Sospecho que yo era la única que rebasaba los veinticinco en aquella sala. Adjudiqué a ese dato, entre otros, mi impaciencia. La espera era demasiado larga para el minúsculo público. El frío era incuestionablemente insalubre para las no tan blancas crías que esperaban allí a ser medidas y pesadas, comparadas y evaluadas, registradas y reportadas, en fin, apuntadas en una de esas tantas listas a donde van a parar los niños que nacen en la pobreza.

 

Cuando finalmente llegó nuestro turno nos identificaron como “caso nuevo”. Eso implicaba que me atendería la recepcionista de las uñas con trazos dorados que tanto le llamaban la atención a mi cría. Tuvimos suerte porque la de los diamantitos sobre fondo azul PNP que tenía asignadas las reevaluaciones de mis compañeras de sala justo salía a comprarse “un cafecito caliente”. Titiritando pensé yo, “¿quién la culpa?”

Beba de dos años y medio renacida en casa dos semanas antes al hombro, desde mi lado del cristal y por un huequito de un diámetro de ocho pulgadas murmuré, resignada a la posibilidad de tener que seguir esperando: “no sé si es un caso nuevo, entiendo que es un traslado, la niña ha sido reubicada a esta región porque está en pre-adopción.”

Mi interlocutora, que a través del cristal de repente se veía inmensa, como si entre ambas mediara una lupa, no entendió el clue de mi discreción. A voz de jarro:

–Ah, ¿tú no eres la mamá de la nena? Pero si se parecen.

Y su risita ya no era bajita ni nasal. Y al otro lado de la lupa ya no había un solo par de ojos. Lo intenté de nuevo, incorporando toda la nueva jerga que en apenas dos semanas desde “la ubicación” había aprendido del Departamento de la Familia. Murmuré otra vez.

–Sí, yo soy la mamá preadoptiva, pero su caso está abierto en su pueblo natal y entiendo que lo que corresponde es transferir el caso.

–¡Ay bendito, pero y tan linda que es! Pobreciiiiita. ¿Y qué fue lo que pasó? ¿Ella no tiene mamá?

Y entrecruzó sus dedos de modo tal que aquella urdimbre dorada pudiera sostener su descolgada barbilla y, ahora al nivel de la vista de mi hija a upa, cautivarla.

Según se reproducían los ojos inspectores al otro lado del cristal se caldeaba la sala con los luceros curiosos de mis hasta entonces imperturbables compañeras de espera. Sentí que la sala se encogía. Los niños bien nutridos y blanquitos como Fortuño me respiraban en la nuca. Seguía temblando… pero ya no era de frío.

***

Regresé a las aulas del Edificio Chardón del RUM después de varios años de ausencia entre trabajos administrativos universitarios, licencia por maternidad y una huelga estudiantil que apoyé sin reservas. A mi regreso ya tenía una segunda hija que la mayoría de mis compañeres docentes y no docentes nunca había conocido. Una tardecita de esos agostos opresivamente húmedos de Mayagüez me refugié en la oficina de un departamento vecino a esperar que el aguacero aplacara.

Seguramente más por ritualidad que por genuino interés, una de las secretarias me preguntó por las niñas. Ya cabalmente asimilada a estas prácticas culturales maternales, saqué el celular y procedí a mostrar una foto reciente. Al ver la más pequeña, de unos tres años en aquel momento, su compañera de trabajo no pudo disimular la sorpresa. Tras el ahogado suspiro, la pesquisa fisgona, con actitud de Rosie Pérez en los noventa:

–Pero ¿y cuándo pasó eso? Yo a ti nunca te vi con barriga.

A esas alturas, ya con seis años de calle en la lucha cotidiana de educar sobre las maternidades, así, en plural, ni me inmuté.

–No tuve barriga. Mi hija es adoptada.

–Ay bendito, no sabía. Pobreciiiiita. Pero, ¿tú sí tienes una que es hija tuya de verdad, no?

***

En Puerto Rico hay cerca de 2,700 menores bajo la custodia del Estado. De acuerdo a la Secretaria del Departamento de la Familia, poco más de 400 de estos menores están en “plan de adopción” o, en el lingo del Departamento, “liberados”. Las solicitudes en el Registro Estatal Voluntario de Adopción no llegan a 230. En otras palabras, si los datos son correctos (algo que estamos acostumbrados a poner en tela de juicio), actualmente Familia considera “adoptables” a menos del 15% de les menores a su cargo. Les individuos y familias certificadas para adoptarles son poco más de la mitad de les niñes en espera de adopción.

Esa espera, a pesar de las enmiendas a la ley en 1995, 2009, 2018 y 2020, sigue siendo sinuosa para las partes adoptantes que acometen la empresa del REVA. Conozco casos como el primero nuestro en los que desde la radicación de solicitud de ingreso al REVA (proceso que, sin palas, demora meses) a la ubicación de la menor en su hogar pre-adoptivo transcurrió menos de un año. Prácticamente “un embarazo,” suelo bromear con mis amistades. Pero también conozco casos que han demorado dos, tres, cuatro o más años, así como más de un caso en que las partes simplemente se cansaron de esperar por Familia y desistieron. Es una espera agobiante, sometida al hermetismo siempre sospechoso del Estado. Ni llamadas, ni cartas, ni visitas, ni mensajes te dejarán saber cuánto tiempo falta, ni que número haces en la lista de espera, ni cuántos niñes, a su vez, esperan afuera, en ocasiones muy cerquita de los hogares que las familias llevan años preparando para elles.

Esa es la espera que yo conozco, la espera para que el Estado me entregue una hija. Conozco también otra que, en nuestros casos, seguramente por privilegio de clase, estado civil y orientación sexual asumida, fue breve y exitosa: la espera para que el Estado me certifique, irrevocablemente, madre. Esa espera por la adopción legal ha tenido reveses trágicos en nuestro país, donde las cortes, de espaldas a nuestra larga historia cultural de parentescos diversos, han encumbrado lazos de consanguinidad en detrimento del bienestar de decenas de menores.

Sin embargo, la que supongo como la espera más angustiosa de todas la desconozco: el aguante incierto de eses 2,700 menores que tienen al descalabro del ELA como guardián. Si ya cumplieron sus 12 primaveras, aseguran fuentes de la Administración de Familias y Niños, es muy probable que ya nadie les procure. “Inadoptables”, los llamó un trabajador social hace unos años en el comedor de mi casa. Años antes, cuando las partes adoptantes todavía teníamos que tramitar cada etapa del proceso en las oficinas centrales en San Juan, una de sus “jefas grandes” me había advertido mientras yo completaba el formulario FN14: “no te preocupes por esas cajitas, no nos fijamos en lo que marcan, todos nuestros niños tienen limitaciones físicas, mentales y emocionales”. A este horizonte de expectativas se reduce la niñez (des)cobijada por el Estado en nuestro país.

Pobreciiiiita.

***

De la mano de los ya conocidos índices de pobreza infantil, deserción escolar, maltrato de menores, carencia de vivienda y, más recientemente, “fracaso académico”, el cotarro de la custodia y “adoptabilidad” de menores es un contundente indicador de negligencia estructural. Me consta que aun los menores en el wish list de las familias del REVA, los infantes de 0-3 años, pasan sus días en letárgica espera de que un tribunal vea su caso, un médico les atienda, un terapista les evalúe, una explotada y malpagada trabajadora social les visite. Sin eso no habrá boleta de lotería para el porvenir antes de que avancen las primaveras.

A principios de este año Familia informó que contaba con 339 hogares temporeros en los que residían poco menos de 700 menores. Los restantes 2,000 deshojan calendarios en instituciones, albergues y centros, si es que todavía les cobija la ilusión de la espera. Queda así nuestra infancia empobrecida a merced de un estado en crisis no sólo económica, sino también política y moral, que es incapaz de garantizar la seguridad y la supervivencia de sus más vulnerables ciudadanes.

El reciente e infame asesinato de la adolescente Ma’Khia Bryant a manos de un policía de Columbus, Ohio reavivó el debate en torno al racismo sistémico y la impunidad con la que opera el sistema de custodia estatal de menores en Estados Unidos. A Ma’Khia la asesinó un policía blanco, pero mucho antes de que las cuatro detonaciones la fulminaran a plena luz del día frente al hogar de crianza donde compartía techo con su hermana, todo un enjambre de inequidades desatendidas la había empujado al límite de la desesperación.

Temo que hacia esa dirección estamos empujando a les nuestres. Como tantas otras responsabilidades (la educación pública, la salud, la seguridad…), el Estado también ha renunciado a su deber y relegado la custodia de nuestros menores, de les hijes de nuestro país. Mientras tanto, nosotres, les de a pie, ensimismades en nuestras propias luchas por encarar el embate, reproducimos el guión de la ley “natural” de la maternidad, nos revestimos de rosa o azul para el gender reveal, nos apenamos por el desmadre y les pasamos de largo a quienes no reconocemos como hijas, hijos e hijes de verdad.

 

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