La distraída firma deBorges

“Quien a buen árbol se acerca buena sombra lo cobija”, advierte un sabio refrán popular. Hoy, más que nunca, este decir cobra renovada vigencia. En estos tiempos de redes sociales y vertiginosa difusión es INDISPENSABLE compartir con el orbe entero cualquier cercanía, contacto o mera coincidencia en el espacio-tiempo que uno haya tenido con alguna celebridad o persona eminente. De esa savia chupará nuestro frágil ego para sobrevivir al escrutinio del monstruoso ojo que nunca duerme. Porque entre esas redes se debate nuestra existencia virtual, como sardina en atarraya. Hoy me toca a mí farolear, alardeando de un encuentro cercano que tuve con Jorge Luis Borges, ¡nada menos!

Corría el año 1969 y era yo un joven estudiante de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Columbia, Nueva York. En pleno auge de contracultura hippie y manifestaciones contra la guerra de Vietnam, Borges y otros notables habían sido invitados a participar en un panel de sesudas conferencias. Después de dictar la suya, alguien del público le gritó improperios por haber aceptado una medalla del dictador augusto Pinochet y lo amenazó con pegarle un ladrillazo en la cabeza si se lo encontraba por la calle. El incidente hizo que Borges se retirara discretamente, dando por terminado el encuentro. Yo llevaba conmigo un ejemplar de su Historia Universal de la Infamia y todo parecía indicar que, al cancelarse la sesión, se quedaría sin dedicatoria.

Masticando mi frustración encaminé mis pasos hacia el West End Bar con intención de tomarme unas cervezas, pero antes sentí necesidad de ir al baño. Apenas me había posicionado yo frente a uno de los orinales cuando veo llegar al mismísimo Borges, ayudado por el Decano de Estudios Graduados que lo guiaba sosteniéndolo del brazo.

Inmediatamente guardé lo mío y me subí la cremallera. Con el corazón saltándome de alegría, esperé con mi ejemplar de Historia Universal de la Infamia en la mano a que cesara el menguado y vacilante chorro del gran escritor para pedirle su firma. Pero pudo más mi juvenil impaciencia. Aun antes de que Borges hubiera acabado del todo ya estaba yo poniéndole el libro abierto frente a los ojos ciegos.

–¿Me lo hace único, Maestro?– imploré, recordando una frase que había visto en algún lado.

–Como no– murmuró Borges, divertido. Con mucho gusto. Deme un bolígrafo y se lo firmo.

Busqué y rebusqué desesperado entre mis cosas pero no encontré ni bolígrafo ni pluma fuente ni nada para escribir. Tampoco el Decano tenía uno –mucho menos Borges, que ya hacía años que dictaba en voz alta sus escritos. Entonces, haciendo gala del humor que lo caracterizaba, me ofreció una curiosa alternativa:

–Si quiere se lo meo…

No dudé ni un instante:

–Para mí sería un honor, Maestro.

Borges sacudió distraídamente y unas pocas gotas cayeron sobre el papel.

Pasados los años su rastro amarillea pero aun sigue visible. El valor de este ejemplar único es ya incalculable, acrecentándose cuanto más “vintage” se pone. Algún día llegará a superar, inclusive, al tan afamado chicle de Britney Spears, estoy seguro. Munido de una prueba de ADN que certifique la autenticidad de las gotas, me propongo llevarlo a una subasta de Sothesby’s. Cuando lo haga seré famosillo yo también, salpicado por la grandeza de este genio de la literatura universal.

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