La conspiración que no termina

 

CLARIDAD

Antes de las elecciones del pasado 3 de noviembre escribí en este espacio que el entramado institucional de Estados Unidos, que parecía con vida al concluir el primer término de Donald Trump, difícilmente sobreviviría un segundo mandato. Ahora, luego de lo ocurrido después de las elecciones y los motines del 6 de enero se puede afirmar que, aunque ese orden institucional no quede roto tras el primer término, al menos quedará magullado.

Cuando se habla de “orden institucional” nos referimos al conjunto de organismos a través de los cuales se ejerce el poder político y se mantiene el orden público para que el estado funcione. Las llamadas “ramas de gobierno” – ejecutivo, legislativo y judicial -, junto a las fuerzas policiales y militares, constituyen la esencia de ese entramado. La vida ordenada de todo país depende de que el cambio de mando en las instituciones de gobierno se produzca de manera tranquila o con tensiones superables.

Siempre he creído que la principal aportación de George Washington a su país no fue haber dirigido la guerra por la independencia, sino haberse ido tranquilamente para su casa en dos ocasiones aun teniendo casi todo el poder político y militar en sus manos. Esa no era la norma entonces ni lo sería después. La primera vez fue tras el fin de la guerra, en 1783, cuando en el nuevo país ni siquiera había un gobierno funcional. En lugar de combinar el poder militar con el político, como Napoleón unos años después, se fue a su plantación (donde aún estaban sus esclavos, dicho sea de paso) y les dejó la tarea a los civiles. La segunda vez fue en 1797. Tras aprobarse la constitución había aceptado dejar el retiro para ser el primer presidente de la joven república y rechazó un seguro tercer término para regresar una vez más a su plantación.

Esa tradición es la que pretendió dinamitar Donald Trump más de 200 años después. Cuando comenzaron sus protestas por el resultado electoral del 3 de noviembre, se pensaba que eran las típicas garatas de un narcisista malcriado y que, a la postre, terminaría superando el estado de negación que le produjo la derrota. Ahora se sabe que, tras fracasar en los tribunales (donde esperaba que los jueces que nombró lo ampararan) en efecto trató de cambiar el resultado en varios estados recurriendo a amenazas contra los ejecutivos estatales.

Finalmente, cuando todo eso le falló, trató de burlar la votación del “Colegio Electoral”, que resulta ser la piedra angular de la estructura para la sucesión presidencial establecida en la constitución. Pretendió que su hasta entonces fiel vicepresidente, Mike Pence, en su ambiguo rol de presidente del Senado, anulara mediante decreto la votación del Colegio, manteniéndolo en el poder. Para presionar hacia ese resultado, que culminaría un auténtico golpe de estado, convocó a decenas de miles de individuos armados – casi todos hombres blancos, racistas y fascistas – para que asaltaran el Congreso durante las deliberaciones que su vicepresidente debía presidir.

Ya sabemos que esa estrategia no prosperó, pero poco a poco se va relevando que el presidente y su núcleo no fueron los únicos que participaron de la conspiración. Más de cien congresistas y, al menos, doce senadores se unieron a la trama. Se sabe, además, que parte de la fuerza policial del Congreso apoyó el asalto con acciones y omisiones, y que desde el Departamento de Defensa retrasaron lo más posible enviar alguna fuerza militar que auxiliara a los atrapados en el Capitolio. No es difícil concluir que había una conspiración en marcha para alterar el resultado electoral, uno de cuyos eslabones se rompió cuando Pence se negó a participar.

Las reverberaciones del intento golpista siguen manifestándose y la interrogante más importante es lo que ocurrirá con su líder, Donald Trump. Del poder político que conserva nadie tiene duda, pero todo indica que ahora mismo es insuficiente para volver a ganar una elección general. El resultado en la segunda vuelta de las elecciones senatoriales en Georgia, un estado que no elegía un demócrata desde hacía más de 20 años, confirma esa insuficiencia. A todo esto, habría que añadir lo que ocurra en el Congreso con el proceso para destituirlo que, de producirse, lo inhabilitaría permanentemente como candidato.

No obstante, los cuatro años de Trump regenteando el poder presidencial ysu acceso constante a los medios de comunicación masiva, incluyendo el manejo de las redes sociales, ha disparado el poder de la ultraderecha fascista a lo largo y ancho de Estados Unidos. Aunque no sean mayoría, ni siquiera dentro del Partido Republicano al que prontamente podrán abandonar, constituyen una fuerza formidable que estará haciendo un ruido enorme en los próximos años.

El cuatrienio que comienza será determinante para el futuro de Estados Unidos. Joe Biden es un presidente débil y, como afirma Eduardo Lalo, luce desgastado desde antes de asumir la presidencia. Las múltiples facciones del Partido Demócrata se unieron en torno a él, pero habrá que ver si logran mantener esa cohesión. Además, los efectos sociales y económicos de la pandemia del coronavirus, que aún no termina, podrán ser devastadores, socavando la paz social que necesita el capitalismo.

Mirar la historia a veces causa aguijones en el pecho. En la primavera de 1920 Benito Mussolini era un político acabado. Había sido derrotado de forma apabullante en las elecciones del 16 de noviembre del año anterior, su periódico estaba en quiebra y sus “Fascios de Combate” lucían menguados. Dos años más tarde asumía el poder en una Italia convulsa que los políticos tradicionales no lograban gobernar. Todos sabemos lo que vino después.

 

 

Artículo anteriorLa agenda del presidente de la Asociación de Alcaldes
Artículo siguienteMirada al País:Palabras de ayer, retos de hoy