LA MAREA DE LOS MUERTOS Relato por entregas

El Cuaderno Secreto de Leslie

20 de octubre de 1935

Me salto el timbre de las tres de la tarde y cruzo bajo llovizna por la Barandilla hasta la Bombonera bajo el palio de los toldos de las tiendas vecinas.

No bien entro, Santiago me prepara un chocolate caliente y un pan de Mallorca untado de mantequilla y queso suizo.

Le doy las gracias. El apunta la consumición en una libreta a nombre de mi papá.

–El periódico también, le recuerdo.

Me entrega El Mundo, edición del mediodía.  A los quince minutos se aventuran unos condiscípulos que aguardaron el timbre de salida. Se sientan en las mesas del fondo. Permanezco en el taburete del lunchonette leyendo “Destellos de Hollywood” y la cartelera del cine Rialto. Leo también los consejos idiotas de una señora de la vecindad a la que insisten en ponerle una foto de cuando hizo la primera comunión.

Tomo despacio mi merienda y paso a las páginas centrales donde se publica una serie sobre la muerte de Bonnie Parker y Clyde Barrow en Texas.

Termino con la novela por entregas sobre una tal Mrs. Whitfield que trae a todos de cabeza por la mala vida que le da su marido. Ella insiste en conservar su hogar por los dos hijos habidos. No hay mucha más tela en esto a menos que se le ocurra al escritor divulgar que uno de ellos es…hijo de otro hombre. Me gustan las plumillas que la ilustran, minuciosas, finamente detalladas que súbito se convierten en sfumatto por los bordes.

El padre Tomás me ha dicho que son pruebas para fortalecer el espíritu. Piensa que se trata de una señora americana de San Juan. Me ha insinuado que le dé su dirección para visitarle.

Llego a mi casa y me espera mi papá. Con cara de circunstancias, me ha ordenado viajar al suroeste como una medida de orden profiláctico.

Tras de la muerte de mamá habla así. Igual pudo haber dicho ‘por razones de salud’, pero no, se dirige a mí como si yo fuera un burócrata de los que suele rodearse.

Explica a seguidas que se trata de una epidemia de tifus en un vecindario cercano y pobre de la capital. Se han tomado medidas pero hasta el presente ha sido difícil contenerlo.

Por descontado, él se quedará para manejar el cordón sanitario.

Francine, la dueña del hotel Hirondelle y su amiga de la niñez, se encargará de mí.  Allí es donde pasamos las vacaciones desde que murió mamá en 1931.

–Si todo sale bien, Leslie, hablamos de uno, a lo sumo dos meses– me dice poniéndome la mano en el hombro.

Recojo mis libros escolares y una docena de los suyos, de su biblioteca. Los prohibidos, los oculto en el fondo de la maleta que Matilde me ha preparado.

Cuando saco la toalla de playa, mi papá me advierte que la temporada de baños ha terminado en agosto. Igual la oculto junto con los libros. Pienso que habrá algún día de sol durante mi estancia extramuros de la capital.

Matilde, que ha conseguido una ayudantía en mi casa bajo la tutela de Braulio, amanuense y regidor de los asuntos domésticos, se despide de mí tras la cena.

Me sienta bien esta muchacha que vino de Nueva York a visitar familiares en Ponce y ha decidido quedarse en San Juan una temporada. Lleva con nosotros desde agosto y tenemos, mes más o menos, la misma edad. Papá dice que es muy inteligente, y sabe estar. Tampoco hay que repetirle las cosas como a Braulio.

Además deja la plata deslumbrante.

Le ha escrito a su mamá que se queda un año y después verá si regresa por la buena colocación que ha conseguido.

Papá estima conveniente su presencia y le ha puesto como condición que me hable en inglés en toda oportunidad. También la ha matriculado en la escuela nocturna para que no rezague su educación.

Parto a las seis de la mañana con el chófer que las autoridades sanitarias le han asignado a mi papá.

No bien salimos comienza una fina llovizna y al llegar a Caguas se nos larga un aguacero denso como los de la última semana. Estimo que tardaremos seis horas, al menos, cubrir la ruta hasta el Hirondelle.

El motor afinado del Buick ronronea y descanso la cabeza sobre un cojín. He dormido solamente tres horas.

A medida que avanzamos en la ruta, subiendo por la cordillera camino de Ponce y de Cabo Rojo, me ronda la cabeza el intermezzo de Cavalleria Rusticana, con la distorsión propia de una transmisión de onda corta.

Matilde lo tarareaba durante su toilette de la víspera, desnuda y arrodillada frente a una ponchera, como las mujeres que pintaba Degas.

La he espiado tres o cuatro veces y siempre tararea el intermezzo, como si fuera una señal secreta, para que me acerque. Pienso que sospecha que la espío.

Anoche, antes de comenzar, ha hecho cosas que el señor Degas habrá pintado pero nunca colgado. Por los desvelos, he dormido casi toda la ruta y he tenido pesadillas.

Me asalta la duda y el escalofrío. Este cambio súbito en mis circunstancias, ¿Valdrá la pena?

22 de octubre de 1935

La lluvia amaina pero sopla un viento frío que lo vuelca todo, gente, sombreros, el ánimo mismo. La radio del automóvil anuncia la probabilidad del paso de una tormenta al sur, pasado mañana.

El chófer busca a Francine, que me instala en una habitación con recibidor al fondo del pasillo, primer piso.

Han pintado el pasillo de un verde duro y el tresillo de crema hace ya un tiempo, después del verano y antes de la temporada inhóspita de este octubre. Parece una puesta en escena, encantador y falso a la vez, el aire de decrepitud del patio frente de los apartamentos: hierba recrecida por todas partes, una fuente con nenúfares a punto de desbordarse, cuatro chaises longues, tumbadas de lado por la ventolera.

Me ha dicho Francine que de necesitar cualquier cosa, sólo tengo que llamarla. Me entrega la llave.

No es mujer vieja Francine. Tiene a lo sumo treinta y ocho años. Heredó el hotel de sus padres cuando ambos murieron durante la epidemia del cólera del dieciocho. No ha hecho otra cosa desde entonces. El hotel está medio vacío pero de viernes a domingo hay thé dansant con una orquesta local. Vienen parejas a pasarla bien y hay un aire muy a propósito.

Desde su viudez, papá suele bailar con Francine una que otra cosita rumbosa y de moda en el dansant. Entonces se parece un poco al de antes.  Toma whiskey y ríe. Me hace guiños conspiradores. Las mujeres no le quitan los ojos de encima.

Al día siguiente de mi llegada, una jovencita de mi edad, bonita, espera junto con su mamá al encargado. La conozco de haberla visto en un picnic de la  Superior Central la primavera pasada. Estaba yo entonces con mi primo quien me la presentó.

Aquel día estuvimos conversando muy seguido. Recuerdo la atracción poderosa de sus cabellos color de las avellanas tostadas y sus rizos que olían a lavanda. La miro y recuerdo el humor de su mirada. Sus ojos son del color de la miel cruda, su piel pálida como los cirios de misa.

Y como ha de suceder en el universo perfecto que habitamos, al día siguiente la veo salir a mediodía de su habitación, puerta por puerta con la mía, a través del jardín salvaje del Hirondelle.

AL término de tres días, y para mi sorpresa, noto un acento de melodía en las breves y apartadas instancias en que hemos estado cerca. Hay un cariz de encantamiento que, de propio y común acuerdo, hemos optado por disimular.

Artículo anteriorHora de reflexionar para el Independentismo
Artículo siguienteLa marea de los muertos Relato por entregas (novela por entregas) Episodio 2