La casa de mis tíos

Por Cristina Pérez Díaz/Especial para En Rojo

A mis tíos Maritza y Elizardo

Elizardo Martínez y Maritza Pérez Otero Foto: suministrada por la autora

 

La fachada

No es lo mismo llegar a cualquier casa. Era emocionante subir la cuesta de la calle Norzagaray, en el fondo siempre estaba ese cielo, nadie puede saber el color si no lo ha visto, y nunca el mismo color se ve con la misma luz y el mismo mar que lo componen. Una tampoco es la misma cada vez que se lo encuentra de frente, mientras camina o guía el carro o se deja llevar en el asiento de pasajeros. No es que una cambie, porque a decir verdad la estulticia es de las cosas que duran, pero como que la pintura se desplaza unos cuantos milímetros fuera del cuadro, y ahora es otra pintura y eso, entonces, que una llega de distintas maneras. O no, si todavía nadie dijo con precisión cómo es que pasa ese imposible balance entre la transición contínua y la permanencia. Quizás lo que queda decir es que hay un lugar que visité muchas veces, que muchas de esas veces lo marcó una particular intensidad de las emociones y que mientras los dos, el lugar y yo, nos desplazábamos en el tiempo, la intensidad de las emociones hizo permanecer los momentos. Y si permanecen quiere decir que están aquí conmigo, que ocupan una superficie del espacio en donde se sientan mis emociones, ese espacio que nunca nadie ha visto, como nadie nunca vio aquel cielo y aquel azul, solo yo. La cosa es que unos metros más adelante, pasando la curva en la que termina la cuesta de la Norzagaray, aparece la fachada de la casa de mis tíos. La curva de la Norzagaray era, en un sentido, la curva de la sospecha. Al doblar la calle algo se doblaba también en mí, como se dobla el pensamiento cuando aparece una pregunta. La casa de mis tíos se posa allí, en ese lugar donde aparece un pliegue en mi memoria. No se llega de la misma manera a cualquier casa, ni se sale por las mismas puertas. Algo tienen los lugares donde hubo una constancia de la vida, algo que se esculpió con las visitas repetidas, con la urgencia del momento–cuando se está creciendo todo es tan urgente. Crecer visitando ciertos sitios es volverse lo que esos sitios permitieron. Y si la vida es también lo que pudo haber sido, en algunos lugares se vivieron varias vidas posibles. Como que los espacios vividos van diseñando una torpe topografía del alma.

Las paredes

Cuando yo era niña y luego adolescente, saber que mis tíos vivían allí, de frente al mar Atlántico y a ese cielo que le duplica la luz, era algo más que la simple certeza de un hecho constatable. Verificar, al final de la subida y después de avanzar unos pocos metros sobre la calle, que la casa de mis tíos seguía estando en ese preciso lugar, era algo como un ancla. El mar y el cielo en cierto sentido se anclaban allí, en esa fachada que recuerdo siempre pintada de azul. Que a través de los años haya tenido otros colores es un detalle trivial, un cielo y un mar se anclaban allí. En esa casa se articulaba ciertomundo, era el epicentro de algo, un órgano vital en el medio de una calle y de un barrio y de un paisaje y de un tiempo. La casa estaba allí como una carta que enseñarle a la vida, para que le quedara claro que veníamos ganando. Como cuando yo tenía, digamos, trece años, y mi tío Eli y mi hermano pintaron todo el interior de la casa de distintos colores. Eran tonos fuertes, de azul, magenta, amarillo. Con toda la paleta esparcida por las paredes, la casa cobraba una atmósfera un tanto infantil. ¿Quién podía tomarse en serio una casa así pintada? Las paredes habían convertido la estructura en un lugar para reírse desde adentro, como que estaban allí de pie para tirar abajo el edificio, negando con impertinencia el intento de dotarlas con la seriedad de una casa de familia. Creo que al final a titi no le había satisfecho el resultado, o era al revés, a mi tío no le encantó cómo quedó, no recuerdo con precisión, el caso es que discutían un poco al respecto y terminaban rápidamente pasando a otra cosa. Mi cabeza siempre está como en otro lado, como en el otro lado de lo que pasa, se mueve en esa dimensión paralela de las distracciones. Desde ese otro lado, yo registraba lo de allí debajo de las palabras. Los colores. Lo que pasaba era en realidad los colores, una cierta afirmación, que tenía todo que ver con la alegría. El punto de la aparente discusión sobre la pintura de la casa no era si había quedado tan bonita o si estábamos enfrentando una catástrofe estética en pleno centro del hogar, sí, bueno, eso era en alguna medida relevante, pero no se trataba de estética, en el fondo. Se trataba más que nada de querer hacerlo, de haberlo hecho, y a través del color, de joder. Y creo que así era como lo hacían todo, de pura joda. Pero decirlo así es impreciso. Su joda era seria, era una vocación y un manifiesto, por decirlo de alguna manera que muestre el peso de la carcajada. Era un manifiesto porque conllevaba un compromiso. Arrancaba de un escepticismo frente a las instituciones, cuyas fachadas, sospechosamente, siempre están pintadas de algún color pastel. Una de las muchas cosas que creo no haberme perdido del todo en mi despiste fue eso de la gran sospecha, de la mirada inquieta, de que aquí hay gato encerrado. Y que los gatos nacieron para ser libres. En la casa de mis tíos se respiraba ese secreto. Estaba allí, en la elección de los colores en las paredes, sí, sobre todo en los colores.

Los objetos

Para mí era tan bonita la casa porque todo parecía dar un guiño frente a eso que, como el azul de mi mar, nadie nunca vio, y que llamamos misteriosamente “El mercado.” Eso la ponía fuera del alcance de cualquier juicio solamente estético. Los objetos, por ejemplo, tenían un peso distinto al que tendrían, digamos, en uno de esos muebles en los que en las casas “bien” se coleccionan figuritas. En la casa de mis tíos no había objetos que me parecieran sólo decorativos. Los había “innecesarios,” como los caracoles de Eli o la figura de un santo, pero estaban allí porque tenían algún sentido afectivo, por el placer que les producían a mis tíos la playa y el mar, por ejemplo, o por aquello muy importante en la vida de ser capaz de contradecirse y ser, por ejemplo, un ateo comunista bajo la protección de un santo. Las paredes estaban en buena medida cubiertas por libreros, los cuadros eran pósters de películas que les gustaban, o de eventos en los que habían participado, había fotos de gente querida y de íconos ideológicos, grabados, pinturas o tallas de algún artista amigo, podría decirse, exagerando sólo un poco, que la casa entera estaba hecha de afinidades y de amistades. Hasta el cuarto se los hizo Pepín, otro gran amigo. Las gatas mismas llegaron a la casa como llegan los amigos, por cuenta propia y para quedarse. Y en caso de que las cosas se pusieran un poco oscuras, afuera están siempre solidarios ese océano y ese cielo y esa gama de azul. Ese mar y ese cielo con esos tonos precisos y ese brillo son, a su vez, el ancla de la casa y de mis tíos. Era porque estaban ese mar y ese cielo que mis tíos decidieron vivir allí.

Las ventanas

A mí me gustaba sentarme en la sala, observar a mis tíos y su vida, escuchar lo que me dijeran, lo que se dijeran entre sí, lo que le decían a otras personas. En realidad no me tenían que decir nada, lo que me gustaba era observar, estar allí. Yo creo que no lo entendían y me preguntaban qué quería hacer, leer un libro, ver televisión, irme a janguear. Pero yo me divertía muchísimo mirando por los intersticios invisibles de los simples intercambios cotidianos. Una de las cosas que más me impresionaba era que en algún momento durante mi visita siempre aparecía alguien más, una cabeza asomando por la ventana o un grito frente a la puerta, ofreciendo como mínimo algo de amistad. En mi vida eso es un acontecimiento inaudito. Nunca sucede que alguien se presente extemporáneamente, para saludar, hablar un poco, invitarme a hacer algo más tarde, ver cómo estoy, o cualquier cosa. Yo he vivido en otros lugares y la vida ha sido tan distinta. El espacio nos organiza hasta el orden de las afecciones. Y había algo particular en la organización emotiva de ese barrio de amigos en el Viejo San Juan, que vivían y no vivían en la misma casa.

La economía

Cuando en algún momento comencé a sentir que crecía en un lugar inhóspito–me pregunto si esa sensación desaparecerá algún día o será el signo de una adolescencia clínicamente prolongada–esa casa era el lugar en donde el asunto este cobraba sentido. Era una época emocionante. Eran los finales de los noventa y principios de la década del 2000. Titi Mari recién había creado los Jóvenes del ‘98 y yo ya llevaba unos años tomando los talleres de verano de Teatro en Movimiento, empezaba a actuar con el grupo y eso era, como para muchos jóvenes que han tenido la misma experiencia, todo un despertar. Eli comenzaba a distribuir editoriales españolas y mexicanas y fundaba Ediciones Callejón. Recuerdo que todos esos libros nuevos tenían portadas bonitas que anunciaban que algo distinto se venía cuajando, anunciaban palabras y frases desconocidas como la posmodernidad y el fin de la historia, la globalización, el tercer mundo, y yo quería saber de qué se trataba el asunto. Eli y mi hermano ponían una mesa con libros por ahí en las actividades, yo tendría como catorce o quince años, y me encantaba acercarme a esa mesa, ojear cosas que no eran para mi edad, que no podía entender, pero algo me tramaba, pasar las páginas y maquinar, leer y hacer como que sí, que sí entendía. A mí me gustaba escribir, me gustaba leer, me gustaba bailar y actuar, así que la casa de mis tíos era un pequeño paraíso en donde todo lo que me gustaba estaba en el día a día de las dos personas que la habitaban, estaba en los objetos, en los amigos que entraban y salían de esa casa, estaba en las conversaciones y en las reuniones, estaba por todos lados y por un momento parecía que ese era, de verdad, el mundo. Un mundo, de verdad, se articulaba para mí, entre el tráfico de risas, chistes, ocurrencias, convicciones. Sobre todo, un modelo político en miniatura se moldeaba en la sala, en la adopción inmediata de cuanta persona viniera buscando algo por el estilo, a participar de la sospecha y de esa economía de la afectividad militante.

Los muebles

Recuerdo un momento más temprano en mi infancia, en el apartamento de la calle Sol en el que vivieron antes de la Norzagaray. Yo tendría como seis años porque recuerdo que recién comenzaba a leer con fluidez. Me gustaba mucho ese apartamento, el piso era de losetas grandes en blanco y negro, que le daba una atmósfera como de película europea. Y allí se hablaba de cine y la gente actuaba, y el orden de las cosas me parecía diferente al de afuera. Y me encantaba que en la sala había un librero enorme y repleto y lo que más me gustaba era que la cama de mis tíos era tipo Murphy, que al plegarla contra la pared se convertía mágicamente en un banco de madera que hacía las veces de sofá. Para mí esa era la prueba irrefutable de que esas personas entendían bien eso de cómo habitar la casa y el mundo. Y vivía con ellos una perra con pelo marrón casi negro, mirada tranquila y maneras suaves, Ceniza, que fue el único cánido al que no le tuve miedo–otra prueba de que en esa casa se vivía una realidad distinta. Pero todos mis recuerdos de ese apartamento se concentran en una noche en particular, en una noche de fiesta a la que me llevó mi papá. Mi hermano y yo éramos los únicos niños, creo, pero no nos hicieron a un lado, sino que los juegos nos incluían. Estábamos sentados en un círculo junto con todos los adultos y alguien (¿titi?) propuso que cada quien tomara del librero un libro así sin pensarlo mucho. Cada quien entonces leería una línea y después la persona siguiente, y así hasta dar la vuelta entera. Supongo que querían hacer como una especie de cadáver exquisito en voz alta. Sentada en la falda de mi papá, recuerdo la emoción de poder participar de ese juego extraño. Parece que me entusiasmé tanto que leí más que lo que se suponía y mi hermano me dejó saber que había leído demasiado, que se suponía que fuese sólo una línea, y yo me sentí culpable, como solo se siente una niña al percibir que no ha captado un código que nadie explicó pero que todo el mundo hace como que entiende. Pero a pesar de mi “error”, o probablemente por él, es posible que me hayan aplaudido y que ese aplauso haya sido como una iniciación. A mí me gustaban los olores de la gente que estaba allí, la soltura con la que movían sus cuerpos, lo mucho que se reían, lo inteligentes que eran, el gesto que tenían como de venir a quitarle un pedazo bien enorme de placer a la vida, la ternura sin sentimentalismo, lo bienvenida me que hacían sentir, que tenían historias que contar, y que siempre bailaban y bebían y se cagaban en esta vida de mierda con una sonrisota y se abrazaban mucho y que toda esa gente a mí me parecía que siempre estaban juntos. Así los veía yo desde mi mirada embelesada de niña y posiblemente desde esa mirada distraída se iba trenzando algo que tampoco nunca nadie vio pero a lo que llamamos elusivamente deseo.

La entrada

La casa de mis tíos te acogía, por supuesto, como una extensión de sus propios cuerpos receptivos. Si la gente puede compararse con espacios arquitectónicos, mis tíos serían dos espaciosos recibidores. Lo celebraban todo. Recuerdo que siempre que los llamaba por teléfono o llegaba a su casa o ellos llegaban a algún lugar en el que yo estuviera, los dos me recibían con pompa, diciendo mi nombre y apellido como si se tratase de una celebridad: ¡CRISTINA PEREZ! Y que si ese lugar al que llegaban era la casa de algún familiar, el tedio de tener que estar en una actividad de la familia se borraba, porque entonces la familia eran ellos y ya me daban ganas de estar allí. Ellos han tenido siempre esa generosidad poco común de hacer que la gente se sienta visible. Eli, por ejemplo, te hacía sobre todo visible para ti misma, con eso de que le gustaba ponerle apodos a la gente. Quizá el talento de Eli como editor se manifestaba ya en su gran capacidad para reunir, en un título, la esencia cómica de las personas. Mi mamá era “La sindicalista de París”, que para quien no la conozca no es chistoso, pero es que mi madre combina esas dos cualidades que por lo general no van de la mano: ella manifiesta buena parte de su genio creativo en la elección de su ropa, pero, desafortunadamente para su talento modístico, trabajó toda la vida en un sindicato en Río Piedras. Además, creció en la montaña de Gurabo, unas cuantas millas más acá de París. A mí, cuando estudiaba la licenciatura en filosofía en la UNAM y me volví una muchacha seria y estudiosa, me puso “La pequeña Hegel”. Los apodos eran burlones, pero en el fondo yo sentía que si Eli te asignaba un epíteto eso era el signo de que había algo en lo que estabas haciendo con tu vida que era digno de título de libro. Por supuesto, la manera de dejártelo saber era jodiendo, riéndose de ti, no se lo fuera una a creer de verdad. Y eso observaba yo también de Eli desde la esquina de mi distracción, que no había que ceder a la candidez. De niña eso me había costado entenderlo, me parecían raros mis tíos con su falta de candor.

La grieta

Recuerdo que cuando tenía cinco años, antes de la calle Sol y de la Norzagaray, mi papá nos llevó a visitarles a Miami. Creo que fue en ese viaje que conocí a Eli. Recuerdo pocas cosas, pero la sensación que permanece conmigo es que les quise, que me gustaron esos tíos a los que veía muy poco. Mi recuerdo, de nuevo, se concentra en un solo momento: que recién había aprendido a amarrarme los gabetes y  que sentada en el piso del cuarto le enseñé a mi tía con mucho orgullo lo rápido que podía hacerlo. Titi Mari celebró mi hazaña, probablemente fingió asombro y dignificó mi destreza con mucho más mérito que el que tenía. Poniéndose en los ojos de la niña, viendo el mundo desde abajo, aquel fue uno de los incontables gestos con que mi tía cerró un hueco, de esos infinitos por donde se nos cuela todo el tiempo la noche. Una después sin darse siquiera cuenta hace muchísimo contrapeso para aplastar tales momentos delicadísimos, se escapa sonámbula de la cama a reabrirle la entrada a ese fondo invisible que Saer a veces llama el magma denso y oscuro. Esos momentos en que la gente que te quiso se ocupó de moldear noblemente el espacio, redondeando las esquinas, cubriendo la piel con una seda, esos, una los aplasta, los hace líquidos, los ve irse distraídamente por las coladeras. Por ejemplo, algo que perdí en algún momento fueron aquellas hebillas ochenteras con las que cubría los lazos de los gabetes. Mariposas, flores, insectos, creo que ya no las hacen. Eran de plástico, pero le daban un aire glorioso al gesto por lo demás trivial de ponerse los tenis y echarse a correr tan jubilosa.

 

 

 

Artículo anteriorEl Programa de Estudios e Investigación de la Afrodescendencia en un contexto educativo antirracista y de recuperación de la historia
Artículo siguientePueblos indígenas, iglesias y misión