La memoria y el trauma: Narrar el desastre

A raíz del impacto del huracán María, el 20 de septiembre de 2017, y su secuela de angustias y carencias, más la agonía persistente del país en quiebra, azotado por el control dictatorial y las promesas de coartación de la junta federal de control fiscal y un gobierno local que juega peligrosamente con los malabares inciertos del neoliberalismo y la usurpación de los derechos humanos, Puerto Rico vive su íntima tragedia. En este patético escenario, la clase letrada se enfrenta a retos e imaginarios, que, aunque no son nuevos en nuestra realidad de pueblo, se manifiestan hoy con abrumadora crudeza.

Le corresponde al escritor puertorriqueño no solo narrar el desastre, a partir de la mirada creativa, sino además identificarlo y conjurarlo.

¿Cuál es realmente el trauma del país?  Es, en la apariencia, la falta de cohesión grupal y de acción nacional para enfrentar y solucionar la crisis.

Pero hay que ser precisos y justos.

El trauma es real e ideológico. El imaginario de la impotencia, disfrazado de consignas huecas, es uno creado por la fortaleza material de los intereses imperiales.

Y ante ese imaginario, corresponde al narrador boricua no solo la tarea de producir los mega-relatos de nuestra historia, pese a las quejas de los testarudos posmodernistas, sino también el de acometer el uso de la imaginación y el verbo como un acto heroico, apasionado y cotidiano, de vindicación de la identidad del pueblo puertorriqueño. Así lo hizo nuestro Luis Rafael Sánchez, a juicio del mexicano Carlos Fuentes, en su texto Geografía de la novela, (Alfaguara, 1993).

La verdadera tragedia reside en el despojo de la conciencia nacional y la imposición de formas identitarias negativas – muy negativas – de incapacidad, sumisión y abatimiento. A la luz de nuestra historia oficial, impuesta por el colonizador, Puerto Rico es un país sin epopeyas, ni heroísmos, en donde se favorece el acomodo, el oportunismo y la corrupción. Los proyectos revolucionarios y las rebeliones de los esclavos, en los siglos 19 y 20, se desecharon como actos de locura, desorganizados e inofensivos, pese a que fueron aplastados y perseguidos con saña y sin piedad.

Temprano, en el siglo 18, los cronistas españoles dibujaron el perfil del ente criollo como uno pausado, vago y taciturno y de color de piel desagradable, (Fray Iñigo). Un siglo después, don Manuel Alonso – autor de El Gíbaro (1849) -, inicia, para bien o para mal, la narración de la alegoría de la gran familia puertorriqueña.

Luego, otros relatos, Brau y Acosta, se ensamblan en la narración de una identidad equívoca, marcada por la docilidad, el fracaso, el miedo y la desesperanza.

El Grito de Lares (1868) fue una algazara (o algarada), según don Alejandro Tapia y Rivera (1826 – 1882). (Y vale acentuar que es Tapia, hijo de un militar espsñol, quien destaca en sus novelas los primeros retratos positivos del puertorriqueño.) Somos un pueblo enfermo, diagnóstica el médico y novelista Manuel Zeno Gandía (1855-1930). Desde París, en 1898, el padre de la patria, don Ramón Emeterio Betances, desesperado por la ausencia de un ejército revolucionario, profetiza la condena de la “colonia para siempre”, a pocos días de la invasión de las fuerzas navales estadounidenses. La falta de rumbo y el mestizaje son lastres de nuestra identidad, según Antonio S. Pedreira, en Insularismo (1934). Luis Palés Matos pide a Dios, al filo de la depresión, piedad, señor, piedad para un pueblo que se muere de nada.  (Lo cierto es que se moría de todo.)  Los puertorriqueños somo dóciles, manifiesta enojado René Marqués, luego de la derrota militar del nacionalismo en 1950.

Inmediatamente, en 1951, un malogrado poeta, Luis Muñoz Marín, asienta el sello definitorio. La independencia es sinónimo de tragedia, dice el gobernador colonial en 1951. Se impone así el reino apaciguador de lo posible: la paz de la sumisión; más se nos asigna, sin poderes políticos, ni soberanía, la tarea eterna de erradicar la pobreza.

La tragedia del país es la subordinación social y política ante un mundo degradado, sin metas y sin proyectos de libertad y saneamiento. Los pueblos sin utopías se desmoronan y sus habitantes emigran en la búsqueda de paraísos perdidos o tierras prometidas.

Corresponde pues a los poetas y escritores narrar de nuevo a la nación, refundir sus mitos fundacionales, recitar sus epopeyas y reconstruir los datos históricos desplazados. Y para eso contamos con los decires múltiples de las novelas y las imágenes nuevas de la poesía.

La labor perentoria del narrador, la narradora y el (la) artista puertorriqueño(a), frente a la tragedia de la desigualdad social y la pobreza política, es el uso del verbo y la imaginación, para atraer lectores, y juntos – lectores y narradores – fijar, perseguir y alcanzar metas de cultura, de libertad y del pleno goce de la condición humana.

Palaras leidas en el Festival de la Palabra 2018.

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