La Batalla del Asomante: A 120 años de la resistencia a la invasión norteamericana de 1898

En 1898 al cumplirse 100 años de la invasión norteamericana a Puerto Rico dimos a conocer uno de los episodios más significativos de la llamada Guerra Hispanoamericana. Se trata de la Batalla del Asomante del 12 de agosto de 1898, que de ningún modo debe pasar inadvertida por la conducta valerosa de las fuerzas españolas y de voluntarios que bajo el mando del capitán puertorriqueño Ricardo Hernaiz obligaron a retroceder a las tropas del comandante Lancaster, el mismo día que se firma el armisticio en Washington.

Dejamos claro, sin embargo, que, al resaltar la resistencia de la invasión norteamericana, no queremos que se tome como exaltación o adulación al decadente imperio español ya en franca retirada histórica. Aibonito precisamente vivió en carne viva el terror de los “compontes” en el año terrible del ’87. Fue desde allí que el general Romualdo Palacios, a la sazón gobernador militar de la Isla, desató la más feroz persecución y tortura contra los que luchaban para despertar la conciencia nacional puertorriqueña.

Palacios llegó a la Isla el 2 de marzo del “ano terrible” de 1887 a bordo del vapor Isla del Cebú. Para este, cada criollo era un traidor potencial, un ente de sedición y rebeldía que era merecedor de trato especial para componerle. De ahí el nombre de Componente. Esta palabra del vocabulario de los cubanos describía la política de corregir, o componer; se componteaba a los acusados sometiéndoles a innumerables torturas.

Instituyó este régimen mediante una proclama que emitió el 5 de septiembre de 1887, una orden represiva que impulso desde del pueblo de Aibonito, en las montañas de la Cordillera, donde estableció sus cuarteles porque desde allí dominaba las ciudades de Juana Díaz y Ponce, cuna de los liberales y autonomistas.

El liderato autonomista sufrió allanamientos nocturnos. Eran sorprendidos en sus hogares mientras dormían y conducidos atados de las colas de los caballos hasta la cárcel, en donde, a consecuencia del cepo, la tralla, los latigazos, las amenazas de confiscación de bienes y otras torturas nocturnas inhumanas obligaron a los cautivos a confesar los actos delictivos no cometidos. (Antonio S. Pedreira. El año terrible del 1887, 3ra. Edición, San Juan, 1948.)

Tampoco queremos hacer historia parroquial, sino demostrar que aquí hubo resistencia. No la que Betances anticipaba, pero la suficiente para echar abajo los sentidos de impotencia colonial que quieren transmitir los detractores de nuestra patria. Los mismos que han querido tergiversar la historia con sus absurdas tesis de la invasión por “invitación”.

La organización militar de España en Puerto Rico, cierto es, probó ser en extremo débil y la voluntad de resistencia de algunos oficiales quedo desamparada. La tanta veces invocada lealtad puertorriqueña, a las instituciones españolas se había esfumado.

Lo anterior lo confirma el testimonio que recogió en 1937 la hermana de la afamada escritora Clara Lair (Angela Negrón Muñoz) del alcalde aiboniteño don Fernando Pont Zayas:

“Fui teniente de voluntarios en la época de España, pero como medida de precaución, antes de que desembarcan por el puerto de Guánica las tropas americanas, presenté mi renuncia con carácter irrevocable, ante el capitán don Antonio Manjón. Con esta actividad discreta, me evité el tener que pasar después por el mal rato de un embriscamiento, que siempre estaba algo flojona, sobre todo en entrenamiento militar. Ni con descargas cerradas lograban dar en el blanco. Al estallar la guerra hispanoamericana había en Puerto Rico mucho entusiasmo por la causa de España y la opinión general era que los tocineros del norte saldrían derrotados en la contienda por no tener una buena preparación en el arte bélico. Sobre este particular yo tenia mis reservas mentales y creía lo contrario de los demás, porque precisamente por ser los yanquis, los dueños del tocino y de la manteca con seguridad caería del lado de ellos el sabroso fruto de la victoria. Y así fue.” (Angela Negrón Muñoz. Aibonito. Puerto Rico Ilustrado. Número 114, págs. 16 y 17). La voluntad de resistencia de algunos oficiales había quedado desamparada. Así le ocurrió al capitán José Torrecillas en las cercanías de Hormigueros. Torrecillas, que se batió con bravura en Hormigueros, pedía en vano refuerzos que nunca llegaron, y cuando en un gesto de desesperación, estaba dispuesto a cargar la bayoneta, mediante una treta, fue sacado del lugar de combate por el comandante Jaspe y el capitán Huertos. (Ángel Rivero Méndez. Crónica de la Guerra Hispanoamericana en Puerto Rico. Plus Ultra Education Publishers, Inc. Págs. 304-312).

Como había previsto Agustín Morales (de la Sección Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubana), muchos voluntarios desertaron y con la excepción de las acciones de la Batalla del Asomante, del combate de Guamaní, de las guerrillas de Juancho Bascarán en el Guacio y su litoral; y las partidas de Águila Blanca “José Maldonado” y Rafael Colorado que echaron su suerte junto al ejercito español, no hubo mayor resistencia. (Juan Manuel Delgado, Juancho Bascarán, una experiencia guerrillera del 98 en Puerto Rico. Santurce, Ediciones Hechos, 1976; y Rivero Méndez, págs. 201-203).

En muchos pueblos escribe Cruz Monclova – las tropas norteamericanas fueron acogidas con cooperación, “pero no siempre alcanzaron tan cordial recepción. Pues se en distintos pueblos sendos grupos de individuos recorrían el lugar enarbolando la bandera de la Junta Revolucionaria de Nueva York y vitoreando la independencia de Puerto Rico, entre otros, como en Fajardo, las fuerzas de invasión fueron objeto de repetidas pedreas”. (Historia de Puerto Rico, III, Tercera Parte, págs. 219-223).

También fue el caso de Utuado, en el sector Cuba, donde los habitantes atacaron con palos y piedras a los soldados del capitán MacDowell, dejando casi muertos a unos cuantos. Estos estaban ya advertidos por el mismo alcalde Don Ramiro Martínez, pues los soldados trataban de abusar de mujeres de familias respetables. (Pedro Hernández Paraliticci, Utuado: Notas para su Historia, San Juan, 1983 y Julio Tomas Martínez. Crónicas Intimas de la Guerra del 1898, Arecibo, Puerto Rico 1946).

Vale señalar que el entusiasmo general si bien parecía mayoritario, no fue unánime y que, como apreciara Miguel Meléndez Muñoz, “no falto tampoco la actitud noble y correcta, de quienes mantuvieron cerradas con altiva dignidad las puertas de sus casas al paso del ejercito invasor o quienes, alineados en las aceras, los vieron pasar en silencio.” (Rivero Mendez, pag. 322. Vease además, Karl Stephen Hermann, From Yauco to Las Marias. Badger and Co. Boston, 1900. Pags. 32, 68-69).

Consideramos exagerado llamar “desfile” a la campana militar de Puerto Rico en 1898. Si bien fue una conquista rápida, pretender describirla como un paseo (como lo hacen los historiadores norteamericanos A. Nervins y Henry Steele) es faltar el respeto a la memoria de los hombres que murieron o derramaron su sangre en ella.

Ciertamente heroica fue la conducta valerosa de las fuerzas bajo el mando el capitán puertorriqueño Ricardo Hernaiz, que obligaron a los norteamericanos a retirarse. En esa acción murieron dos soldados, hubo dos oficiales y tres soldados heridos, todos norteamericanos.

Tampoco debe ignorarse la heroica muerte del comandante español Rafael Martínez Illescas en Coamo, donde cayo también en combate contra los norteamericanos, el capitán puertorriqueño Frutos López (Rivera Méndez, págs. 241-249), que durante la invasión se paseo a caballo frente a sus tropas por lo menos seis veces, exponiéndose a los disparos que le hicieran sin interrupción por espacio de una hora, hasta caer muerto. Viendo que la derrota era inevitable y entrando la rendición personalmente inaceptable, vio en su propia muerte la salvación de la vida de sus hombres. “Su muerte fue la de un héroe”, reconoció un capitán estadounidense. (Rivero, Ibid).

“Porque la muerte del héroe no es suicido ni aun autosacrificio; es la mostración del deber ciudadano en su máxima expresión de moralidad. Por la muerte del héroe se reafirma su verdadera humanidad. El héroe es héroe porque asume la responsabilidad de todos los indiferentes”.

El Testimonio de un Combatiente de la Resistencia a la invasión, en la Batalla del Asomante del 12 de agosto de 1898

El Testimonio de un miliciano en las Trincheras

Un testimonio escrito por Antonio Blanco Fernández y fechado el 4 de septiembre de 1910, quien combatió en las trincheras Alturas de Colon y el Cerro Gervasio del Asomante da cuenta de las vicisitudes y las condiciones angustiosas en que se resistió la invasión norteamericana en el Aibonito de 1898. La narración es parte de una compilación de trabajos en prosa y versos de la Sociedad de Escritores y Artistas de Puerto Rico que se publicó en 1912 con el titulo de Plumas Amigas (Compilación de la Sociedad de Escritores y Artistas de Puerto Rico, Tip. Cantero, Fernández & Co., Inc., San Juan, Puerto Rico).

Los trabajos de esta temprana antología de la literatura puertorriqueña, incluye lo mas excelso de la intelectualidad de la época. Declara su prologuista Cayetano Coll y Toste, su interés porque el idioma nuestro sea prenda de desenvolvimiento histórico;

“encarnación de nuestro modo de ser, que mientras lo conservemos podemos aspirar a defender nuestra personalidad étnica. Pueblo que tiene idioma propio no puede sucumbir, si defiende.” (Coll y Toste, diciembre de 1911).

La importancia de Antonio Blanco Fernández como escritor, va más allá del cuento Desde la Trinchera, pues fue autor de libros y publicaciones de mayor importancia como Alma Puertorriqueña, Primer Premio Medalla de Oro en Certamen de 1908, Ibérico, (1912-13), Revista Ilustrada de Literatura; Memorias de un Indiano, (1922), España y Puerto Rico, (1930), y consecuentemente colaborador de la prensa escrita puertorriqueña entre los anos (1919-1929).

Su significación en las páginas de la Historia de la Guerra Hispanoamericana, tienen que ver con su participación en el Batallón Provisional Núm. de voluntarios y sus narraciones testimoniales antes de que su amigo Ángel Rivero, lo hiciera en 1922 con su famosa Crónica de la Guerra Hispanoamericana en Puerto Rico. Aunque se limita a relatar ligeras impresiones de su vida, sus testimonios revelan la importancia estratégica que se le asignaba a Aibonito y al área central de la Isla, así como la participación de voluntarios puertorriqueños y extranjeros en los Batallones Provisionales y del Principado de Asturias. Este último había estado en Cuba y tomo parte activísima entre los elementos de fusilería que defendieron las posiciones de El Morro, el día del bombardeo, 12 de mayo de 1898. Luego este Batallón Principado de Asturias, se ocupó de la resistencia a la invasión norteamericana en Aibonito junto al Batallón Cazadores de la Patria que combatieron heroicamente en Coamo.

En Memoria de un Indiano, Antonio Blanco Fernández, teje crónicas, impresiones de vida y cuentos amenos y sencillos. Como admirador de la obra de José de Diego, a quien le dedica el escrito “De Diego, era de Sándalo (pp. 67-71), se afirma en la necesidad de transmitir sus íntimos y nobles sentimientos a nuestra tierra. Blanco Fernández, fue sobrino de Manuel Fernández Juncos, que en el 1898 fungía como el secretario de la Hacienda Pública del Gobierno de Puerto Rico. Sus recuerdos de la Guerra Hispanoamericana están contenidos – además del cuento mencionado arriba Desde la Trinchera, en relatos como ¡Iban a fusilarme!, El ultimo cañonazo en Aibonito; Lista de Rancho y el Capitán Aguado; Los huevos de Barranquitas, El Milagro de las Cruces, La entrega del mando, A Cenar con una partida de sediciosos.

En El último cañonazo en Aibonito, Antonio Blanco Fernández, narraba lo que supimos por la crónica de Ángel Rivero, sobre el desarrollo de la resistencia al ejército de invasión en Aibonito, el día 12 de agosto de 1898, en las posiciones del Asomante, de la Alturas de Colon y del Cerro Gervasio. Lo que nos aporta Blanco en su relato, es que formaban el Estado Mayor algunos puertorriqueños, entre ellos los Capitanes Carlos Aguado y Ricardo Hernaiz. Confirma, además, las limitaciones de pertrechos y armas y la valerosa conducta de estos oficiales en la defensa del Asomante:

“No había más de dos pequeños cañones de una Sección de Artillería de Montana, uno de los cuales fue desmontado enseguida por un certero disparo del enemigo. El bravo Capitán Lara (quien según tenemos entendido ascendió por aquella acción a comandante) dirigía, trepado sobre una de las más altas trincheras, los disparos de la fusilería. Y eran tan exactas sus órdenes, que cada vez que disparaban una sección, solo se escuchaba un fogonazo. Las trincheras habían sido consumidas por nosotros, con la debida antelación. (El último Cañonazo en Aibonito en 1922, pp.101-106.)

Publicado como introducción al cuento originalmente en la Revista América de la
American University en mayo de 1999.

Desde la Trinchera: Cuento Testimonial de Antonio Blanco Fernández

Anochecía… Por un suave repecho contiguo a la vereda, larga y a veces fatigosa, que se dilata desde la Carretera Central hasta el pintoresco pueblo de Barranquitas, y por el sitio denominado Alturas de Colon, subía paciendo, libremente, un caballejo blanco, lleno de mataduras y miseria desde el mezquino raba a la cabeza.

Cansado yo de recorrer aquel monótono paisaje, a ratos distraía la visual hacia el sitio donde estaba el caballo o mejor dicho, aquella ruina abandonada a la inclemencia de los tiempos y a las necesidades mas atroces, pues que siempre pacía en el mismo reducidísimo predio donde ya no quedaba mas tierra y muy raras plantas salvajes.

Sin embargo, ha de tenerse en cuenta que por aquella jurisdicción no había de haber entonces nada medianamente comible, porque hasta los mismos gatos peligraban. La sufrida tropa española estaba obligada al mísero cotidiano rancho, porque los extras no acababan de llegar por aquellos contornos, entonces ocupados por varias compañías de cazadores, que esperaba a que los invasores se decidiesen a escalar el peñón del Asomante.

Componíase la escasa menestra de unos centenares de habichuelas bailadoras, de estas que jamás bajan al fondo del puchero; ¡más duras que los balines del Mauser!…

El arroz solía aparecer de cuando en cuando en los barrenos de zinc, y las patatas no se dignaron visitarnos hasta que regresamos a Cayey. Allí ya nos daban el pan de cada día, que era mucho decir porque allá en las trincheras es el pan de un verdadero contrabando solamente lo comía el que se decidía a adquirirlo con su propio peculio y a escondidas de los severos oficiales.

Lo que si había en abundancia eran galletas duras y mohosas, de las que tuvo el gobierno preparadas para la escuadra española…que no vino.

La densa bruma de la tarde lluviosa iba invadiendo lentamente los empinados cerros de Aibonito y la Verdeante espesura de los bosques vecinos.

El caballejo blanco afectaba la forma de un brochazo en el fondo de la campiña desolada. Al principio semejaba albo panal tendido en el ribazo; luego fue transformándose en leve mancha cenizosa, y poco después quedo anulado por el tupido cortinaje de la noche.

Un toque de cometa vibro en los aires, plañendo, cuyo eco resonó los confines del valle y fue a la vez repetido por las múltiples lomas y montes y breñales, extinguiéndose luego en las oscuras lejanías.

El Cabo de guardia recorrió la trinchera con un nutrido grupo de soldados, practicando el relevo. Dos horas tócome entrar también en aquella honda trinchera, que parecía una sepultura, abierta por nosotros y quizás para nosotros mismos.

Transcurridas dos horas de ordenanza, tuve que permanecer otras dos custodiando los pertrechos de guerra que teníamos bajo improvisado conuco, hecho de verdes pencas de palmer, dentro del cual también entraba el agua a chorros.

Después de las cuatro horas de servicio, que era el tiempo ordenado, tuve dos de descanso, y a las dos de la madrugada despertabame nuevamente el mismo cabo para conducirnos otra vez a mi sitio anterior, o, mejor dicho, a mi entierro transitorio.

El agua caía, caía repiqueteando en las hojas del mísero conuco y sobre nuestros desfallecidos cuerpos; zumbaba sordamente el tenaz ventarrón, helándonos la sangre.

En aquella trinchera estábamos, metidos hasta el cuello, dieciséis centinelas que parecíamos dieciséis inmóviles, tocones…Ni se podía fumar, ni respirar apenas.

Aquel silencio lúgubre, absoluto, donde había tantos hombres enterrados, semejaba el de los medrosos cementerios.

A ratos aparecían algunos fuegos fatuos, que surgía de entre las ramas del inmediato bosque. Recordaba, al verlos, las leyendas que había escuchado allá en mi hogar, en las gratas veladas de las noches de invierno….

Mis cariñosos padres, me decían que más de los seres en pena. ¡Y a mí se me erizaban entonces los cabellos, como al feliz creyente…! dichosa edad que únicamente vuelves en forma de recuerdo para hacer más penosa la jornada de esta picara vida! ….

Pensando yo en estas cosas y en mis queridos padres, que ya en aquel entonces no existían en la tierra evocando las horas y los felices días de mi lejana infancia, cuando tanto me impresionaban las raras lucecillas al verlas salir del cementerio o de los sitios pantanosos, note que hacia mi sitio se aproximaba un punto negro

Como no era todavía la hora del ansiado relevo, supuse que seria el visitante alguno de los Cabos o el Sargento que vendría a pedirme el Santo y Sena o la Consigna. Estaba en un extremo de la trinchera, sitio el más peligroso y expuesto a los ataques, por sorpresa del enemigo.

El ignorado visitante seguíase acercando muy cautelosamente, embozado hasta los ojos en su capote negro. Yo permanecía como una estatua envuelto en mi gruesa manta que había comprado en la capital de la isla a uno de los voluntarios que llegaron de la Republica de Argentina, de paso para Cuba.

Permanecía como una estatua, con el brazo derecho apoyado en el extremo superior del cañón del fusil, y la siniestra sujetando el cuchillo del Mauser, el cual tenía envuelto en parte de la manta, con el fin de evitar que se enmoheciera con los efectos del agua.

La fantástica silueta llego, por fin, tocándome el hombro con la punta del sable.

Yo continúe impasible, como petrificado, pero sin experimentar efecto alguno que me sacara de aquella inmovilidad absoluta. Los músculos estaban entumecidos por el frio excesivo, el agua y el cansancio y como yo estaba cumpliendo mi deber y tenia mi conciencia tranquila, a nadie ni a nada le temía.

“Oye-me dijo el embozado, en voz muy baja y casi juntando su cara con la mía, – ¿estas durmiendo? – ¿Creo que no – respondí fríamente – no duermo de pie, como lo pájaros…? Mira que soy el capitán y ni me diste el “quien vive” ni preséntate el arma”. Pues aquí esta – replique yo – sonando con la diestra la caja del fusil y agregando el consabido, “no, no hay novedad, mi capitán”, … “Bueno está bien – mascullo el – haciendo una pequeña pausa, continuo, “Escucha, ¿tu no tienes por ahí algo con que calentarme las tripas, porque hace un frio de mil demonios? … – ¡Una bala! …iba yo a contestar, pero me arrepentí, y echando mano a la pequeña damajuana, cuya cabida no llegaría a medio litro de anís mallorquín que me había enviado mi hermano Manuel desde Rio Piedras, y la cual damajuana venia provista de una estrecha correa para colgarla del hombro, la aproxime a los sedientos labios de mi jefe, en tanto que este glosaba un poema de satisfacciones, bendiciendo la hora en que Dios, todo bondad, había echado por allí cosa tan exquisita.

El riquísimo néctar sonó por breves instantes en sus fauces resecas, como un chorro de agua cristalina al resbalar por la grisácea roca.

¡Superior! …!Superior! … ¡Bendita sea Mallorca! prorrumpió el digno jefe de aquel destacamento, pasándose el dorso de la mano derecha por el húmedo hocico…” – Hasta luego, hasta luego y ten cuidado por ahí, que no se acerque nadie agrego el satisfecho Capitán, perdiéndose en seguida en la profunda obscuridad de aquella noche tempestuosa.

Como a los diez minutos de haberse desarrollado esta graciosa escena entre el Capitán de aquella fuerza y el recluta, procedente del “Instituto de Voluntarios” en esta Isla, aparecieron simultáneamente dos sombras que venían en la misma dirección que la anterior trinchera adentro, y chapaleteando agua como si vadearan algún rio.

¿Otra visita? Dije para mí – creyendo que alguien le habría olido el aliento al Capitán…

Los visitantes eran un Cabo y un soldado – “Vamos a ver – me interrogo el primero, en tono algo despótico – ¿Qué es lo que te sucede?”

Me quede perplejo, sin saber a que venia aquella necia pregunta, “Pues aquí me mando el Capitán con este numero para que te relevase enseguida. Me dijo que te sentías algo indispuesto y que así se lo acababas de advertir ahora mismo… Que te llevara a la tienda de campaña, donde está el y los demás oficiales…

Continúe en silencio. Mas, aunque de momento me llamo la atención aquel misterio…pronto caí en cuenta, explicándome todo lo que acababa de ocurrir…Al Capitán, lo menos que le importaba era el supuesto malestar del soldado, lo que si le interesaba mucho era la tentadora damajuana… Pero no estaba bien que se llevara el caldo y dejara los huesos dentro de la trinchera …!el caso era de rigurosa conciencia”…

Cumpliendo, pues, las ordenes del vivo Capitán, retíreme, contento, del servicio, yéndome a dormir cómodamente a la tienda del Estado Mayor, hasta que brillo el sol en aquel inolvidable campamento…

Ahora bien: ¿y el caballejo blanco? preguntara el lector amable. Pues el pobre animal, no lo volví a ver más. Lo único que te puedo decir es que, al día siguiente, por la tarde, nos mandaron de inmediato destacamento una posta de carne hábilmente adobada que – con el apetito – nos pareció sabrosa. Y, claro está, como allí no se creía en los milagros, al recibir semejante sorpresa, en forma de adobo, tuvimos que pensar en que algún sacrificio clandestino se habría cometido, la noche de auto, por aquellas alturas…

*Tomado de Plumas amigas. Compilación de trabajos en prosa y verso de miembros de la Sociedad de Escritores y Artistas de Puerto Rico. San Juan, Puerto Rico, septiembre de 1910.

* El autor es historiador y profesor universitario

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