La fragilidad y riesgos del papa Francisco

Por Marcelo Barros/Especial para En Rojo

 

El día 29 de junio, la Iglesia Católica y otras iglesias celebran la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo. Independientemente de argumentos históricos sobre sucesión apostólica, desde tiempos antiguos el obispo de Roma ocupó un ministerio de unidad en relación a las Iglesias locales.

El papa Francisco imprimió nueva forma al cargo de obispo de Roma y patriarca de las Iglesias de la comunión católica. Ha retomado la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la centralidad de la Iglesia local. Valora la comunión de las diócesis, cada una con su propio rostro y derecho a cierta autonomía. Propone el diálogo y la sinodalidad como forma normal de ser y actuar de la Iglesia. Sobre todo, insiste en que la misión sea «como Iglesia en salida”, eso es “hacia afuera«: servir a la humanidad en la construcción de la justicia, paz y ecología integral.

El actual Papa es, sin duda, el líder mundial más acreditado. Sin embargo, en ambientes internos de la Iglesia desde tiempos modernos ningún otro Papa sufrió tanta oposición. Ninguno ha sido tan odiado por miembros de la misma Iglesia. Sin duda, al luchar contra Francisco, los grupos tradicionalistas católicos desmitifican la figura del Papa. Demuestran que él también puede ser criticado y que todo católico tiene derecho a disentir. Eso es positivo. Lo que es lamentable es cuando usan golpes bajos y fake news para  aislar al Papa de sus amigos y colaboradores más directos.

La fragilidad de la profecía del papa Francisco consiste en el hecho de que, por mucha energía que tenga, no es fácil reformar un organismo como el papado y la estructura de la Iglesia Católica, inmóvil hace tantos siglos.

Aunque la historia no se repetirá es bueno recordar algunas lecciones del pasado. En 1958, cuando el Papa Pío XII murió, la situación de la Iglesia era de extrema rigidez, centralización romana y apego al poder. En el cónclave, los cardenales eligieron a Angelo Roncalli para ser un Papa de transición. Sólo tres meses después de su elección, Juan XXIII convocó un Concilio Ecuménico para renovar la Iglesia. Esto sólo fue posible porque, en las bases del pueblo de Dios, movimientos bíblicos, ecuménicos y teológicos nuevos habían plantado las semillas de la renovación. Juan XXIII hizo venir una primera lluvia y ya las semillas pudieron germinar y florecer.

A pesar del largo invierno que la Iglesia Católica vivió desde finales de los 70 hasta la elección del papa Francisco, las semillas de una nueva forma de ser Iglesia han resistido. Ahora es el momento de sembrar. 

Artículo anteriorLos retos de la burbuja
Artículo siguienteUna foto en el Madison Square Garden