La agonía de la máscara de Félix Córdova Iturregui. Notas sobre su forma novelesca

La agonía de la máscara de Félix Córdova Iturregui (Publicaciones Gaviota, 2017) de cierta manera abre con la forma de la novela detectivesca. Alejandro Amadeo-Rosich, banquero exitoso y figura clave en el mundo financiero isleño, ha muerto, y le ha legado su casa a Elvira Fuentes, su ama de llaves. Este extraño suceso lleva a que sus hermanos recurran al detective-narrador, Enrique, para saber si detrás de esta extraña ocurrencia hay escondido algún crimen homicida, algún interés económico particular, alguna historia de amor trágico.

Pero el verdadero comienzo de la novela no yace en esta intriga, sino en un proceso de pensamiento vivo. Desde las primeras páginas, la duda sobre la forma genérica de la novela está ya planteada a los lectores. Qué extraña esta novela detectivesca que comienza con tanta consciencia reflexiva por parte del narrador. La primera página es memorable: se nos aparece una doble-imagen, “un par de imágenes simultáneas”: una caña tiesa sobre un cuerpo de agua; la boca de un pez que sale a morderla pero no lo logra. Ante el lector quedan arrojadas innumerables lecturas. (En mi caso, el deseo imposible e incumplido de la prosperidad económica fundamentada en el monocultivo azucarero.) Pero esta imagen movediza da paso rápidamente a una sucesión de reflexiones nuevas; queda plasmada la imagen, la duda, mas no su clave. Qué temas más disímiles – aunque siempre enlazados – para una intriga detectivesca: la memoria, la metáfora, las imágenes, el ocaso de una vida, “el hambre del tiempo”…

Lo cierto es que, comenzada la intriga, se interrumpe la novela detectivesca que teníamos en nuestras manos. Enrique, quien finge trabajar para un seguro de vida, se acerca a Elvira, y rápidamente reconoce que está frente a un personaje singular. Pero ahí, más que antagonismo, encontró soporte. Elvira, también, sintió que algo inexplicable le sucedía a Alejandro en sus últimos meses de vida, por lo que rápidamente pone a su servicio todos los medios que tiene disponibles. El objeto de investigación se hace investigadora-cómplice, pues el interés en descubrir el comportamiento de Alejandro los une.

Es así que encuentran unos papeles desorganizados, escondidos por Alejandro, y enfrentamos la primera transformación genérica de La agonía de la máscara. Pasamos a ser lectores, no ya de la narración de Enrique que parecía aproximarnos a la novela detectivesca, sino de estos legajos que con esfuerzo logran organizar los investigadores cómplices. Como avanza la lectura, vemos que la novela que leemos es, sobre todo, este manuscrito. De esta manera, La agonía de la máscara, entre otras cosas, continúa jugando y retando nuestras expectativas genéricas iniciales.

Inmersos ya en el manuscrito, nos encontramos con un cuadro interesante. Alejandro ha comenzado a escribir en estos papeles porque empieza a ver un fantasma. Esta extraña situación le lleva a tener que fijar sus observaciones. El proceso de escritura por parte de Alejandro es una manera de cuidar el pensamiento y entender lo que le ocurre: “el narrador”, dice, “no hace otra cosa que encontrarse a sí mismo por detrás de las palabras”. Pero la aparición de un fantasma coincide con varios cambios en su vida. Se retira de su profesión. Se interesa por Elvira. Como si fuera poco, desarrolla un otro: cambia de apariencia, vestimenta, adquiere un nuevo nombre –Nicolás – y siguió el impulsó que lo llevó hasta una barra en Barrio Obrero donde conoce al filósofo, un borracho-sabio que piensa junto a su inseparable Palo Viejo doble.

El apodo –el filósofo– se lo dieron los que frecuentan la barra por su “endiablada capacidad para hilvanar disparates”. Si el juicio popular acierta ante su talento para ligar pensamientos disímiles, poco o nada tiene lo que dice de disparatado. Conversando con él, Alejandro/Nicolás empieza a profundizar en quizás el cambio más difícil de todos los que está atravesando en esta etapa de su vida: el desarrollo de una nueva mirada para interpretar la sociedad que le rodea. Por eso, noche tras noche, regresa a la barra para dialogar.

Tomemos un ejemplo de estas conversaciones. Alejandro/Nicolás le pregunta al filósofo sobre la falta de memoria histórica del país. Este responde que no hay una falta de memoria, sino, por el contrario, un exceso de memoria. El personaje (y el lector) se da cuenta que con esta respuesta hay, sobre todo, muchas ganas de joder. Pero las ganas de joder pueden abrirle la puerta a destellos de verdad, y así ocurre en esta ocasión. Veremos.

“Esa manera de ver es radicalmente burguesa”, le responde el filósofo: la memoria no puede ser todo pasado y todo nostalgia. “Pues sí, hay exceso de memoria porque, precisamente, hay escasez de libertad… Hace falta mucho olvido en este país, hace falta arrancar muchas ideas que la misma población se ha tragado hace siglos. ¿Quieres que te mencione una de ellas? Pues bien, la pequeñez. Esa diabólica idea hay que vomitarla de la memoria y de todas las partes del celebro”. La lista continúa: hay que olvidar la dependencia, olvidar el salario. “El coloniaje consiste de una siembra fenomenal”, y esa siembra se ha apoderado de la memoria colectiva. La colonización no se da através del olvido de la historia, sino a través de la producción y el cultivo de la ignorancia. Para dominar un pueblo, no solo se apropia de sus tierras y su gobierno, sino de su propia manera de pensar. “Olvido es lo que nos hace falta, mucho olvido organizado para borrar poco a poco esa memoria efectiva”.

Las conversaciones que se tienen con el filósofo son de naturalezas distintas. Abarcan la estética, en la que la imagen de una letrina le sirve como punto de partida al borracho-sabio. Nos habla de un proceso de escritura en el que el lector ha sido hurtado. De las máscaras, la transparencia, las aparencias. Sin duda, esta es la parte más ambiciosa de la novela; es más difícil simular la fluidez espontánea del pensamiento que armar una intriga con un final sorpresivo. Es, además, la parte más lograda de la novela. Alejandro/Nicolás empieza a buscar obsesivamente al filósofo para continuar las conversaciones. Quienes leen la novela se lo agradecen, pues, también, desean estar ante el pensamiento abierto y no pocas veces “contra-intuitivo” de este personaje singular.

Las conversaciones transcritas por Alejandro terminan por dominar las páginas sueltas de su manuscrito. Personaje, lector, texto; todos quedamos enrredados ante las palabras nocturnas del filósofo. El que la novela se haya convertido en un diálogo extendido pasa a ser una transformación – a segunda transformación genérica de la novela– que o pasa casi por desapercibida o sin esfuerzo alguno, por el poder que tiene el pensamiento del filósofo en cautivar a quienes lo escuchan. Y a través de él, Alejandro/Nicolás va descubriendo un mundo que el pensaba conocer: el de la banca y las finanzas en Puerto Rico. El filósofo va trazando paralelos entre aquel mundo y el de la ilegalidad, dejando al desnudo tanto la legitimidad que lo sostiene como su propia fragilidad a flor de piel, en espera de que se desenmascare y se derrumbe. Es aquí donde más entra la novela a dialogar y pensar sobre el Puerto Rico contemporáneo, aunque siempre de manera fragmentada.

Si hay algo que en esta reseña se quiere señalar respecto a La agonía de la máscara es, como debiera ya ser evidente, sobre su forma: de la novela detectivesca –una de las formas novelísticas recientes y más populares– al manuscrito encontrado –que tiene una larga tradición en la literatura– hasta terminar con el diálogo, las inagotables conversaciones que mantuvieron Alejandro/Nicolás y el filósofo. Si pensáramos en la historia de la novela, se podría decir que ocurre una regresión genérica en La agonía de la máscara, hasta llegar a lo que Bajtín consideró el inicio mismo de este género: el diálogo platónico. Si la novela contemporánea está formada por la polifonía, es decir, por la multiplicidad de voces que permiten que en ella se abarque a toda una sociedad y distintos elementos de la vida social, su materia prima está nada más y nada menos que en aquellos clásicos textos filosóficos, atravesados por la vida urbana y el diálogo creador. No debiera ser casualidad que el filósofo, como Sócrates, piensa en voz alta y dialógicamente, requiriendo de un otro que escuche y pregunte junto a él. Ante esto, ¿cómo leer una novela que dice y desdice su propia forma? ¿Se podría decir que la novela misma crea sus propias máscaras, como lo hace Alejandro? ¿Su autenticidad estará en una de sus modalidades, o en su conjunto?

En ese sentido, el verdadero protagonista, el verdadero centro de La agonía de la máscara no es ningún personaje; ni Enrique, ni Elvira, ni Alejandro, ni Nicolás, ni incluso el filósofo, sino el propio proceso reflexivo que atraviesa toda la novela desde la primera página, proceso en el cual participan activamente todos los personajes y que termina por inmiscuir al lector, a llevarlo, también, a lugares insospechados en los que se desarrolla la mirada y se atisba la claroscuridad. Quien le da cohesión a la novela, después de todo, no es Enrique, sino quien lee. Así, el pensamiento dialógico y extratextual es la verdadera fuerza aglutinadora que sostiene a La agonía de la máscara.

Por todo lo dicho, no es casual la “inconclusión” de la novela. Lukács decía que en el diálogo platónico se encontraban los gérmenes del ensayo moderno. (¡Qué versátil, qué influyentes estos diálogos!) Y la característica principal del ensayo es, precisamente, ser pensamiento vivo, en consante movimiento. Dicho de otra forma, y citando a Pedreira, en el ensayo, como en la novela, se pueden empezar muchas cosas y no terminar ninguna.

El manuscrito de Alejandro termina como su vida: abruptamente, apenas cuando empezaba a entender el movimiento del vasto mundo financiero al que le había dedicado sus mejores años. (Ya lo había intuido Enrique en las primeras páginas de la novela: “Los finales siempre se asocian con algún tipo de muerte”.) Son múltiples las preguntas que deja abiertas La agonía de la máscara, tanto sobre la intriga como sobre las conversaciones que surgieron entre los personajes. El propio Enrique no esconde su insatisfacción ante el desenlace del caso. Pero esta inconclusión, más que un final abierto, no es otra cosa que la consecuencia coherente de la forma dialógica que predomina en La agonía de la máscara. La novela concluye, no para cerrar el diálogo, sino para dejarlo abierto en manos de los lectores. Así, nos preguntamos: ¿qué relación tiene la imagen que inicia la novela con su historia? ¿Qué le habrá pasado al filósofo? ¿Podrá una máscara revelar en lugar de ocultar? ¿Qué implicacones tiene que el doctor de Enrique quiere que lo internen? ¿De verdad la belleza del sol se asemeja a la mierda de una letrina? Las interrogantes no se dejan a un lado, sino que permanecen al finalizar la lectura.

Queda mucho por decir sobre La agonía de la máscara. Solo una idea más quisiera dejar aquí: de la misma manera en que en este texto se puede leer la histora diacrónica de la novela, puede leerse dentro de ella gran parte de la literatura puertorriqueña. No a través de referencias textuales, sino a través de la relación estrecha y consciente entre forma y contenido. Bayoán se siente en el proceso reflexivo; Zeno Gandía se intuye en el personaje del filósofo; Elvira, en ocasiones, nos es tan lejana e idealizada por parte de los narradores como Marién. La lista continúa.

Una buena manera de empezar el año: con el pensamiento por delante.

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