La inmolación entre los nacionalistas

Por Héctor Meléndez/Especial para En Rojo

La inmolación de varios nacionalistas puertorriqueños constituyó un fenómeno singular y extraordinario del mundo moderno. Si fuera objeto de investigación social podría producir conocimiento nuevo y enriquecedor. 

No abunda, en general, gente dispuesta a inmolarse por una causa; es decir, a sacrificarse caminando directo a la muerte para que la propia destrucción tenga un significado moral o cumpla una función política y simbólica futura. 

La inmolación puede incluir proeza personal sorprendente, como en 1950 Guillermo González Ubides, quien en Peñuelas fue muerto tras combatir herido durante un buen rato contra 19 policías que recurrieron a rifles y ametralladoras; o Vidal Santiago, quien sobrevivió múltiples balazos en la cabeza y otras partes después de batirse por tres horas, en Barrio Obrero de Santurce, contra 25 soldados y 15 policías que usaron fusiles, ametralladoras, carabinas y granadas (véase Miñi Seijo Bruno, La insurrección nacionalista en Puerto Rico-1950, 1989).

Los nacionalistas encabezados por Lolita Lebrón, que en 1954 realizaron el ataque al Congreso para llamar la atención internacional sobre Puerto Rico, lo hicieron bajo la premisa de que seguramente serían muertos. 

Son impredecibles las formas de desplegar la ira y la violencia en la confrontación política y armada. La inmolación es una variable de la complejidad individual en relación con la acción colectiva. 

En los años 60 monjes budistas en Vietnam se prendieron fuego para denunciar el régimen represivo de Saigón y la guerra estadounidense. También se inmolaban los kamikaze japoneses de la Segunda Guerra Mundial, quienes dirigían su avión para que estallara, con ellos dentro, sobre un portaviones u otro objetivo. 

Alguien podría alegar que se inmolan los musulmanes fundamentalistas que realizan ataques suicidas. Sin embargo el llamado que pretende su fanatismo se desacredita por el terrorismo, o sea muerte indiscriminada de personas inocentes. Su autodestrucción resulta antisocial. 

Inmolarse más bien significa morir como signo ético, que afirmaría la vida social —según la ideología con que se le mire— ya asumiendo pasividad frente a la fuerza contraria, ya procurando el mayor daño posible al enemigo, ya cumpliendo una misión específica.

La voluntad de sacrificio que a menudo caracterizó a los nacionalistas, y la disposición a morir de algunos de ellos, dicen de las relaciones simbólicas y materiales no sólo de la sociedad de su época, sino de la actual. 

Arrojo espontáneo 

Puede verse —en una primera aproximación que reclama investigación— que en variados casos los sacrificios nacionalistas se apoyaron en la espontaneidad, en sentido de: 1) un seguimiento moral e íntimo, no fundado en educación política formal, al llamado que Pedro Albizu Campos representaba; y 2) disposición voluntaria, no instruída ni impuesta organizativamente, que nacía de una subjetividad psicológica, culturalmente determinada. 

No hay indicios, por ejemplo, de que Albizu u otro líder del partido ordenara a Elías Beauchamp e Hiram Rosado ejecutar al jefe de Policía, Francis Riggs, en febrero de 1936. Hicieron la acción empujados moralmente. Una influencia seguramente sería el discurso místico de Albizu durante el funeral de los cuatro nacionalistas masacrados meses antes por la Policía en Río Piedras. 

“Aquí se repite la historia de todos los tiempos”, dijo Albizu en la oración fúnebre. “La libertad de la patria se amansa con nuestra sangre y se amansa también con la sangre yanqui”. Luego llamó a los presentes a jurar que el asesinato no quedaría impune. 

 Luce que el castigo correspondería a un concepto político de justicia revolucionaria, pero probablemente también a la venganza: la forma primordial, visceral, o si se quiere tribal, en que una familia o una comunidad unida por intensos lazos de parentesco exigiría redimir el asesinato o deshonor de un miembro suyo. 

Días después Beauchamp y Rosado mataron a Riggs, sin tratar de escapar. Otros nacionalistas tuvieron conductas similares o cercanas a ésta en los años 30 y durante las violencias revolucionarias de 1950 y 1954. 

Cierto que Albizu instruyó la insurreción del 30 de octubre y el ataque al Congreso a militantes de confianza y dispuestos a organizar y dirigir las acciones. Pero también hubo iniciativas de entrega sacrificial espontáneas y no instruídas por alguna estructura racionalizada partidaria o de entrenamiento. 

Me adscribo a la indicación de Antonio Gramsci de que lo espontáneo es en realidad “organizado” históricamente; la vida cotidiana es organizada aunque parezca natural. El intelecto y la moralidad de los nacionalistas no se cultivaban tanto mediante teorías, cursos y libros, como en el ambiente sociocultural. 

Por ejemplo, aunque hubo visiblemente más mujeres en funciones de comunicación pública, organización y seguridad (y propaganda armada) del Partido Nacionalista que en los demás partidos, y no pocas mostraron entrega y furia combativa rayanas en la inmolación, destaca —como en todas las formaciones políticas— la cantidad mayor de hombres. 

Puede asociarse sin dificultad al significado, referente al patriarcado, de la masculinidad como representante de producción de riqueza, sociedad y liderato cívico, tradición que nutría la composición e ideología del Partido Nacionalista.

Albizu

La espontaneidad a su vez fue inseparable del caudillismo del líder, quien, al dar el ejemplo, infundía moral de lucha y “espiritualidad”. El seguimiento a Albizu formaba un espacio emocional que permitía a la voluntad y la subjetividad individuales tomarse iniciativas espontáneas. 

Su liderato ejercía un rol paternal y educativo entre los activistas jóvenes. Sus discípulos describen su personalidad como generosa, cariñosa y noble en lo privado —”aunque en la tribuna era un látigo”—. No era colectiva, por otro lado, la dirección del partido. Residía en Albizu, quien a veces la aplicaba férreamente. 

La ideología nacionalista se reducía al grupo creyente, unido consigo mismo por una solidaridad parecida en cierto modo a la de una familia, por los secretos de la organización —guardados rigurosamente a causa de la vigilancia del FBI y la Policía— y por la figura de Albizu.

Esta peculiar cultura partidista se había formado en correspondencia con la persecución anti-independentista que el régimen norteamericano desplegaba abierta y explícitamente desde el cambio de siglo, y concentraba contra el nacionalismo desde principios de la década del 30. Sin embargo su escasez de método propició desorganización, improvisación y vulnerabilidad frente a un enemigo mucho más poderoso. 

Las dificultades del partido —que contribuirían a un progresivo aislamiento— para acercarse sistemáticamente a clases sociales que estaban también en conflicto con el capital estadounidense, contrasta con concepciones de organización más elaboradas o científicas, digamos el leninismo y otras comunistas. 

Con todo, Albizu llamó a la gente del pueblo a elevar su autoestima personal y colectiva. Rodeado de un élan místico y portador de una peculiar filosofia idealista, cumplió la función del mito que teoriza Gramsci, de ejercer una impresión poderosa que moviliza masas sociales. 

Queda por explorarse cuánto sus asombrosas fuerza discursiva, irreverencia intelectual y voluntad personal obedecerían a su biografía de niño sin padre y madre probablemente incapacitada, presto a crecer velozmente para superar, con liderato y criterio propio, su medio de pobreza extrema, las trabas sociales que enfrentaba por ser negro, y a sus pares (ver Marisa Rosado, Las llamas de la aurora).

Clima de rebelión

En la primera mitad del siglo XX —y después— las clases populares latinoamericanas estaban en ebullición. Exigían poder político dada la debilidad burguesa de los estados nacionales, la opresión de los trabajadores y las etnias subordinadas, y el crecimiento de clases medias ilustradas. 

De aquí la Revolución Mexicana, el movimiento de Sandino en Nicaragua, el pronunciamiento universitario latinoamericano en Argentina en 1918, y las recurrentes luchas contra regímenes impuestos o protegidos por Estados Unidos. 

América Latina había sido, y está, de facto anexada política y económicamente por el imperialismo norteamericano. Esencial ha sido dominar la región del Caribe, especialmente Cuba, República Dominicana, Haití, Panamá y Puerto Rico, colonia directa y “clásica”. Las resistencias de estos pueblos llevan más de un siglo. 

El arrojo del nacionalismo puertorriqueño, y la impresionante represión que sufrió, influenciaron la visión política de otros movimientos de la región, notablemente en Cuba.

A juzgar por sus intervenciones en los años 30, Albizu comprendía desde sus años en Boston el fenómeno capitalista-bancario del imperialismo. Habían sido los años de la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa y los debates sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación, y Harvard lugar de discusiones sociales de vanguardia. Albizu fue quien mejor vio entonces la tragedia de Puerto Rico, el crimen imperialista.

Desde Ponce desplegó notable inventiva política en los años 30. Intentó alianzas y promovió espacios de protesta de masas contra opresiones económicas acuciantes. Si bien no parece que apreció sus limitadas pero considerables ganancias en las elecciones de 1932, el dirigente nacionalista llamó a campañas populares contra los embargos e intereses bancarios, la violencia económica contra la empresa y la banca locales, y el precio del pan. 

Participó con inaudita frecuencia en la prensa impresa y radial desmontando el mito de Estados Unidos, atizando el debate y haciendo propuestas. Los obreros del azúcar quisieron que los representara en la gran huelga de 1934. 

Cultura ancestral

No obedecería la moralidad de los nacionalistas solamente al seguimiento del líder. Arraigaba también en relaciones de familia y vecindad de los nacionalistas entre sí y con la comunidad donde vivían, en barrios, municipios y zonas rurales (ver Heriberto Marín, Coabey, el valle heroico, 1995). 

Gente valiente dispuesta a morir en luchas políticas y armadas siempre ha habido en todas partes. La inmolación, en cambio, sugiere que, dadas ciertas circunstancias reales, la vida ha perdido sentido más allá de sacrificarla con una función trascendental. 

Tal disposición moral extrema sugiere una solidaridad muy estrecha con el medio social, una lealtad acérrima hacia una forma de vivir —apego a la tierra y la comunidad, fuerte herencia de símbolos y tradiciones, relaciones de parentesco, familiares y locales, etc.— cuya desaparición resulta absolutamente inaceptable e inconcebible. 

Hace recordar las observaciones antropológicas de Lewis Morgan, Friedrich Engels y otros sobre la intensa solidaridad en la sociedad “bárbara” (así llamada entre los científicos del siglo XIX; Engels usa el calificativo con alta estima). Esta y otras formas de sociedad no son alguna etapa fija en una trayectoria temporal lineal, sino que sobreviven en parte y coexisten con otras, en variadas combinaciones.

La comunidad “bárbara” era dominada por relaciones extensas de parentesco y todavía libre de la institución del estado, el cual se impuso en sociedades civilizadas y divididas en clases. La solidaridad vital que la mantiene unida es espontánea y auténtica, es decir muy lejos de ser impuesta por el gobierno, clases altas o sistemas burocráticos, como ocurre en la civilización. 

Incluiría estrecha cooperación y convivencia, reverencia a la fertilidad de la tierra, un nivel tecnológico todavía bastante rudimentario, entrega (especialmente de los líderes) al bien colectivo, residuos de matriarcado, y reconocimiento de los dirigentes por sus cualidades intelectuales, morales y prácticas ante las adversidades comunes. 

Entre los nacionalistas de Irlanda y Puerto Rico, indica Juan Angel Silén en Nosotros solos (1991), el misticismo que propició la disposición a inmolarse estaba vinculado al cristianismo católico. 

En este tema también hace importante contribución Ernesto Sánchez Huertas, “Algunas ideas tentativas del pensamiento socialcristiano en Albizu Campos”, en el volumen editado por J.M. Carrión, T.C. Gracia Ruiz y C. Rodríguez Fraticelli, La nación puertorriqueña: ensayos en torno a Pedro Albizu Campos (1993). 

Los mitos de fundación han sido desde hace milenios un pegamento, por así decir, que une y reproduce la comunidad. En algunos mitos, héroes, profetas, dioses, semidioses, reyes u otros mueren en sacrificio y luego generan vida. Hecha punto de referencia, esta estructura simbólica imparte orden e identidad popular. Es una “fantasía” que sin embargo se hace real pues reproduce una cultura; se materializa en conducta personal y social.

Una inmolación famosa está en el mito de Jesucristo, quien —según la narrativa— muere voluntaria y resignadamente, después de varios días de gran tormento, en función de que la humanidad, atormentada a su vez por la culpa de este sufrimiento, se corrija y tome el buen camino. No está exenta de dificultades esta narración, entre otras cosas porque también señala que el sacrificio del hijo fue instruído y planificado previamente por el padre. 

En todo caso, el poder organizativo y político de la iglesia ha permitido que este espectacular sacrificio haya quedado plasmado en la cultura, a través de los siglos, reproduciendo la idea de que una muerte así —recreada una y otra vez en rituales y medios de difusión— revigoriza la vida y es semilla perpetua de una regeneración futura más afortunada y feliz de la convivencia, o al menos para que continúe una cierta cultura. 

Pérdida de la tierra 

La extrema y dramática inmolación sugiere causas profundas apoyadas entre sí. La tragedia de la pérdida de la tierra y del país, o sea la primera gran oleada de destrucción de la formación social puertorriqueña en las primeras décadas del siglo XX, por parte del imperialismo norteamericano, parece haber producido un deseo de muerte dirigido al propio yo, que fuese además acción política y símbolo ético, a la par con una gran ira contra el yanqui. 

Generalmente activos en el trabajo asalariado, la pequeña empresa, la agricultura y la vida municipal y barrial, y conocedores de la emigración —que desbarata familias y vínculos—, los nacionalistas pertenecían a una sociedad y economía que, precisamente, el capital imperialista estaba violentando y amenazaba de muerte inminente. La violencia económica y social norteamericana ha tenido fases sucesivas, y puede asociarse a ciertas fechas: 1898, 1917, 1929, 1947, 2016… 

Sobre la primera destrucción de las posibilidades nacionales de Puerto Rico sigue siendo texto principal el de Ángel Quintero Rivera, Conflictos de clase y política en Puerto Rico (1977). Señala las medidas premeditadas y específicas del régimen norteamericano a partir de 1898 para desmantelar el limitado poder económico y político que había amasado la clase hacendada criolla. 

Los hacendados fueron lo más cercano a la clase dirigente de una hipotética alianza, principalmente con clases medias y pobres, para proponer a Puerto Rico como nación. Constituyeron por tanto el rival principal del imperialismo norteamericano cuando éste se apropió el país en 1898. 

Desde las últimas décadas del siglo XIX los hacendados venían luchando por la autonomía frente a España, estatuto que conquistaron en 1897. Distinto a diversos imperios europeos, Estados Unidos excluye jurídicamente la categoría de la autonomía. En consecuencia retrotrajo Puerto Rico a un régimen burdo y atrasado, vigente todavía hoy. 

Herida de muerte la clase hacendada, pero en agonía muy lenta, su Partido Unión sin embargo seguía batallando, y a él se integró el independentista Albizu a su llegada de Boston en 1921. 

Es deficiente el argumento en José Luis González, “El país de cuatro pisos” (1979), en tanto reduce mecánicamente la clase hacendada a su lado conservador —por querer conservar la tierra y por su contradictoria visión de mundo— frente al capital azucarero estadounidense y, por otro lado, frente a los trabajadores. 

Identificando a Albizu con la antigua y agónica clase hacendada, y suponiendo a ésta sólo conservadora, González describe al dirigente nacionalista como conservador en el contenido y radical en la forma. 

Es poco convincente. Desconoce las articulaciones del albizuísmo con estratos social y racialmente oprimidos, así como los vínculos orgánicos entre clases medias, populares y propietarias locales respecto a la magnitud enorme del fenómeno imperialista, en la dimensión concreta. 

De paso ha abonado a la campaña ideológica colonial —premeditadamente engañosa e intelectualmente empobrecedora— para disminuir a Albizu, más constante y prolongada que campañas análogas contra otros movimientos anticoloniales en el mundo. 

Locos y fanáticos

 

En 1938 un grupo nacionalista atentó a tiros contra el gobernador Blanton Winship, responsable de la Masacre de Ponce el año anterior, quien salió ileso. Los nacionalistas suponían que, dieran o no en el blanco, serían acribillados. 

Esteban Antongiorgi vació su pistola disparando mientras caminaba impávido directamente hacia el despótico funcionario, mirándolo de frente, hasta que fue fulminado por el amplio contingente de policías asombrados cuando iba a recargar. 

No era necesario, en estricto sentido táctico. Pudo haber tratado de escapar o dejarse arrestar. Su insistencia pertinaz podría suponerse, a la ligera, mera representación machista de hombría, pero esta explicación ignoraría que mujeres nacionalistas —y en otros países— tuvieron conductas parecidas. 

Mejor es fijarse en la fuerza de la individualidad como último recurso para imponer una voz de orden y exigir cuentas al otro —el corrupto y descarado Winship— y al propio yo. Se remite imaginariamente a una ley humana que pueda reclamarse genuina, en sustitución del desorden y la ilegitimidad. 

En aquellos años empezó la propaganda de que los nacionalistas eran locos y fanáticos, pues parecían irracionales. En efecto, debe haber alguna irracionalidad en la inmolación, pues va directamente contra el interés de autoconservación. 

La supuesta razón se alejaría en tanto el poder colonialista, mucho mayor que el poder de resistencia, ha desmantelado el conjunto de relaciones sociales que había dado sentido a la propia sociedad y la propia razón, si por ésta se entienden los códigos significativos de una cierta formación histórica o modo de vida y cultura. 

Análogamente, la “razón” disminuiría entre los indígenas antillanos que en el siglo XVI vieron a los españoles destruir su sociedad, su ambiente y sus relaciones significativas y espirituales. Resistieron como pudieron. Muchos murieron peleando; otros se suicidaron con hojas de yuca, incluso colectivamente, o saltando al mar. 

Elias Beauchamp bajo arresto luego de ajusticiar al coronel Riggs.

El 30 de octubre

La insurrección de 1950 correspondió a un momento social muy diferente a los años 30. Empezaba una segunda y más decisiva destrucción, en el sentido doble de la anexión del país al capital estadounidense —con la Operación Manos a la Obra desde 1947, que además provocó una gran emigración— y de una reducción severa de la agricultura. 

De izq. a derecha: Rafael Cancel Miranda, Andrés Figueroa Cordero, Lolita Lebrón e Irving Flores.

La insurrección no perseguía, como a veces se cree, algo tan ambicioso como lograr la independencia de Puerto Rico, sino llamar la atención internacional sobre la farsa del Estado Libre Asociado que Muñoz Marín inauguraría en 1952. 

Tampoco fue la insurrección que los nacionalistas habían planificado, sino una reacción accidentada a la anulación del plan revolucionario original, pues la Policía descubrió el sitio en Peñuelas donde guardaban el armamento. 

Cuando después la Policía detiene en Santurce los automóviles en que viajaban dirigentes nacionalistas para arrestarlos, Albizu ordena la insurrección: que los militantes se lancen a prender fuego a instalaciones federales y tomar cuarteles allí donde puedan, y proclamen, simbólicamente, la república. 

Ya no habría la insurrección que se había pensado, pero habría protestas armadas, ataques, sabotajes y combates. Los nerviosos policías y militares desataron a veces crueldad evidente, como en la masacre de Utuado. 

Los locales de reclutamiento militar fueron especial objeto de la rabia incendiaria de los nacionalistas, pues el gobierno estadounidense empezaba a forzar a los varones puertorriqueños a la infernal guerra de Corea.

Hubo levantamientos en Peñuelas, Ponce, Arecibo, Utuado, Mayagüez, Naranjito, Jayuya, San Juan, Santurce y Washington DC. Lo efectuó el organismo de entrenamiento, apertrechamiento y seguridad que el Partido Nacionalista trataba de desarrollar desde los años 30, entre dificultades y limitaciones, llamado el Ejército Libertador. 

Miñi Seijo Bruno registra la participación directa de al menos 140 combatientes nacionalistas. Hubo 25 muertos de ambos bandos en los enfrentamientos armados. Después hubo más de mil arrestos. Decenas de nacionalistas fueron encarcelados en Puerto Rico; muchos salieron de la cárcel tras sucesivas decisiones del gobierno colonial, entre fines de los 50 y los 70. 

No perseguían, en general, inmolarse estos militantes —aunque sabían que cuando menos irían presos—, si bien combatieron con organización improvisada y armas escasas, y sin mayor plan estratégico. En Jayuya y otros pueblos gente que no pertenecía al Partido Nacionalista quería unirse y pedía armas, pero no las había. 

Hubo casos de inmolación. El grupo que atacó La Fortaleza en San Juan, encabezado por Raymundo Díaz Pacheco, fue directamente a la muerte; tenían plena conciencia de que morirían. Si posible tomarían a Muñoz Marín como rehén, pero era claro que difícilmente sería el caso. 

Oscar Collazo y Griselio Torresola, quienes realizaron en Washington el atentado contra el presidente Truman el 1 de noviembre de 1950, ciertamente fueron a inmolarse. 

Triunfo imperialista

Décadas después, estamos acostumbrados a la destrucción de la economía y sociedad de Puerto Rico, en parte porque quizá nos negamos a admitirla en su profundidad. Pero en la primera mitad del siglo XX, ¿qué motivo, si no la destrucción de la forma de vivir que había dado sentido a ciertos grupos sociales, podía ser tan poderoso como para producir una voluntad de morir? 

Si bien la identidad nacional está lejos de reducirse al capital puertorriqueño y a la vieja agricultura criolla, la marginación de estos factores terminó importantes focos de poder con que Puerto Rico podría existir como realidad económica y política. De aquí la desesperación que se ha atribuído a los nacionalistas (cfr. Juan Antonio Corretjer, El líder de la desesperación, 1972).

Otra posibilidad es que la realidad nacional emane, no del capital criollo, sino del trabajo y del potencial intelectual popular, si se convirtieran en poder político. Esta opción “socialista” es una hipótesis, si bien está latente en todas partes aunque el sentido común mediático que se ha creado pretenda que ya no existe. 

La economía de hacienda que avanzó desde fines del siglo XIX se expresó en movimientos autonomistas e independentistas cuya lucha, junto a la guerra de Cuba, presionó a España para conceder la autonomía en 1897. 

Las plantaciones de azúcar que instalaron el capital norteamericano y sus aliados burgueses locales coexistieron con la actividad agrícola, comercial e industrial puertorriqueña y con una intensa actividad política e intelectual criolla. La economía era colonial, a la vez que proveía todavía vigor a los grupos que afirmaban el carácter nacional de Puerto Rico. 

La nueva invasión de capital estadounidense que sobrevino después de 1947 consolidó decisivamente la integración de la Isla a Estados Unidos. La agricultura como renglón económico empezó a derrumbarse, reduciéndose en gran parte al patio y la parcela del hogar (cfr. Rubén Nazario Velasco, El paisaje y el poder, 2015). La clase obrera aumentó su emigración, la cual ha crecido de nuevo en el siglo XXI. 

Carente de poder, instituciones propias y posibilidad de proyecto, Puerto Rico —no digamos ya la independencia— ha ido limitándose al plano mental e imaginario, si bien sobre la materialidad geográfica isleña. 

Boricua en la luna

No debe extrañar la imposición de la Junta de Control Fiscal, ya que el poder financiero sujeta la economía isleña desde hace un siglo. Desde inicios del siglo XX el crédito y la deuda fueron formas de Estados Unidos anexar de facto los países formalmente independientes del Caribe, no digamos ya su colonia directa (ver Peter James Hudson, Bankers and Empire, 2017).

Ha sido común, pues, la tendencia a la nostalgia, incluso como modo de resistencia emocional y protesta. Pero creció con la integración de Puerto Rico a Estados Unidos que propulsó la economía colonial desde mediados de siglo XX.

El sistema escolar —en español a partir de 1944— incluyó desde los años 50 historia y literatura puertorriqueñas, un logro de las luchas populares. Ha sido una educación unida a la ausencia de economía propia y otras instituciones esenciales. 

Un Puerto Rico principalmente mental se expresa con franqueza en el poema “Boricua en la luna” de Juan Antonio Corretjer, que musicalizó bellamente Roy Brown y ha sido un éxito de enorme popularidad desde los años 90. Afirma emotivamente la puertorriqueñidad obrera, así como su desarraigo. El documental After María (Nadia Hallgren, 2019) aborda esta desubicación por vía del género femenino, y también el discrimen y burocratismo del aparato federal.

Cada vez más federalizado, el gobierno local es motivo de chiste y crítica por sus dificultades fiscales e intelectuales. Pero es dificil saber cuál sería la función del gobierno electo local —adoptado en 1948 tras la presión de luchas patrióticas y populares—, pues un desarrollo socioeconómico propio de Puerto Rico está descartado oficialmente. Aquí el desarrollo como tema científico es generalmente desconocido, incluso asume un cariz subversivo, aunque en el resto del mundo se estudia y discute. 

La extensión de la ciudadanía americana en 1917 podría significar que Washington había decidido desconocer el carácter nacional de Puerto Rico, a la vez que daría a los puertorriqueños, como individuos, acceso al amplio mercado norteamericano. Habría desarrollo individual para quienes puedan; no del país.

Los sacrificios de los nacionalistas parecen una advertencia dramática de que todo esto ocurriría, y de que la nación, como realidad material, estaría en camino de liquidarse. Su idealismo era más bien materialista (ver los discursos de Albizu entre 1948 y 1950 en Ivonne Acosta, La palabra como delito, 1993). 

Lo popular

Queda, desde luego, la potente cultura popular. Su base es una “jibarería cimarrona libertaria” forjada en los primeros siglos de colonización española, según Ángel Quintero Rivera en su fértil texto Salsa, sabor y control; sociología de la música tropical (1998). 

Lo “jíbaro” lleva dentro la herencia africana y la diversidad de elementos oprimidos que formaron paulatinamente la sociedad isleña, sobre todo en los campos. Se formó en condiciones aisladas y agrestes y en tensión con el poder, pero atraído hacia la civilización cristiana e hispana, cuyos rasgos hizo suyos y transformó a su manera. “Libertaria” puede significar aquí irreverencia o distancia respecto al estado y otras instituciones. 

Es ambigua la afirmación práctica y vivida de la identidad boricua, la que los puertorriqueños espontáneamente han formado como defensa ante distintas circunstancias. El balance puertorriqueño incluye dominación imperialista, anticolonialismo, resistencias latentes y proamericanismo.

Que el albizuísmo sea “la conciencia nacional puertorriqueña” —como Manuel Maldonado Denis titula el volumen que editó en 1972—, por tanto, se mantiene en suspenso. Si se identifica con lucha por institucionalidad política y soberanía jurídica descolonizantes, debe todavía formarse orgánicamente.

La vaga memoria histórica de heroísmo, lucha, honor y nacionalismo —que nutren blogs y portales de gente de la Isla y la diáspora— se confunde con las resistencias a PROMESA, apego a la ciudadanía americana y al Medicare, proposición de la negritud, búsqueda de la tierra y el agro, vida en los estados norteamericanos, música urbana, evasión de la ley, consumo de masas, literatura, drogas y armas, crisis de la lectura y la escritura, prisión, poder totalizante del mercado, bajos salarios, lucha por la educación, carácter político de los huracanes. 

No se traga el olvido del todo, pues, los extraordinarios hechos en que la ira y el odio se desplegaron pública y francamente y se hicieron sacrificios sangrientos. Añejada en la mente popular, la épica sacrificial sin embargo es ambivalente: puede convertirse en institución —estado, religión, política— o, por otro lado, en poesía y folklor (ver Sigmund Freud, Moses and Monotheism, 1939). 

La cultura popular se enriquece o empobrece en dependencia de la fuerza social que le imparta dirección. La hegemonía que imparten el capital y el mercado ha tenido en Puerto Rico efectos destructivos en la sociedad y la solidaridad, sobre todo a partir del neoliberalismo. Por tanto el poder político es crucial. 

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