Informe de la ciudad #1: Bansky revisited

Reporte del humano: Iván Collazo

 

Hora: 8:33 am

Ciudad: Cayey

País: Puerto Pobre

Planeta: Tierra

 

Salgo a caminar en plena pandemia. El sedentarismo también es un virus que hay que combatir. Voy disfrazado de salubridad: guantes, mascarilla, pantalón de ejercicio y zapatillas para correr. Llevo en los pies las alas bidimensionales de Nike, su trademark global que parece una marca de cotejo.  Soy Hermes y bajo del Olimpo de mi segundo piso para recorrer la calle, ese nuevo Hades. Con mis alas simbólicas en los tobillos, el exterior no parece aterrador, pero en algún lugar microscópico puede acechar la muerte. Salgo a caminar, como Violeta Parra, muy lejos de su cintura cósmica, pero por encima de las tetas municipales. Cayey fue, por mucho tiempo, la ciudad de los pechos más descomunales del Caribe, hasta que una disputa pasionalcon Salinas, dictaminó su “nueva” ubicación. Cayey perdió su identidad erótica y desde entonces intenta reinventarse.

La ciudad es un texto que espera ser leído. Eso pienso, mientras observo un relieve de puntos amarillos en el piso, que solo es un mecanismo de seguridad peatonal, pero yo lo asumo como una insinuación minimalista de las pinturas de Frank Stella. Sé que proyecto mis referentes personales en el lienzo urbano, como lo hace un grafitero en cualquier esquina. Mis comentarios quedarán como adefesio en el Parnaso, hasta que el Departamento de Obras Literarias las cubra con pintura blanca para silenciar la polis. Transito hacia la noria de hacer ejercicios, una pista de goma, con círculos concéntricos borrosos. Asumo su deterioro como un grito de protesta contra la uniformidad. Ya no se camina en óvalos rígidamente definidos. Apenas tanteamos un (des)orden envejecido, un rastro blanco, casi blanco, sobre una superficie escarlata, casi escarlata. La urbe es una hermosa decadencia.

En ruta hacia este circuito cerrado donde se camina o se corre hacia ningún lugar (otra metáfora zenogandianadel estancamiento) diviso un mural: MiUPR/Defiéndela/SOMOS PUEBLO/SOMOS UPR. El proyecto de arte se encuentra a mi izquierda y parece que también es políticamente zurdo: defiende la educación pública en plena privatización del saber. El mural se distingue por su audacia, porque además de contestatario, es visualmente estratégico. Posee un estilo bidimensional, lo que facilita cualquier retoque. Tiene un mensaje breve y contundente que podemos memorizar al pasar en auto. El texto invita o casi obliga a una actitud heroica: ¡defiéndela! La frase imperativa bordea la calle pública, como recordando la manera en que la universidad del pueblo roza la ciudadanía, y a veces, el conocimiento. El mural es la frontera difusa entre el espacio común de la calle y el ámbito “público” semi-cerrado de la academia. Tres imágenes completan la composición: la bandera monoestrellada (nacionalistamente sola), un hombre y una mujer.

La figura masculina es una clara alusión al arte público de Bansky y su icónica imagen de un activista, que en vez de lanzar una bomba molotov, lanza un ramo de flores. En el “remake” cayeyano, el militante se ha convertido en el jíbaro emblemático del pintor Ramón Frade, quien ahora empuña un racimo de plátanos, como si no pesara y parece lanzarlo hacia un enemigo apenas sugerido. El racimo es una clara referencia a la obra maestra “El pan nuestro”, donde un campesino (posiblemente de estas alturas) sostiene unos plátanos que constituyen su alimento. Ahora ese “pan” se transforma en arma política, ¿o siempre lo fue? La otra imagen al extremo de la obra, presenta una mujer protestando con una cacerola, que le hace honor a la militancia femenina. Se trata de una nueva visibilidad, una “justicia pictórica” dirigida a las mujeres que siempre estuvieron en la resistencia: aborígenes rebeladas, esclavas cimarronas, criollas ilustradas como María de las Mercedes Barbudo, la anarquista Luisa Capetillo, revolucionarias como Lolita Lebrón y más recientemente, la “cacerola girl”, por mencionar algunas. Cruzo la calle, retrato a medias lo que describo para luego poder apalabrarlo. Espero no saludar a nadie de camino para regresar a mi Olimpo alquilado y escribir, como quien vuelve al hogar y se le aceleran las ganas de ir al baño.

El mural no logrará, por sí mismo, crear una revolución, ni mucho menos mis palabras. La obra merece ser “leída”, como la ciudad que habito y que poco a poco empieza a residir en mi. Como el optimismo de mi padre me germina ocasionalmente, así como la valentía de mi madre, el mural me hace imaginar nuevas formas de lucha armada: un racimo molotov en cada huelga, un primero de mayo a plátano limpio contra la fuerza de choque, mofongo-proyectiles hacia la yugular de la Junta, un tostonazo letal para la cara de Trump.  Una pintura, por grande que sea, no transforma la realidad. Estas palabras tampoco. Pero uno sabe en el fondo, que la revolución será aplatanada… o no será.

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