Editorial: La huella profunda del colonialismo electoral

En los últimos tiempos, y especialmente desde la catástrofe provocada por el huracán María, los políticos estadounidenses liberales –específicamente los candidatos a puestos electivos por el Partido Demócrata– han descubierto que apoyar a Puerto Rico les gana simpatías entre el amplio espectro electoral de Estados Unidos, sobre todo entre las crecientes comunidades boricuas allá. Por eso, no solo apoyan la reconstrucción, sino también la asignación de más fondos federales para Puerto Rico. Otros han ido un paso más allá y abiertamente apoyan la fórmula de estatus que ellos creen es la más favorecida por el pueblo puertorriqueño: la estadidad. En la última semana, dos políticos demócratas se han lanzado por esa ruta. Uno es el representante Raúl Grijalva, presidente del poderoso Comité de Recursos Naturales de la Cámara de Representantes–con jurisdicción sobre los asuntos de los llamados territorios, incluyendo a Puerto Rico. Tras su breve visita a Puerto Rico la semana pasada, este político liberal expresó su percepción de que la estadidad es la fórmula de estatus mayoritariamente favorecida en Puerto Rico. El otro es el más reciente entre los declarados pre candidatos presidenciales demócratas para las elecciones de 2020, el texano Beto O´Rourke, quien abiertamente se expresó a favor del derecho de Puerto Rico a la estadidad.

En su ofensiva a favor de la unión permanente entre Puerto Rico y Estados Unidos, los dos partidos colonialistas –PNP y PPD– han creado el germen de su propia destrucción. Ninguno tendría razón de ser en el Puerto Rico soberano e independiente del futuro. La independencia –destino natural de nuestro pueblo– les cortará de cuajo el oxígeno del colonialismo que necesitan para sobrevivir.

En otros momentos, los senadores y pre candidatos presidenciales Bernie Sanders y Elizabeth Warren, así como la novel congresista por un distrito de Nueva York, la boricua Alexandria Ocasio Cortés, también han expresado su apoyo a la estadidad para Puerto Rico, aunque Warren y Sanders han sido menos vocales últimamente. 

Por su parte, los políticos Republicanos le huyen a la estadidad para Puerto Rico como “el diablo a la cruz”. Esto, principalmente desde que el actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump, le cerró estrepitosamente la puerta, con un rotundo NO, a cualquier posibilidad de avance a dicha fórmula bajo su administración. 

Esto no siempre fue así. En otras épocas, los Republicanos apoyaban, al menos de boca, la estadidad, mientras los Demócratas despachaban el asunto ofreciendo un tácito apoyo genérico a la autodeterminación del pueblo puertorriqueño. Este cambio significativo se debe a varias razones. Primero, a que la nueva cepa de congresistas Demócratas es novata y desconoce las entretelas de la política puertorriqueña y cuán divisivo es el asunto del estatus en este país. 

Además, desde la victoria de Trump en las elecciones del 2016, la estrategia de todos los políticos Demócratas es la de llevarle la contraria a cualquier cosa que diga o haga el Presidente. Por eso, si Trump ha dicho NO a la estadidad para Puerto Rico, los Demócratas sienten que tienen que apoyarla, aunque no sepan de qué hablan, o cuánto peso negativo pueda tener una expresión suya a favor de la estadidad en el universo amplio y diverso de la política electoral puertorriqueña. 

Como en todo asunto novel, que se adopta más por conveniencia que por convencimiento, los políticos Demócratas que favorecen la estadidad para Puerto Rico lo hacen porque les resulta fácil. Apoyar que todos los ciudadanos estadounidenses disfruten de los mismos derechos, en igualdad de condiciones y sin discrimen, es un principio básico de la política liberal estadounidense, especialmente en este tiempo en que el Partido Demócrata se decanta por una política de identidades y “political correctness”. 

Lo que resultaría difícil para ellos y ellas, no importa lo liberales, democráticos o avanzados que sean, es tropezar de frente con la realidad de que Estados Unidos –la nación de su orgullo y a la que consideran excepcional entre todas las naciones del mundo– es realmente un imperio agresivo y opresivo, que invadió militarmente a Puerto Rico en 1898, que lo ocupa desde entonces, y que, desde entonces, lo convirtió en su colonia bajo la Cláusula Territorial de su Constitución. Desde entonces también dispone de este dominio colonial a su antojo, negándose reiteradamente a considerar cualquier proceso que transforme la naturaleza colonial de la relación.

 Los políticos Demócratas que respaldan la estadidad para Puerto Rico, son los mismos que no se inmutan ante las Leyes de Cabotaje que estrangulan la competitividad del mercado puertorriqueño, porque las poderosas uniones estadounidenses que agrupan a los trabajadores mercantes están entre sus donantes más copiosos. Si de verdad se opusieran al trato colonial que Estados Unidos le da a Puerto Rico, estarían utilizando su poder y sus puestos para liberar a nuestro país de dichas oprobiosas leyes. Esto es un dato y no una mera percepción. 

Esta tendencia de vincular la política electoral de Estados Unidos con la de Puerto Rico viene desde la década de los años 60 del siglo pasado, cuando el Partido Popular Democrático (PPD) incorporó a su ya declarado nuevo rumbo asimilista, su participación en la política electoral de Estados Unidos, para utilizar la misma como herramienta de anclaje político allá, y así lograr el compromiso y apoyo entre los políticos del Partido Demócrata de Estados Unidos para los proyectos y objetivos del entonces flamante Estado Libre Asociado (ELA) y del PPD. En esa coyuntura, era necesario convencer al pueblo puertorriqueño de que la participación electoral, tanto aquí como allá, era necesaria para la estrategia de “pacificación” y “progreso” emprendida por Muñoz Marín y el PPD por órdenes del Gobierno de Estados Unidos. Así ha seguido hasta el momento actual, cuando los sectores conservadores del PPD aún viven la fantasía de un “ELA mejorado”, fantasía que se destrozó tras la decisión del Tribunal Supremo en el caso Sánchez Valle, y en la aprobación por el Congreso de la colonialísima Ley PROMESA y su corolario, la Junta de Control Fiscal. 

El Partido Nuevo Progresista (PNP), por su parte, persiste en su desatino de la estadidad. El primer gobernador del PNP, Luis Ferré, se ganó el apodo de “Mr. Republican” por su cercanía a dicho partido estadounidense. Poco le valió esa cercanía a él y a los gobiernos anexionistas subsiguientes en cuanto a adelantar la estadidad. La posibilidad de la anexión suena aún más demencial en este momento bajo el manto ominoso del gobierno de Trump, y el giro más a la derecha del Partido Republicano.

En su ofensiva a favor de la unión permanente entre Puerto Rico y Estados Unidos, los dos partidos colonialistas –PNP y PPD– han creado el germen de su propia destrucción. Ninguno tendría razón de ser en el Puerto Rico soberano e independiente del futuro. La independencia –destino natural de nuestro pueblo– les cortará de cuajo el oxígeno del colonialismo que necesitan para sobrevivir. Por su parte, muy bien le vendría a la clase política estadounidense una lección de la historia entre nuestros dos países para calmar su entusiasmo por una estadidad que nunca llegará. 

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