La cuesta del colegio San José

Por Reinaldo Pérez Ramírez/Especial para CLARIDAD

“Cada uno [tiene] su pasado encerrado dentro de sí como las hojas de un libro aprendido de memoria; y sus amigos pueden solo leer el título”
El Cuento de Jacobo
Virginia Woolf
 

Circa, mayo de 1954. Día de graduación de la escuela superior del Colegio San José en Río Piedras, administrado por sacerdotes y monjas norteamericanos, representantes de un sector del clero que educaba a los hijos de la clase media–alta de profesionales, comerciantes, propietarios y terratenientes durante esos años de la posguerra. Le correspondía al valedictorian de la clase pronunciar el discurso del día. El Director del Colegio, un cura de la Orden de los Marianistas, le pidió al joven que le informara de antemano el contenido del discurso, anticipándose a los acontecimientos que intuía, más sabio por viejo el cura, que por diablo. El representante de San Pedro en la tierra (o San Pablo, no sé ya cuál) conocía al joven, díscolo –según su apreciación– pero brillante. La censura previa doctrinal era imperativa.

Algunos de ustedes recordarán la cuesta que conducía (todavía lo hace) a la entrada del Colegio, en lo alto de una loma, perpendicular a una de las calles del centro de Río Piedras. Los estudiantes, con pesados bultos, a quienes sus padres dejaban en el portón principal, debían remontar esa cuesta empinada.

El valedictorian compartió su discurso con el cura director del Colegio, según éste le había requerido. Éste incluía lugares comunes sobre el espíritu cristiano, un par de citas del Antiguo Testamento y la imprescindible invitación a mantenerse unidos luego de cosechar un futuro de éxitos individuales. 

Cuando hubo de concluir la ceremonia y el discurso del estudiante, el cura maldijo una y mil veces no haber anticipado el ingenio del joven. Aunque ustedes no lo crean, los curas, además de ejercer con rigor la censura, blasfeman constantemente. Acá en la soledad –lo digo con ánimo solidario– pienso que entre tanto rezo y liturgia, no sobrevivirían si no pudieran hacerlo. Y valga decirlo, su copita de vino de cuando en vez. 

Aquel día –memorable para los graduandos– con rotunda aceptación y aplausos, precedida de pompa y ceremonia oficiales, el valedictorian se salió con la suya. Luego de leer el texto que había entregado, haciendo alarde de dotes oratorias que le acompañarían en su futura profesión, el estudiante improvisó algo así como lo que cito de manera apócrifa más adelante. Eso me contó él mismo y no tengo razón alguna bajo el sol ni bajo la luna puertorriqueños para dudar de la veracidad de su recuerdo.

“Somos privilegiados, aunque nos dé trabajo subir la cuesta a la entrada de nuestro Colegio. Pero todos nosotros tenemos la oportunidad de hacerlo y por eso estamos ahora aquí graduándonos. Es justo y necesario celebrar ese logro, lo que hacemos en el día de hoy. Pero también es justo y necesario pensar en los que ni siquiera tienen la oportunidad de subir la cuesta porque sus padres no pueden pagar lo que cuesta este Colegio. Esa cuesta es mucho más difícil de remontar. Nosotros pudimos hacerlo. Muchos otros no pueden. Les pido a todos que nunca olvidemos esto.”

Esa memoria del entonces joven es hoy rehén de tubos y máquinas. Nuestro amigo está en un lugar del que muy pocos vuelven, aunque todos deseamos y esperamos su regreso. Las más de las veces –triste es reconocerlo– nos quedamos esperando. El joven de quien les hablo se llama Gregorio Lima. Hoy tiene 81 años. Es uno de los mejores Abogados criminalistas de la historia de Puerto Rico. Como presagiaba su discurso, dedicó su vida a defender causas y personas justas, la mayor parte de las veces sin cobrar un centavo. Hoy se encuentra impedido de corroborar lo que aquí les cuento, por razones de salud. Su legendaria elocuencia argumentativa se difumina en un letargo del que dice la ciencia médica es improbable despierte. Es la misma ciencia que le permite a alguien, aun inconsciente, aferrarse al hálito de vida que le queda –si es que así puede llamarse– aunque nos duela de manera inenarrable a sus amigos y familiares que a donde quiera que vaya, el tránsito se ralentice mediante tubos y sustancias durante días sin tiempo.

Querría decirle a Goyo –si pudiese escucharme– a nombre de todos, lo siguiente:
“Querido amigo: Tu país –el mío, el nuestro– está en deuda contigo. Un mañana mejor será posible porque de joven intuiste que la cuesta del colegio San José era una metáfora de la injusticia. Viviste tu vida combatiéndola. Me duele casi como ajeno lo que no me corresponde ni quisiera tener la responsabilidad de decidir, con el corazón en la mano, imaginando el abrazo que no puedo darte.”

Tal vez no me escuche o tal vez sí. Nadie sabe. Por eso lo escribo; para que no olvidemos nunca la lección de la cuesta del Colegio San José y a su valedictorian más ilustre de todos los tiempos; el que nunca dejó de luchar contra la desigualdad, el discrimen y la injusticia.

Hace unas pocas semanas me dijo que nuestros días estaban contados. Qué lástima que no pude a tiempo donarle algunos de los míos, de los que me queden, en memoria de su discurso joven, lúcido, arrojado, en el año 1954, hoy –creo– más vigente que nunca.

Comentarios a: rei_perez_ramirez@yahoo.com 

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