La de­–presión de Puerto Rico

En tiempos recientes la frase que da título a esta columna es usada con frecuencia, sólo que sin el guión en su segunda palabra. Una y otra vez aparece en medios de prensa, la radio, la televisión y las conversaciones. Se refiere a la decadencia económica que el país ha sufrido desde hace ya más de una década. La depresión de Puerto Rico alude a la recesión económica que, por haberse prolongado y profundizado, ha pasado a considerarse una categoría diferente y más grave. Pero esta “depresión” esconde otras y la frase hecha, repetida sin cesar, intenta nombrar un panorama complejo que se difracta en múltiples manifestaciones en todas las direcciones y en muy diversos niveles.

De–presión significa, literalmente, una pérdida de fuerza, un vaciamiento de empuje, un venir a menos. El cerco que los bonistas y acreedores imponen al gobierno y la imposición por el Congreso estadounidense a la colonia de Puerto Rico de la Junta de Control Fiscal, hacen que los asuntos económicos se conviertan en los únicos que aparentemente se consideran importantes y visibles. Sufrimos de un azote de cifras. Sin descanso escuchamos números: millares de millones de dólares adeudados, porcientos de aumentos de impuestos o tasas y de reducciones de servicios, ciudadanos que se convierten en guarismos para cuadrar el presupuesto o calmar temporalmente a los buitres. Es una lucha matemática y, a la vez, fantasmagórica. La mención de una cifra u otra, el enfrentamiento encarnizado entre las partes por aumentarla o disminuirla, crean la ilusión de que se está operando sobre la realidad. El tiempo de la Junta ha inventado una nueva gramática y, en ella, los números se han convertido en verbos.

Pero esto es una ficción y si se examina nuestra situación más allá de las apariencias, se descubre que si algo nos rige en el presente es la inmovilidad y la inacción. Ésta es también, y quizá más profundamente, la verdadera de–presión del país y acaso sus manifestaciones económicas son más bien consecuencias en lugar de obrar como causas.

Puerto Rico ha permanecido en un reino de la espera. Según las épocas y las situaciones, se han aguardado pacientemente la llegada de los barcos y los aviones, las leyes y la comida, los sís y los nos. Siempre se han esperado decisiones hechas por otros. En nuestra particular gramática, el yo y el nosotros han sido sustituidos por el él y el ellos. Solamente conjugamos en tercera persona.

Durante el dilatado siglo americano de nuestra historia, el país volvió a tomar la ruta de la espera. Se esperó más de medio siglo para tener un espejismo de gobierno propio, ciertos sectores están dispuestos a esperar la estadidad más allá de sus vidas; los graves síntomas de la gran crisis que vivimos se ignoraron confiando en que la espera se convertiría en una salvación decidida y ofrendada por los señores del norte. Nos hemos dado cuenta que la espera no sirve de nada, pero aun nos empeñamos en esperar que estemos equivocados. Esta última reflexión, circular y claustrofóbica, parece ser la descripción más apta del estado actual de nuestra clase política.

Las heridas abiertas de la espera se pueden ver por todas partes. Nuestras ciudades y pueblos son acumulaciones de ruinas, nuestras instituciones educativas y salubristas viven un proceso acelerado de desmembración, las caras, cuerpos y mentes de nuestra población muestran patentemente las marcas claudicantes de la de–presión: el envejecimiento prematuro, la inseguridad y el miedo, el deseo de incapacitarse y depender para siempre. Pero esta de–presión se manifiesta también en otros ámbitos. El Partido Popular adopta como política la postura del avestruz que mete la cabeza en un hueco. El independentismo y el soberanismo no encuentran cómo formar un movimiento que no sea únicamente reactivo ni cómo desarrollar y presentar al país un proyecto fuera de la espera de una hipotética decisión de Washington. El actual gobierno del PNP espera no verse forzado a abandonar su particular preferencia dietética por el “banquete total”, combina retórica con grandes ventas patrimoniales para aplacar a la Junta y comprar así más tiempo de espera, subido al potro provisto de todos los hierros y otras chulerías. Miles de puertorriqueños dejan el país haciendo el acto de malabarismo más instantáneo de la de–presión: desapareciendo sin rastro, mudando sus problemas para ver a qué sabe la espera en otras latitudes.

Mientras tanto el tiempo pasa y nada pasa que no sea lo que otro decide y hace por nosotros. Quizá el momento histórico llegue en que, por puro acto de supervivencia, la de–presión de Puerto Rico se troque en la presión de Puerto Rico. Ríos de gente por las arterias de la ciudad dispuestos a acatar una unidad de mínimos en lugar de una división de mínimos. Entonces quizá el tiempo de la espera se convierta en esperanza. Entonces, con suerte y esfuerzo, podamos haber dado fin a la era de los números.

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