La historia alterada (primera de dos partes)

Presenté el trabajo que sigue en la serie de conferencias titulada “Nuevas Perspectivas de Historia Intelectual Latinoamericana” en la Universidad Nacional de Quilmes, Argentina, el 4 de junio de 2021. Agradezco a Martín Bergel la invitación a participar en ese ciclo de charlas ofrecidas en el marco del Seminario de Historia Intelectual de la UNQ, y a Elías Palti, director del Centro de Historia Intelectual, sus palabras de introducción. El registro en video de la conferencia, entonces titulada “La droga en las fronteras de la historia intelectual”, está disponible en el canal del CHI en youtube e incluye una sesión de preguntas y respuestas moderada por Dhan Zunino Singh, coorganizador de la serie, a quien también agradezco su hospitalidad.

Voy a comentar sobre una inflexión farmacológica de la literatura y la teoría cultural contemporáneas antes de proponerles una aproximación al poema “Valium 10” (1972) de la escritora mexicana Rosario Castellanos, una inesperada narcografía de la vida doméstica.

En la medida en que las drogas alteran la relación entre vida material, percepción y políticas del cuerpo, suscitan una serie de preguntas sobre los límites de la categoría moderna del sujeto. Desde principios del siglo XIX, cuando la alteración sensorial se convierte en un motivo recurrente de las exploraciones literarias en las fronteras y límites racionales de la modernidad, los intentos de conceptualizar la experiencia de las drogas se han enfrentado a una paradoja recurrente. Las sustancias transforman el tejido sensorial de un principio de realidad secularizado, de modos que frecuentemente se han identificado con el objeto mismo de la estética en su promesa de una relación alternativa con la vida, el cuerpo, la experiencia y la percepción misma, desatada idealmente de los rigores de la razón instrumental. Paradójicamente, cuanto más fuertes son las sensaciones que producen las drogas, más expuesto queda el sujeto al uso compulsivo. Este es al menos el caso de los analgésicos y estimulantes, modelos genéricos en el siglo XIX de las dos sustancias que interesan en estas discusiones, la morfina y la cocaína, ambas procesadas inicialmente en laboratorios europeos, aunque derivadas de una historia extractiva colonial, con sus cuerpos, materialidades y tiempos asincrónicos. El hachís y el cannabis ocupan también un lugar destacado en la farmacopea literaria desde el siglo XIX, pero no tienen el mismo vínculo con la producción industrial de fármacos que nos interesa explorar aquí.

Al menos desde De Quincey (1821) y Baudelaire (1860), los placeres de los paraísos artificiales han estado minados por los agujeros abismales de la repetición compulsiva, la caída del sujeto moderno, orientado normativamente al rendimiento y a la instrumentalización del entorno, en estados de abulia e inacción extrema. Significativamente, De Quincey, Baudelaire y el heterónimo de Pessoa, Álvaro De Campos (1915) asociaron las secuelas de la experiencia de las drogas con la ruptura de la voluntad y el colapso de los atributos que definen a un sujeto activo, autónomo y soberano. De ahí se desprende, como sugería De Quincey en sus Confesiones de un inglés comedor de opio, que los efectos de las drogas se conviertan pronto en un asunto atractivo para la investigación filosófica, incluso antes que para la historia. Las drogas producen la imagen invertida de categorías filosóficas modernas como la voluntad, la libertad, la autonomía del sujeto, a la vez que suspenden las coordenadas del principio normativo de realidad, los amarres que aseguran la integridad de la persona en un orden simbólico y jurídico. No es de extrañar, entonces, en un momento u otro, que en la obra de varios de estos autores que acabo de mencionar el viaje impulsa al narconauta por las rutas de una pesadilla orientalista farmacolonial en el accidentado itinerario de un cosmopolitismo irónico que culmina posiblemente con las fugas contraculturales a México y a Centro y Sur América de la generación Beat.

La paradoja del fármaco como remedio y veneno es recurrente aún en perspectivas contemporáneas que oponen el potencial liberador de la experiencia drogada al control de los sentidos y a la conciencia identificada con la producción institucional de la verdad. Peter Sloterdijk, por ejemplo, ha argumentado que la historia de la filosofía occidental podría narrarse como el devenir de estrategias para contener o expulsar las descargas sensoriales del éxtasis y el entusiasmo del dominio legítimo de la verdad filosófica. Este argumento se basa en una especie “hipótesis represiva”, podríamos llamarla siguiendo muy libremente las paradojas del análisis foucaultiano de la proliferación de discursos de la sexualidad reprimida. Se basa en la escena primaria de la oclusión de la experiencia alterada originada en los rituales del chamanismo. En esto Sloterdyjk coincide con los argumentos más programáticos de la historia general de las drogas de Antonio Escohotado, un punto de referencia ineludible en las investigaciones históricas de este campo. En la Historia general de las drogas de Escohotado los estados de éxtasis y la experimentación son explicados como formas de disidencia o “desobediencia farmacológica” que se oponen, primero, a la centralización religiosa y posteriormente, ya en un mundo secularizado o desencantado, a los controles estatales sobre el individuo y su cuerpo, aposento primero de su derecho y posesión de acuerdo a Escohotado. En efecto, en la monumental Historia general de las drogas, la hipótesis represiva conduce a Escohotado a una especie de individualismo radical, entramado en una crítica de la prohibición que proclama los derechos individuales del sujeto a alterar su cuerpo, su mente, su percepción o lo que le dicte su deseo, contra los controles e interdicciones del Estado. No hay que ignorar la deriva liberal de Escohotado, para reconocer el peso indiscutible del prohibicionismo, su fuerza opresiva, históricamente inseparable de la moral que impulsa a las interminables cruzadas contra las drogas y que subyace a la panoplia de discursos médicos, jurídicos y policiacos que se producen en su entorno. Desde comienzos del siglo XX, estos dispositivos han operado mediante construcciones normativas del cuerpo ideal ciudadano, en el cruce higienista de la medicina y la criminología, según ejemplifica el libro sintomático del Dr. Gregorio Bermann publicado en Córdoba, Argentina, en 1926, una de las primeras referencias latinoamericanas a la emergente “ciencia” de la toxicomanía, inseparable de las primeras leyes de regulación o control del consumo, producción y distribución de las sustancias controladas. La novela corta Sebastián Guenard del escritor puertorriqueño José de Diego Padró (1924), con trama situada en Chinatown de Nueva York, registra cabalmente el tránsito de la droga como dispositivo de una subjetividad bohemia o “decadentista” a la patologización y criminalización.

Aunque supone una historia insoslayable de prohibiciones y guerras contra las drogas, la hipótesis represiva confirma la importancia de un tropo de historia contracultural en el que las sustancias que alteran la sensibilidad, en particular los alucinógenos y el cannabis, y más recientemente otros diseños psicoactivos, como el éxtasis y algunas variaciones de la metanfetamina, son considerados herramientas de resistencia o subversión contra las demandas que se fraguan como horizonte normativo del cuerpo ciudadano en el despliegue de los múltiples dispositivos biopolíticos que puntualizan la historia de las drogas, la prohibición y sus efectos en el complejo industrial-carcelario. Lo que a su vez ayuda a explicar por qué los estados alterados suscitan sistemáticamente reacciones morales y disciplinarias en discursos transitados por la ética del trabajo y la productividad a contrapelo de los usos del cuerpo basados en contra-economías del goce, el gasto y el exceso.

Esto conduce a varios cuestionamientos y posibles debates. 1) El primero tiene que ver con los efectos sociales, económicos, médicos y espirituales de lo que Eve Kosofky Sedgwick relaciona con las “epidemias de la voluntad”, una contribución a la historia de los hábitos y las compulsiones no ya como una condición excepcional de individuos aislados, sino como un horizonte de la subjetividad en las sociedades modernas, marcadas por la historia del consumismo desde sus orígenes en el siglo XIX. 2) La segunda cuestión tiene que ver con la expansión global del régimen farmacológico, donde los experimentos de alcance biomédico, genético o neuroquímico transforman la vida y, con ello, nuestra comprensión de las fronteras entre lo humano y lo no-humano, la vida alterada tecnológica o químicamente. 3) El tercer asunto que no se explica mediante un enfoque contracultural o libertario de las drogas, tiene que ver con una dimensión necropolítica notable, por ejemplo, en el alcance de la epidemia de opioides y de la heroína sintética en los Estados Unidos y otras partes del mundo, probablemente el principal problema de salud pública en ese país hasta que la pandemia actual del COVID lo desplazó casi por completo. La crisis de los opioides ha impactado la discusión acerca de las sustancias en los regímenes de alteración, al menos, de dos maneras: primero, ahora enfrentamos los factores de una crisis desencadenada por drogas manufacturadas industrialmente y en muchos casos legalmente recetadas; segundo, la llamada epidemia de los opioides sintéticos durante la última década reintroduce el elemento de la muerte en el control contemporáneo de las poblaciones vulnerables y abandonadas. Esto complica las distinciones entre drogas legales e ilegales que distribuían aún los límites del análisis de la narco-cultura en un arco de reflexión sobre droga y violencia que culmina en el libro Capitalismo gore de Sayak Valencia, con el antecedente importante de los trabajos antropológicos de Philip Bourgois en el Harlem puertorriqueño de Nueva York. Dicho de otro modo, la droga no es sólo el objeto de economías de una violencia salvaje (o gore), externa de los territorios de la violencia legítima, sino un aspecto del capitalismo contemporáneo.

Cuando se aborda desde el punto de vista de estas tres discusiones, la hipótesis general que sostiene que las drogas han sido sistemáticamente reprimidas en la historia del capitalismo, requiere, por lo menos, algunos matices y discusiones. Sin subestimar los efectos letales que abundan en la larga historia del prohibicionismo y el correlato del complejo médico-carcelario, es necesario reconocer, al mismo tiempo, que la producción de las drogas prolifera en coyunturas diversas y contribuye de múltiples maneras al proceso de nuevos modos de subjetivación y control social, una preocupación que tanto Aldous Huxley como William Burroughs trabajaron intensamente en sus ficciones distópicas sobre la sociedad de control, Brave New World (1932) y The Soft Machine (1961) respectivamente.1 Ciertamente no estamos hablando ya de un régimen biopolítico basado en el doble movimiento foucaultiano de individuación y disciplina, cuerpo y población, sino de formas de alteración o modulación de la vida en sociedades contemporáneas de control, según la propuesta de Gilles Deleuze.2 Ya en el “Post-scriptum sobre las sociedades de control” de 1990, Deleuze mencionaba, sin elaborar casi, “la producción farmacéutica […], los enclaves nucleares [y] las manipulaciones genéticas” que cumplen un papel en la configuración de nuevos regímenes del poder sobre la vida. Con más tiempo convendría notar la deriva en elaboraciones posteriores de este concepto en los debates sobre lo que Lazzarato llama el “noo-poder”, es decir, el poder de la virtualidad y las modulaciones de la vida anímica en la era del trabajo inmaterial; así como en las discusiones ya bastante generalizadas sobre el psico- y neuro-poder.3

Por ahora quiero mantenerme cerca de la dimensión farmacológica de estas consideraciones. La formidable acumulación de capital farmacéutico desde finales del siglo XIX hasta el presente se ha sostenido en una demanda de productos orientada por dos objetivos decisivos en las políticas del cuerpo de la ciudadanía moderna: por una parte, las garantías inmunológicas y la cura de enfermedades contagiosas; y, por otra, no menor en sus efectos materiales y simbólicos, el control del dolor, marco que se amplía notablemente desde la Guerra Fría, en la deriva más reciente de la psico- y neuro-farmacología. En este sentido, al considerar los supuestos teóricos o conceptuales que marcan la investigación histórica en este campo, es importante recordar dos trabajos pertinentes sobre los poderes y materialidades farmacológicos. El primero es el texto clásico de Susan Buck-Morss sobre la relevancia de la historia de la morfina para una relectura del trabajo de Walter Benjamin, y su acercamiento al papel anestésico que cobra la vida material en las fantasmagorías. Su ensayo abrió una ruta alternativa para el estudio de la aiesthesis moderna y la plasticidad de la experiencia sensorial transformada por los cambios tecnológicos del capitalismo y por la intensificación de los estímulos urbanos, particularmente en las fábricas y la vida en la calle. El segundo corresponde a Paul Beatriz Preciado quien, en un giro que expande la noción foucaultiana del biopoder y el debate sobre la sociedad de control, introduce el análisis de las modulaciones contemporáneas de la sexualidad y el control de la natalidad bajo un régimen basado en “los modos de “subjetivación fármacopornográficos”. Me refiero a su formidable cruce de teoría y narrativa del proceso personal de aplicación hormonal trans en Testo yonqui, un protocolo experimental que impacta la discusión en torno a las identidades como construcciones sociales o prácticas performativas para considerar, en cambio, la modulación de la vida bio-psico-afectiva del sujeto.

Bajo el impacto del Covid-19, el debate público sobre los laboratorios de la Big Pharma como entidades corporativas se han intensificado notablemente. La pandemia infunde nuevo vigor a la crítica de intereses empresariales y del capital financiero que sobredeterminan la investigación científica y las políticas de salud pública bajo los mercados neoliberales. La cuestión del “racionamiento del cuidado” y de “quién merece vivir” bajo las presiones extremas del colapso de los sistemas de salud impactados por la pandemia adquiere nuevas dimensiones, pero una vez más dominan la lógica empresarial y los monopolios bajo la protección de unos pocos estados nacionales que rigen la producción del saber y la investigación farmacéutica, cuyos resultados tienen efectos directos en las fluctuaciones de la lógica y los valores financieros. Tomemos, como ejemplo, las declaraciones de los Laboratorios Pfizer cuando el 9 de noviembre del año pasado anunciaron la efectividad de su vacuna contra el coronavirus, noticia que provocó un incremento inmediato en los índices de la bolsa internacional, incluso antes de que se conocieran los riesgos del mencionado producto.

Antes del estallido de la pandemia, la imponente acumulación de capital de los laboratorios farmacéuticos generaba ya una profunda desconfianza popular y en los medios independientes, registrada de múltiples modos en los altos índices de desaprobación pública de sus operaciones y en varios procesos judiciales contra los laboratorios de mucha cobertura y efectos relevantes. Probablemente la reacción pública en los últimos años se deba, por un lado, al alto costo de las medicinas que en proporción inversa a la reducción de los servicios médicos públicos y las pensiones de los jubilados. Pero también las impugnaciones recientes contra empresas farmacéuticas como la Purdue, Johnson and Johnson y otros distribuidores de la Big Pharma, han sido una reacción al papel que han tenido estas compañías en la manufactura de la epidemia de opioides tras el boom de la oxicodona y la heroína sintética provocado por las empresas en las últimas dos décadas. Los análisis de la epidemia de los opioides remiten a un diseño empresarial de consumo nutrido por la desindustrialización, la crisis y precarización de la clase media y trabajadora norteamericana incluso en las zonas rurales, de población blanca, según las pistas testimoniales que explora Sam Quiñones en Dreamland: The True Tale of America´s Opiate Epidemic.

Estimulada por intensas campañas publicitarias y por el respaldo del recetario médico, el estallido de la oxicodona desata lo que Max Haiven ha llamado “nuestras guerras del opio: el fantasma del imperio en la prescripción de la pesadilla opioide”. Los procesos judiciales recientes contra Pharma Purdue y la familia Sackler, propietarios de la Purdue, que patentizó la oxicodona en 1996 documentan ampliamente la multiplicidad de factores e intereses económicos que intervienen en la modulación de la vida en los laboratorios industriales que operan bajo la laxitud neoliberal. La geopolítica de este capital flexible introduce un vector colonial en el análisis de la producción farmacológica, como demuestra Miriam Muñiz Varela en su aproximación a la historia de los laboratorios en Puerto Rico a partir de la década del 1950 y el auge de la píldora anticonceptiva, tras amplios experimentos y pruebas con la población puertorriqueña.4 Todavía hoy varias de las grandes empresas farmacéuticas instalan sus laboratorios en las mismas zonas industriales donde operan los semilleros de la agroindustria, próximos también a complejos carcelarios, frecuentemente en los mismos terrenos desalojados por la vieja industria azucarera, como sugiere lúcidamente Marta Aponte Alsina en su libro de no ficción, PR 3: Aguirre (2018), sobre los destinos de un gran emporio azucarero, la Central Aguirre, en el litoral sur, caribeño, de la isla. De muchas maneras, el laboratorio colonial contemporáneo contrasta la dinámica entre conocimiento científico, implementación técnica y controles del estado-nación investigada por Bruno Latour en su importante historia de la vida material y los detalles operativos de los exitosos laboratorios de Louis Pasteur en la Francia de finales del siglo XIX; aunque, sin duda, el cuestionamiento de Latour a los reclamos de autonomía de la investigación científica moderna mantiene plena vigencia en el análisis del régimen farmacéutico actual.

En vista de la epidemia de la oxicodona y las trayectorias globales del fentanilo, la heroína sintética, y de las muertes por sobredosis que superaron el medio millón de víctimas en los Estados Unidos entre 2010 y 2019, y que el año pasado, en plena pandemia del COVID 19, superaron las cien mil muertes, es evidente que el debate actual sobre las drogas desborda los acercamientos a las sustancias que modifican la conciencia como olas experimentales que nos ayudan a resistir o a subvertir la razón instrumental de un sobrio gobierno de la vida. La necropolítica actual de las drogas, nutrida por la gran industria de fármacos y medicamentos, presiona también a reconsiderar y a cuestionar la excepcionalidad del narcoestado y a matizar el análisis de la violencia en las economías del abandono, ahora en función de la condición farmacológica y de modulaciones de la vida que ciertamente no reducen su campo de acción a las operaciones del narcotráfico, aunque también las incluyen. Las drogas son poderosos dispositivos de alteración. Como tales, son objetos que moldean o constituyen formas de poder, así como eventos nuevos, frecuentemente rebeldes, pero inseparables de las poderosas intervenciones y dispositivos de control.

El autor nació en Río Piedras. Ha publicado varios libros sobre literatura y cultura latinoamericana, es escritor, documentalista, profesor emérito de la Universidad de Berkeley y autor de una importante obra ensayística en la que destacan títulos como Desencuentros de la modernidad en América Latina: literatura y política en el siglo XIX ,  Sujeto al límite: ensayos sobre cultura literaria y visual y «Ensayos próximos» (La Habana, Casa de las Américas, en prensa). Tiene en preparación dos documentales: ¨Detroit´s Rivera¨y ¨Retornar a La Habana con Guillén Landrián»

1Tal como propone Salvador Gallardo Cabrera en su trabajo sobre Burroughs y la sociedad de control, la discusión teórica sobre las nuevas modulaciones del poder tiene un antecedente literario indiscutible.

2Ver también las reflexiones de Mauricio Lazzarato en “Los conceptos de vida y de lo vivo en las sociedades de control” y las de Paul Beatriz Preciado en Testo Yonqui y en sus intervenciones recientes sobre el coronavirus.


3Sobre la distinción entre biopolítica y psicopoder, ver B. Stiegler (2011) y Byung-Chul Han (2014). W. Neidich (2010) discute las derivas de la discusión sobre el neuropoder en la era del capitalismo cognitivo.

4Sobre la experimentación anticonceptiva y la biopolitica colonial en Puerto Rico también resulta clave el documental de Ana M. García, La operación [1982]).
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