Juan Forn confiesa por qué le gustan tanto los rusos.

 

Por Juan Forn

El año 1937 fue fatídico en la URSS: Stalin desató la primera de sus purgas salvajes. El plan era erradicar las excrecencias del pasado. El padrecito Josef no tenía los pruritos de Lenin, quien en 1922 concedió permiso de salida y fletó en un barco hoy conocido como La Nave de los Locos a más de cien políticos y artistas que habían acompañado la revolución pero se estaban convirtiendo en un lastre (los llamaba los metafísicos, que era su manera de decir inútiles). Stalin fue más drástico: se calcula que sólo en 1937 limpió a más de diez mil “antirrevolucionarios”, muchos de ellos artistas que, en su gran mayoría, creían hasta entonces ser buenos ciudadanos soviéticos. Fue el año en que “se percibía en el aire el crujido de cráneos reventados”, como dijo Konstantin Vaguinov, quien escribió en esos tiempos terribles una novela en que un escritor se iba a vivir a su obra, asqueado de la realidad.

El 37 terminó así de convertirse en un número maldito para los rusos: en 1837 había muerto Pushkin, a los treinta y siete años, la misma edad en que murieron o cayeron en desgracia, ya en tiempos stalinistas, Maiacovski, Jharms, Babel, Pilniak, Mandelstam, Bulgakov, Platonov y muchos más. Ahora bien, en ese mismo año, Stalin abolió el derecho al aborto: el ingeniero de almas sabía cómo compensar la pérdida de sus sucesivas purgas. Los nacidos en esos años (de 1937 a 1953, cuando murió Stalin y se volvió a legalizar el aborto) estaban programados para suplir el déficit demográfico, para rellenar el vacío. Pero no de la manera en que imaginaba Stalin. No es casualidad que esas dos generaciones fueran quienes se encargaron, anónima y clandestinamente, de ocultar y copiar textos prohibidos para salvarlos de las fauces del olvido.

Apenas sucedió a Stalin, Kruschev puso en marcha el primer plan masivo de construcción de viviendas: las kruschevkas, palomares de ambientes ínfimos y paredes endebles, que por primera vez desde la revolución permitían a las familias tener cocina propia, en lugar de comunales, colectivas. Esas cocinas se convirtieron en el lugar por excelencia donde hablar de lo que no se podía hablar en ninguna otra parte. Bastaba una botella de vodka, que se guardaba siempre en el alféizar de la ventana (nadie tenía heladera aún) y, para evitar los micrófonos instalados por la KGB, se tapaban los teléfonos con almohadas y se dejaba correr el agua de las canillas. Allí se leían e intercambiaban los samizdat (todo texto prohibido que se copiaba y circulaba de mano en mano). Como no era fácil conseguir una máquina de escribir (porque la KGB tenía un registro de quién poseía una), los samizdat muchas veces estaban copiados a mano.

Eso fue lo que descubrió en el año 1975 la joven yugoslava Dubravka Ugresic, cuando llegó a Moscú con una beca para estudiar literatura rusa. La mandaron a vivir a una de esas pajareras, donde compartía habitación con otros estudiantes venidos de países socialistas. A diferencia de ellos, Dubravka había podido leer, o saber de la existencia, de muchos de los escritores entonces prohibidos en la URSS, porque a la Yugoslavia de Tito llegaban no sólo textos y películas occidentales sino autores rusos caídos en desgracia para la URSS. Como Danilo Kis, su hermano astral, la joven Dubravka fue a Moscú llevada por ese impulso que embarga a todos aquellos que nos fascinamos en nuestra adolescencia o primera juventud con los grandes escritores rusos de la era dorada (de Pushkin y Gogol a Dostoievski, Tolstoi y Chejov) y nos negamos a creer que no hubo nada después, que esa suprema explosión creativa no dejó cría cuando llegó la Revolución Bolchevique.

Hoy sabemos que hubo una Edad de Plata después de la era dorada (con el invencible cuarteto Ajmátova, Tsvietaieva, Mandelstam, Pasternak a la cabeza) y vino después una era que yo llamo de rubí, por el rojo sangre que la caracterizó, y a ella pertenecen todos esos escritores y escritoras que fueron víctimas de las purgas de Stalin. Pero para saberlo hay que dejarse invadir por eso que mi amigo Fede Pavlovsky llama la fiebre rusa. Cuando un ruso dice que su país tiene todos los elementos de la tabla de Mendeleiev, no habla sólo de minerales, y ésa es la idea de lo ruso que buscamos los atacados por esa fiebre: ese demencial termómetro emocional que va más allá de lo concebible para arriba y para abajo en la escala térmica. Borges dijo que los rusos nos han demostrado que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, delatores por humildad, amantes que se adoran hasta el punto de separarse para siempre.

La joven Dubravka Ugresic pudo comprobarlo en persona, porque cuando llegó a Moscú en 1975 todavía quedaban sobrevivientes y testigos directos de esa época (entre ellos la gran Nadezhda Mandelstam, cuyo esposo Ossip había dicho famosamente: “No hay que quejarse; vivimos en el único país que respeta la poesía; matan por ella”), ciudadanos y ciudadanas anónimos, de escasos recursos y temple de hierro, que habían aceptado para sí y dedicado la vida a la sagrada misión de rescatar de las fauces del olvido los libros prohibidos y los apuntes privados de aquellos escritores que con su sangre conformaron la era de rubí de la literatura rusa.

En mi próxima contratapa hablaré más extensamente y como se merece del itinerario posterior de la extraordinaria Dubravka Ugresic, porque acá no que me queda espacio más que para contar lo que le dijo, en aquel invierno de 1975 en Moscú, una anciana rusa que se enorgullecía de haber copiado con su propia mano innumerables samiszdat. Esa dama recibió a la joven Dubravka en su monoambiente en las afueras de la ciudad, le sirvió té en un tosco frasco de vidrio, le cedió la única silla y se sentó en el camastro que había contra la pared, y entonces le dijo: “Mientras la gente siga apelando a los géneros literarios como metáforas de la vida y diga que lo que le pasó fue un drama, una tragedia, una farsa o un cuento de hadas, la literatura va a seguir existiendo. Eso es lo que creemos nosotros: que la literatura es como una ballena, con peces rémora que se adhieren y le succionan sus parásitos. La ballena es su fuente de alimentación, de protección y de transporte. Si no existieran los peces rémora, los parásitos colonizarían el cuerpo de la ballena y ella moriría. Yo soy uno de esos peces. Mi misión es ocuparme de la salud de la ballena”.

Reproducido de www.pagina12.com.arcon permiso del autor

 

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