La agenda del debate político en Cuba

 

Por Jesús Arboleya

¿Qué se discute en Cuba actualmente?

Como probablemente ocurre en casi todo el mundo, el tema central del debate popular en Cuba es lo relacionado con la crisis sanitaria generada por la pandemia de la COVID-19, sus terribles consecuencias económicas y las restricciones sociales que impone su tratamiento. En el caso cubano, esta situación que se ve agravada por el recrudecimiento del bloqueo norteamericano, lo que ha dado lugar a una combinación perversa, que ha privado al país de sus principales fuentes de ingreso y colocado en sus límites la solución de las necesidades de consumo de la población.

Como es lógico, el descontento social aumenta en estas condiciones y la insatisfacción con la gestión gubernamental, justificada o no, tiende a extenderse en las personas. Pudiera afirmarse que la queja ante la situación imperante fue el principal motor de las manifestaciones de protesta ocurridas en diversos puntos del país los días 11 y 12 del pasado mes de julio, aunque también contaron con el estímulo de fuerzas contrarrevolucionarias, en su mayoría establecidas en el exterior, que actuaron mediante las redes sociales y otros mecanismos de movilización interna, muchas veces para alentar las expresiones más violentas.

Aunque falta por precisar el volumen real y la composición social predominante entre los manifestantes, sobre lo cual existen muchas especulaciones, pudiera afirmarse que se trata de un grupo bastante heterogéneo de personas, en su mayoría desprovistas de un proyecto político que orientara su participación en estos eventos. No obstante, habría que destacar la presencia de sectores disidentes, que hace rato se vienen expresando mediante diversos actos de desobediencia civil, muy promocionados fuera de Cuba. Aunque minoritarios, y también diversos en su composición y objetivos, estos sectores aportaron cierta caracterización política al acontecimiento y una imagen más explotable de cara a la opinión pública internacional.

El fenómeno ocurrido, bastante inusual en la historia de la Revolución, ha tenido diversas lecturas. Por un lado, las apocalípticas, que otra vez pronostican el fin del proceso revolucionario cubano e instan al gobierno norteamericano a actuar para acelerarlo, incluso mediante agresiones militares, bajo la excusa de la intervención humanitaria. Alrededor de esta lógica se agrupan las fuerzas contrarrevolucionarias más agresivas, propugnadoras del caos en el país, las cuales cuentan con un considerable apoyo externo, capaz de establecer una matriz mediática que impera en las redes sociales y los grandes medios de información.

Hasta ahora, la política del gobierno de Estados Unidos parece estar determinada por esta corriente, dado su supuesto impacto electoral en la Florida. Fondos millonarios se destinan a estimularla, se incrementan las sanciones contra Cuba y el relato de la extrema derecha cubanoamericana se impone en el discurso oficial del país, así como en el debate estadounidense sobre la realidad cubana.

Con esta corriente no hay diálogo posible, por lo que quizás más importante para la articulación de un debate nacional, son las personas que, hayan o no participado en las manifestaciones, no se suman a los planes norteamericanos, pero han sido críticas, tanto de la gestión gubernamental, como de alegados excesos cometidos por la fuerza pública en el enfrentamiento a los manifestantes, arbitrariedades en el tratamiento legal de los detenidos y la conducción comunicacional del acontecimiento por parte del gobierno. El esclarecimiento de estos problemas, la búsqueda de soluciones a las diferencias y el establecimiento de normas claras que regulen este tipo de eventos de cara al futuro, constituye un paso importante para aliviar las tensiones generadas por las manifestaciones.

También alentadas por la actual coyuntura, pero de larga data en la agenda del debate nacional, han ganado más relevancia las discusiones referidas a la concepción y el funcionamiento del socialismo cubano. Aquí se encuadran desde sectores muy comprometidos con el proceso revolucionario, cuya principal exigencia es mejorar la gestión gubernamental y que se lleven a cabo las reformas hace años aprobadas por el partido y el Estado, después de amplias consultas populares, hasta otros que más o menos se oponen al socialismo o lo perciben asociado con fórmulas democratacristianas, socialdemócratas y liberales, que asumen pueden ser aplicadas en Cuba.

La agenda de estos grupos o personas es tan diversa como, a veces, imprecisa en sus planes y soluciones. Más se concentran en la crítica a lo existente, que en precisar las propuestas que puedan servirle como alternativa. Se destacan temas como el diseño del modelo socialista, la democratización de su funcionamiento, el papel del Partido Comunista, la propiedad privada y las relaciones mercantiles, la aplicación del ordenamiento económico, los problemas de la equidad y la pobreza, la discriminación en sus diversas manifestaciones, la emigración, la ecología, el cuidado de los animales y muchos otros, cada cual con repercusiones más o menos amplificadas en la sociedad cubana.

A pesar de la diversidad de preocupaciones y opiniones, estas tendencias encuentran un lugar común en la crítica al burocratismo, la corrupción y otros vicios asociados a la gestión gubernamental, cosas que el propio discurso oficial también rechaza y combate, así como en la confrontación con posiciones que consideran conservadoras y refractarias a los cambios, las que ubican en ciertas estructuras del partido y el Estado, así como en intelectuales a los que acusan de dogmáticos, aunque éstos no se reconozcan en esta definición.

La particularidad del caso cubano es que todas estas tendencias, cualquiera sea su signo ideológico, aparecen traspasadas por una constante que, quieran o no, las define desde el punto de vista patriótico, dígase el papel de Estados Unidos en la vida de la nación.

Desde los orígenes de las luchas anticoloniales cubanas, el tema de las relaciones con Estados Unidos aparece como un factor definitorio de la escala patriótica. Las corrientes anexionistas, que tempranamente parecieron una alternativa, en el entendido de unirse a ese país en condiciones de igualdad una vez alcanzada la independencia, se diluyó rápidamente como opción patriótica, cuando resultó evidente que ese no era el plan norteamericano. José Martí fue quien mejor alertó sobre el peligro de las pretensiones estadounidenses y fijó como objetivo principal de las luchas nacionales: “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América.”

No fue posible y esa “fuerza más” inauguró en Cuba el modelo neocolonial. El antimperialismo, como condición básica para la independencia y la soberanía del país, devino entonces el factor común de las luchas patrióticas cubanas desde el advenimiento de la República hasta nuestros días. Desconocer este factor o colocarlo en segundo orden, limita la capacidad de comprender la problemática cubana y sitúa a las personas en un terreno pantanoso, con riesgo de convertirse en funcionales a los objetivos de la política norteamericana contra la Isla, aunque esa no sea su intención.

No basta con mencionar “al vuelo” el bloqueo norteamericano, para concentrarse en problemas domésticos, que supuestamente tienen solución obviando el impacto de la política norteamericana sobre los mismos. Si no entendemos la integralidad de la política norteamericana, no podemos comprender el dilema cubano ni tampoco el del resto del mundo. Estamos en presencia de un sistema hegemónico mundial, que penetra por todos los poros del tejido social y, como dijo el expresidente George W. Bush, se está con él o en su contra. Una verdad más que evidente en el caso de Cuba, aunque esa confrontación pueda tener diversos grados y matices.

Es cierto que el temor a “darle armas al enemigo” y la práctica de culpar al imperialismo de todas las dificultades, igual limita el abordaje integral de los problemas, ha restringido los espacios democráticos y servido de excusa al dogmatismo en muchos casos, pero la solución no es el reduccionismo inverso, sino la promoción de la cultura política y el diálogo que le sirve de sustento. La buena noticia es que, tanto dentro como fuera del país, se cuenta entre los cubanos con el capital cultural que requiere este empeño, un conocimiento que está instalado en los espacios académicos e intelectuales, incluso en la sabiduría popular, y que también ha incrementado su presencia en las redes sociales. El asunto es saber aprovecharlo.

Reproducido de Progreso.

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