Independencia judicial y una foto para la historia

Por Manuel de J. González /CLARIDAD

No me alegran las cuitas del Tribunal Supremo ni me hace feliz que sus insuficiencias queden expuestas a la vista de todos. Esa actitud hacia nuestro más alto foro judicial no nace de mi condición de abogado practicante, sino de otra faceta de mi vida mucho más importante y profunda: la de un independentista que, además, siempre se ha ubicado a la izquierda del pentagrama político isleño.

Para el independentismo puertorriqueño la frase “independencia judicial” nunca debiera tener un contenido hueco. No es o, mejor dicho, no debiera ser un recurso retórico o artificioso que se pronuncia porque suena bien. Ello es así porque históricamente hemos sido un grupo perseguido o que de manera intencional se le ha querido marginar de la vida pública, como también les ocurre a otros sectores llamados “minoritarios”. En ese mismo encuadramiento están los trabajadores que luchan por sus derechos (que realmente son mayoría), las mujeres que rechazan la discriminación y las personas que son marginadas porque son “diferentes”. Cuando los ataques contra estos grupos se tornan insoportables, la única tabla de salvación de la que se pueden agarrar es la de un tribunal y en muchas ocasiones han conseguido allí algún remedio justo. Para que pueda cumplir esa función esencial de salvamento el sistema judicial debiera tener un mínimo de independencia frente a las otras dos ramas que componen el gobierno porque casi siempre el ataque a nuestros derechos viene de una de ellas.

Contrario a lo que le ha ocurrido en el Tribunal Federal, en el sistema judicial de Puerto Rico el independentismo boricua en muchas ocasiones ha encontrado amparo. En el federal la experiencia quedó marcada por el aquel proceso truculento y prejuiciado que en 1936 sirvió para descabezar y desterrar a casi todo el liderato del Partido Nacionalista. En los tribunales de Puerto Rico la experiencia ha sido distinta.

Como persona cercana a Juan Mari Brás fui testigo directo de muchos de los “experimentos jurídicos” que Juan impulsó buscando sentar algún precedente beneficioso para los perseguidos. Importantes opiniones judiciales relacionadas con la libertad de expresión, de asociación, por los derechos ciudadanos y contra el uso de fondos públicos para fines privados todavía tienen presencia destacada en la jurisprudencia puertorriqueña como corolario de aquellos “experimentos”.

Pero el mejor ejemplo del buen servicio que puede dar la independencia judicial bien aplicada es el proceso que condujo a la prohibición del llamado “carpeteo” y a la orden judicial que permitió que más de cien mil puertorriqueños tuviéramos acceso a los expedientes elaborados por la División de Inteligencia de la Policía de Puerto Rico durante más de cincuenta años. Aquel proceso lo inició, también como un “experimento jurídico”, el inolvidable compañero David Noriega mediante un recurso en el Tribunal Superior de San Juan. Allí llegó a la sala de un juez ilustrado y, sobre todo, valiente, Arnaldo López, quien respetando con pulcritud el proceso, emitió la histórica sentencia prohibiendo la persecución policiaca por razones políticas y la elaboración de expedientes o “carpetas” a los perseguidos. Posteriormente el Tribunal Supremo confirmó el dictamen del juez López y estableció un procedimiento ordenado para la entrega de los expedientes. Si no hubiese sido por la actuación de aquel juez valiente que se sentía “independiente”, y por el Tribunal Supremo que lo ratificó, la bochornosa práctica (todavía “legalmente” practicada por el FBI) estaría muy activa en la Policía.

En los últimos días hemos visto con nuestros propios ojos cómo el propio Tribunal Supremo de Puerto Rico laceró su imagen de cuerpo independiente ante la mayoría de los puertorriqueños. Durante tres largos días los medios noticiosos reseñaron las visitas al Capitolio de varios magistrados de ese foro para cabildear por un aumento de sueldo exclusivamente para los jueces y juezas. No fueron a abogar por mejorar la situación presupuestaria de la rama judicial ni a apoyar medidas destinadas a aliviar la situación de todos sus empleados que, igual que los demás funcionarios públicos, han sido golpeados por las medidas de austeridad impuestas en los últimos años. Lo gestionado fue un aumento salarial exclusivo al sector mejor pagado del sistema, los propios jueces.

Lo peor, sin embargo, no fue el proyecto de ley gestionado, sino el cabildeo abierto efectuado por los magistrados a favor de la medida que aumentaba sus salarios. La gestión incluyó – ¡increíblemente! – la comparecencia de varios jueces al caucus de la mayoría del Partido Nuevo Progresista del Senado. Aquella reunión, recogida en numerosas fotografías y vídeos, representó el golpe más severo dado a la independencia judicial en buen tiempo.

Mientras los magistrados del Tribunal cabildeaban por sus salarios, la Legislatura consideraba dos medidas que en algún momento futuro podrían estar ante esos mismos jueces para que decidan sobre su constitucionalidad o su validez. Una es un proyecto caprichoso de la autoría del presidente del Senado para trastocar uno de los estatutos más sensibles de cualquier país, el que dispone cómo se vota y cómo se cuentan los votos de las elecciones generales. Mientras escuchaban a los jueces argumentar a favor de un aumento salarial, el mismo caucus del PNP se aprestaba a darle una estocada a la confiabilidad del sistema electoral.

Aquel mismo caucus de políticos también tenía en su agenda la revisión total del Código Civil, una legislación que impondría cambios significativos a prácticamente todas las reglamentaciones que inciden sobre la vida de los puertorriqueños. Las herencias, la relación de sus padres con sus hijos, los derechos reproductivos, la vida toda de las mujeres, los contratos y hasta existencia futura de los aún no nacidos, van a estar afectados por las decisiones que se aprestan a tomar los integrantes de aquel caucus.

Con toda seguridad, los jueces que estaban reunidos con los políticos dirán que aquella gestión por su salario no comprometió su independencia, pero ¿cuál es la percepción del pueblo? Ninguna institución puede ser efectiva si carece del sentido de legitimidad que nace de la confianza pública. Es esa percepción de legitimidad lo que hace posible que las instituciones de gobierno funcionen y se mantengan operando más allá de las personas que en determinado momento las dirigen. Los individuos van y vienen, pero las estructuras permanecen sólo si el pueblo al que le sirven confía en ellas.

Ojalá que el daño que el Tribunal Supremo se autoinfligió pueda ser reparado.

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