Instrucciones para dibujar un caballo

Por Rosa Vanessa Otero

En uno de mis paseos estudiantiles por la librería La Tertulia cuando ésta ubicaba frente a los cuarteles generales del poeta José “Che” Meléndez en el Burger King de Río Piedras, Walter Torres y yo nos conocimos sin que ninguno de los dos se diera cuenta. Dicho encuentro ocurrió cuando me detuve frente a una portada insólita. Insólita, no tanto porque el diseño fuera exuberante, que sí lo era, sino, y sobre todo, porque el libro era una publicación de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico y, tamaña sorpresa, sus autores estaban vivos. 

En mi mente de aspirante a periodista, este hubiera sido el titular: “La editorial con las portadas más viejas del mundo por fin se arregló la cara”. Entonces, mi contacto con esta casa se limitaba a mi traumático manejo de los cuadernos de Ciencias Biológicas y Matemáticas, por dar un ejemplo, o ladrillos como la Ilíada, en los que no se notaba esfuerzo alguno por halagar el ojo de quien llegaba a aquellos textos obligada por el requisito curricular. 

Pero ahora estaba frente a aquella portada que no sabía si me gustaba o no, pero definitivamente, llamaba mi atención desde un anaquel lleno de libros. Hoy sé que su ilustrador fue Walter, y era la obra El tramo Ancla, editada por Ana Lydia Vega y publicada en 1988. De modo que, cuando llegué a trabajar en la Editorial de la UPR en el 1993, ya Walter era mucho Walter, y yo una aprendiz de editora. Formaba parte él de un grupo de ilustradores y artistas gráficos que, bajo la dirección de doña Marta Aponte Alsina y el cuidado editorial de Gloria Madrazo y otros colegas, renovaron la identidad visual de los libros de la editorial a partir de la década de los ochenta. Nívea Ortiz, Wanda Torres, José Peláez, son algunos de esos artistas que junto con Walter, devolvieron al catálogo de la Editorial la noble tradición del arte de portada. Digo devolvieron, porque sería injusto no reconocer que en momentos anteriores, la Editorial también contó con firmas de artistas como Rafael Rivera Rosa o Irene Delano, por mencionar algunos; que yo no lo supiera a mis dieciocho años no era culpa de la Editorial. Cabe recordar, igualmente, la comisión del diseño de la identidad gráfica de las Obras Completas de Eugenio María de Hostos a Antonio Martorell. 

El primer trabajo en el que coincidimos fue En el Bosque seco de Guánica, un cuento infantil escrito por el poeta Ángel Luis Torres para la Colección San Pedrito. Y luego fueron tantas las colaboraciones que pasó tiempo suficiente entre ellas para que: se sucedieran seis directores, la Editorial cambiara de edificio, los métodos de diagramado y corrección manual se digitalizaran, y asomara su nariz el libro electrónico. Le recuerdo meticuloso como artista, muy apasionado del dibujo y del detalle, y como colega, respetuoso, conversador y, generalmente amable. 

En el punto de inflexión tecnológica que fue para todos el período entre el año 2000 al 2005, pero en particular para la Editorial debido a un cambio gerencial enorme, tuvimos una crisis que sospecho fue una de las causas por las que sus trabajos independientes para la casa comenzaron a espaciarse. Digamos que Walter y la editora a cargo de cierto libro tenían que dibujar un caballo. Y, hasta aquel momento, tanto Walter como la editora estaban acostumbrados a una relación de trabajo en la que a nuestros artistas gráficos se les reconocía una total libertad, aun cuando legalmente sus oficios fueran considerados “trabajos por encargo”. Pero nos había pillado una nueva época casi por sorpresa. 

Andábamos desconcertados con los nuevos métodos, en aquellos tiempos salvajes cuando las imprentas dejaron de aceptar nuestros maravillosos artes originales y comenzaron a exigir archivos digitales en un programa muy costoso en el momento, y que a nosotros nos sonaba como la entrada al infierno: el PDF. Pero a este sufrimiento se le sumó otro: el caballo. No por el caballo en sí, sino por las condiciones de su nacimiento. Por primera vez, nos vimos, él y yo, presentando tres prospectos frente a un grupo gerencial; y no era aquel cualquier grupo, sino un conglomerado donde no todas las personas habían montado caballos, ni los respetaban, ni sabían diferenciar un alazán de un rucio. Y, horror, el color del primero debía pertenecer al segundo, y las patas del tercero debían colocarse sobre la cabeza del primero, y los ojos de los tres debían lucir felices. Claro que exagero, y sustituyan en su mente las partes del animal por los elementos tipográficos y cromáticos en la portada de cierto libro. 

Aquel incidente concluyó en una defensa férrea de su creatividad y de su voluntad. Voluntad muy pertinaz que el grupo desigual no conocía, y gracias a la cual esta editora ya había tenido que aceptar, en cierta página del libro de la discordia, que Walter introdujera una interpretación suya, y a lo caribeño, de la escena del banquete del sombrerero loco de Alicia en el país de las maravillas, con todo y conejo. No hubo manera de disuadirlo; el artista quería hacer un guiño autorreferencial, dentro del libro de cocina, a la revista-cartel Alicia la Roja, que fundaron Iván Silén, Esteban Valdés, Néstor Barreto, y otros artistas y escritores a principios de la década de los años setenta. Tampoco sabía nada, el grupo desigual, acerca de la importancia de las estrellas; porque ellas, las estrellas, me permitieron descubrir que mi ilustrador creía en algo (no una divinidad, pero sí cierto tipo de mística numerológica, ¿cabalística?, que intervenía en sus diseños y de la que preferí no pedir más información). Por aquellos mismos tiempos, cuando estábamos a punto de aprobar para impresión cierto libro cuya portada Walter había tachonado de luminarias, un silencio pesado se posó entre nosotros. “¿Qué haces?”. “Las cuento. Si no hay exactamente 19, no la apruebo”. (“Sobre mi cuerpo muerto”, pensé pero no le dije, mientras imaginaba estrangulados en el otro libro al sombrerero, a Alicia y al conejo.) Pero… frente al conglomerado gerencial, en el año del caballo, éramos dos, editora y artista, un entry aparejado en la desgracia. Para mí, el diseño no era perfecto conceptualmente pero no lo diría; de todos modos, el grupo desigual no se detuvo ante el concepto, sino que se abalanzó directo sobre la cosa en sí: se había proclamado artista. Sobrevivimos como pudimos, y salimos heridos y derrotados del salón de juntas. Entonces, Walter me siguió hasta mi oficina. …Y cuando ya nadie nos oía ni veía me obsequió, en tono desesperado, con un refrán que me repito cada vez que la libertad de creación de un artista, o mi propia libertad como escritora, puede estar innecesariamente comprometida: “Rosa Vanessa, un camello es un caballo diseñado por un comité”. 

Aun cuando esta anécdota –y otras que no puedo contar– lo distanciaron, no afectivamente de quienes fuimos sus colegas y amigos, pero sí profesionalmente del sello, pienso que a partir de ese quiebre Walter Torres creció como artista del libro. No tanto por la defensa que hizo de su trabajo, que era algo natural en él, sino porque comenzó a explorar técnicas que hasta aquel momento no había considerado. Solamente ver las últimas portadas que hizo, en especial la de Imali, Dada y la calabaza, de Rafael Acevedo, para la Editorial del Instituto de Cultura Puertorriqueña, me confirma que logró evolucionar estupendamente y actualizarse sin que su identidad se diluyera. Ver esa portada, apenas unos meses antes de su partida, me alegró el espíritu, y me hizo extrañar aquellas colaboraciones y aquel día que terminó tan mal para los dos, pero condujo a la feliz impresión de Cocina artesanal puertorriqueña de Emma Duprey de Sterling (2004), nuestro último trabajo en equipo.

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