Historia de bailarina

 

Antes de sacar la licencia de conducir, andaba en la Motor Coach cuando se me ocurría visitar a mis primos en Isabela. Llegaba a la casa pastoral, que no era de mi abuelo, sino del Ministerio Presbiteriano. Mi primo vivía con su hermana al lado de mi abuelo y yo llegaba a la casa, para pedirle que acampara conmigo cerca de María Noemí, que se estaba quedando en el Complejo Hotelero. A mi papá no le gustaba la idea de que siguiera viéndola, así que llegaba al pueblo por mi cuenta, buscaba a mi primo, y como ya él guiaba le pedía que montáramos la caseta cerca de María.

Ya para la época en que conocí a los poetas, la Motor Coach estaba empezando a desaparecer, y no siempre había una. De la 10 tomé una guagua para ver a mi abuela, y luego visitar a Salvador. La Motor podía hacer el viaje intermitentemente. Tenía pensado volver a estudiar matemáticas y terminar el bachillerato en Mayagüez, así que me quedé en un hospedaje y pagué 25 dólares para quedarme toda la semana en la ciudad, para ver si era viable hacer eso. Los últimos 200 dólares que me gané trabajando en la librería La Tertulia, los retiré para hacer ese trámite. El señor que me alquiló la habitación tenía unos inmensos espejuelos de carey.

No me quedé más de una noche en la habitación, así que al otro día el casero llamó a un taxista para que me llevara de nuevo a San Juan. Camino a San Juan, el chofer recogió a una bella mujer bailarina en una casa solariega que estaba a las afueras de la ciudad. Nos detuvimos en Hatillo, en el entonces nuevo Gran Café, que se había mudado de Arecibo a una confluencia bien famosa de ese pueblo, donde solía haber un comedero en el que mi abuelo, me dice mi padre, se detenía a almorzar con la familia completa. La bailarina llamó por teléfono desde el restaurant y cuando llegamos a Santa Rita en el taxi, me confesó que era bailarina. Por un momento olvidé a María Noemí.

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