La marea de los muertos (novela por entregas) Episodio 4

El día dos de noviembre, a las cuatro de la tarde, plena marea de los muertos, caminamos lentamente entre la bruma y el salitre. Antes de salir, Fabienne insiste en ceñirse el cabello con una cinta azul celeste.

Nos detenemos a mirar un grupo de pescadores que no han salido a la mar y están en un ventorrillo donde venden cervezas y frituras.

Sé esto, que nada más preciso saber. En ese momento fluido, impreciso, cuando las sombras avanzan y se asienta breve el atardecer, vemos el resplandor lejano del cementerio donde se ha organizado un encendido de luces para la visita anual de los deudos.  Esa es la realidad palpable. Entonces se suceden deslindes importantes en el continuado de las cosas y quedamos encerrados en medio de círculos concéntricos que se mecen gentilmente y nos miramos desde lejos ella y yo, desde otro punto distinto al que ocupábamos segundos antes del misterio y la veo huidiza de formas como si estuviese iluminada desde atrás, igual que las láminas de la virgen y tengo la certeza de que antes y después de esto, hemos conversado cosas importantes y tratado asuntos de gran peso y vinculación;  trae el momento la vibración de aires extraños que transportan ecos de otras gentes, de otros lugares tan lejanos como, por un decir, La Malaca Inglesa, y tan cerca como dos cabezas sobre una almohada olorosa a menta y suspiros y algo habrá tenido que ver la luz y unos pinos australianos cuyo olor se mezcla con el olor de los naranjos en un huerto cercano y ella pausa, me mira curiosa, como si se estuviese mirando ella misma al espejo por primera vez, o a través del espejo secreto de los descaros en un gabinete de mirones, y no podemos reemprender camino, anclados como estamos en ese escalón del evolutivo más elemental, en la esencia indiferenciada y entramos y salimos, ella en mí y yo en ella, en esta danza nueva de épocas y traen alcances íntimos esos gestos suyos tan deliberados, casi litúrgicos en su conformación, ante el asombro y el desvelo de lo que somos y entonces una sonrisa suya crece vagamente y deviene en carcajada de sonoridad encantada, como campanas en Pascuas y el brillo de sus ojos tan elocuente igual el leve temblor de sus manos tostadas por el sol cuando me acaricia el rostro; retomamos la tábula rasa, esa laja fulgurante de inocencias antes de la Caída y de los destinos que siguieron a ella, nada queda atrás, salvo las tinieblas por las cuales hemos transitado sin el mínimo temor y nos ha llovido luz nueva de polvo de las estrellas; todo transforma en ondas de levedad, sin peso específico ni asidero real y así, por ellas, nos movemos, desenvueltos, audaces, sin importarnos nada y la mirra y el incienso de los amores que traíamos para parcelar, para almohada de nuestros futuros individuales, los hemos intercambiado por el olor de la vida, el de los naranjos y el salitre y viajamos de la mano por las luces del tiempo, reventando de unicidad compartida, toda la eternidad mía recogida en la de ella; la suya en la mía y entonces me da tristeza porque habrá, o sepa usted si ya ha habido, quien se antoje de mí y tendré que enviarle el desengaño porque es Fabienne, no hay otra, ni antes ni después y otros labios y otras tersuras que ya ni me apetecen porque nos bastamos ella y yo e igual acontecen a ella las mismas cosas; todos nuestros alientos, encerrados, en un círculo perfecto como la luna llena en las noches claras, un círculo que toca ambos extremos de la nada y atraviesa el caudal de lo que somos, que recorre desde los píramos grises de un vacío al otro, con señaladas orillas, breves, que asoman a los acantilados de la nada y al centro de todo, la luminosidad incandescente donde nos desenvolvemos. La he visto yo con un traje amarillo verano bajando por el sombreado de una calle empedrada, desbordando de vida, con la misma fisura breve en el mentón y también de niña, dolidamente hermosa, como las que aparecen en las telas de los pintores flamencos, bucles y un pecherón bordado y almidonado, intensa y adivinatoria la mirada suya y habitamos lugares que sólo conocía por láminas: una habitación que mira a unos techos de terracotta mientras desayunamos duraznos, leche y pan untado con miel, sentados en medio de sábanas revueltas y ella limpia de mis comisuras el jugo de la fruta con un pañuelo de lino bordado y le acaricio la frente y me detengo al borde de un rizo salvaje que refleja la luz fría que penetra por la ventana y, en lo que toma pestañar,  nos mudamos a otro lugar, la Cochinchina o Ceilán –me parece por los aires frescos y suaves– y ella me cuenta un secreto que ha aprendido allá –aunque hay desconcierto porque en esta etapa Fabienne tiene veintitrés años y yo sigo con quince y está de pie frente mío– desata su kimono y acerca su vientre a mi nariz y huelo orines dulces, lejanos y me habla que se toma sus orines, a la prima, cada mañana, media taza. Me dice que es un calmante extraordinario y que en Asia le llaman la cura del urinario cuyo balance se lo frota y se queda tal cual, embalsamada, hasta media mañana cuando toma su baño matinal para salir y entonces, obedeciendo, la sigo hasta el WC donde hacemos la matinal y nos orinamos mutuamente y el calor de nuestras alegrías es como la sangre que inunda y oprime el pulmón tras de una cirugía y el médico la extrae de un puntazo intercostal con un bisturí que la expele tan caliente que quema como un café recién servido y entonces retornamos a los giros de estas esencias del tiempo donde no hay pasado ni porvenir, sólo ese presente eterno, el soy trascendental de los místicos y echamos a andar por calles que en las realidades antes de esto, eran caminos nuevos que faltaba yo por pisar pero ahora los conozco; sé adónde dirigen.

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