La poesía secreta de Puerto Rico

Néstor E. Rodríguez

Al margen de lo que prolifera en las redes sociales y el ínfimo circuito de premios y becas de creación en Puerto Rico, existe un extraordinario archivo poético apenas atendido. Me refiero a una poesía de altísimo nivel que está muy lejos de la tendencia a utilizar el poema como espacio de divulgación del mensaje de tal o cual causa y bandería.

Como nos enseñan los poemas de Julia de Burgos, José María Lima, Joserramón Melendes, Anjelamaría Dávila, Manuel Ramos Otero y José Raúl González (Gallego), abrazar la causa no es una imperfección. Lo es cuando dicho gesto no viene acompañado de la faena con el lenguaje, que es a fin de cuentas lo que hace que una obra perdure.

La poesía secreta de Puerto Rico no persigue una forma de producción masiva ni lleva prisa; más bien se deleita en su propia invisibilidad. Entre los hallazgos recientes de esta cantera figuran libros ineludibles como Campo minado de Juan Carlos Rodríguez, Permanencia en puerto de Vanessa Droz, El templo de Samye de Irizelma Robles, Estrategias de combate de e.s. ortiz-gonzález y En este lugar se respira de Sylvia Figueroa, así como tres que verán la luz próximamente: Leptospirosis de Ángel Díaz Miranda, La Melancolía de Durero de Zaira Pacheco y Este círculo es mío de Ivelisse Fonseca Lago.

Un rasgo que conecta estas propuestas por demás disímiles es la ligereza. En ellas la cortedad del decir está en función de la hondura filosófica y emotiva, y esto no es poca cosa en el Puerto Rico de los tiempos que corren. Con su apego a la monumentalización de la vivencia, la poesía secreta apela a la esperanza de una “soledad floreciente, soledad hacia afuera, que saca de su misterioso subsuelo la continua renovación de sus dones”, como intuyó María Zambrano al describir el aparente desamparo de Puerto Rico en tanto isla como espejo de la condición humana.

Indudablemente, en la poesía secreta de Puerto Rico la palabra se alza sobre la ruina para testimoniar con nervio y llaneza, con el sujeto lírico de la obra de e.s. ortiz-gonzález: “En esta línea contengo un bosque”.

 

 

Artículo anteriorOtros Betances: la transformación de un científico y médico en un activista
Artículo siguienteMemorias de un estadista frustrado