La realidad virtual y la propiedad privada: Ready Player One

Si entendemos que la realidad virtual es un mundo tridimensional que imita casi a la perfección una realidad material, entonces es posible transcender la idea de que éste puede ser únicamente creado por computadoras. ¿Podríamos también llamar virtual aquella realidad creada en un espacio teatral donde el espectador interactuaría con otros seres? ¿Qué tal la realidad creada por un grupo de jugadores que guiados por un “dungeon master” enfrentan seres míticos que obstaculizan su misión? El espacio creativo en estos “role-playing games” es tan real como cualquier simulación computarizada. Todos los que coexisten en estos espacios participan en la creación de esta realidad. A diferencia de un texto literario, donde usualmente un solo autor construye el mundo a través de su uso particular del lenguaje para que el lector lo experimente, una realidad virtual está siendo creada constantemente por sus habitantes. De esta manera, un árbol es un signo que sólo se puede reconocer como tal si todos los que pueblan ese espacio están de acuerdo. Entonces, el espectador, tanto como el “dungeon master,” el director o escenógrafo, los actores profesionales, y los programadores de computadores, entre otros, colaboran para diseñar la forma que toman estas realidades.

¿Quién entonces se puede declarar como el dueño de estos mundos virtuales cuando todos participan de su creación? La película Ready Player One (EEUU, 2018), dirigida por Steven Spielberg y basada en la novela de Ernest Cline (que también escribió el libreto junto a Zak Penn), trata de manera sumamente simplista estos temas. La historia manipula al espectador a aceptar sin cuestionamiento que sólo un hombre con complejo mesiánico, una corporación, o hasta un grupo de compañeros de lucha se adueñen del OASIS, el mundo donde cada habitante campea por su respeto.

Ready Player One se lleva a cabo en el 2045, una distopía futurista demasiado similar a la nuestra donde los de abajo continúan habitando lugares marginados mientras los de arriba venden su dignidad al mejor postor corporativo. Wade (Tye Sheridan) es un adolescente que escapa de su realidad opresiva a través de la tecnología. Entre una montaña de carros, el protagonista entra a su lugar secreto dentro de una camioneta abandonada. Allí esconde todo el equipo necesario para acceder al OASIS, un mundo virtual creado por el huraño Halliday (Mark Rylance). En el OASIS, cada persona asume una identidad alterna o avatar con el cual interactúa con otros habitantes de este mundo. Halliday ha pensado hasta en el más mínimo detalle al crear un espacio que continúa siendo expandido por todos los que lo cohabitan. Pero el OASIS queda sin dueño cuando Halliday muere. A lo Willie Wonka, que en la película Willie Wonka and the Chocolate Factory (dir. Mel Stuart, EEUU, 1971) decide poner en una competencia secreta a un grupo de niños para ver cuál merece ser el dueño de su fábrica de dulces, Halliday deja una serie de pistas dentro del mismo OASIS para que el primero que las resuelva herede su mundo virtual. Por su extenso conocimiento del OASIS, Wade se convierte en el líder de un grupo diverso de rebeldes que batallan por resolver los acertijos de Halliday. Su mayor antagonista es una corporación millonaria dirigida por Sorrento (Ben Mendelsohn), un gusano corporativo que cuenta con un ejército de empleados, mercenarios y la tecnología más avanzada de esa realidad.

El mayor logro de Ready Player One es precisamente el complejo y multidimensional mundo del OASIS que bombardea al espectador con constantes referencias a la cultural popular de los pasados cincuenta años. Spielberg hace del OASIS una explosión de presencia inigualable donde cohabitan avatares que van desde Chucky de la serie de horror de Child’s Play (EEUU, 1988-2017) y el gigante de acero de The Iron Giant (dir.Brad Bird, EEUU, 1999) hasta King Kong y Jack Torrance de The Shining (dir. Stanley Kubrick, EEUU, 1980), entre muchos otros. Se requieren varias visitas al cine para tratar de identificar el sinnúmero de referencias a películas como Back to the Future (dir. Robert Zemeckis, EEUU, 1988), Star Wars (dir. George Lucas, EEUU, 1977), Silent Running (dir. Douglas Trumbull, EEUU, 1972) y Gremlins (dir. Joe Dante, EEUU, 1984), entre muchísimas otras. Sin embargo, la maravilla de esta explosión masiva de referencias carece de una buena historia que sirva de hilo conductor.

El mundo exterior en el cual habita Wade nunca se desarrolla y la mayoría de los personajes se limitan a estereotipos unidimensionales sin ningún brillo. Inclusive, el mensaje central de la película, que es la amenaza de las corporaciones que luchan por regular espacios virtuales como el Internet para su propio lucro, se diluye ante el conflicto dramático que es la competencia por adueñarse del OASIS. Tal parece que considerar un mundo realmente libre es una atenta en contra de nuestra manera de vida. Por eso, Cline y Spielberg proponen en Ready Player One que unos dueños simpáticos siempre defenderán la libertad de ese mundo virtual, aunque el OASIS siga siendo en esencia una propiedad privada.

Hace exactamente treinta años, Who Framed Roger Rabbit (dir. Robert Zemeckis, EEUU, 1988) arguyó que Toontown, el caótico pueblo donde residen todos los dibujos animados con los que crecimos, sólo le puede pertenecer a sus habitantes. La película no sólo redefine con mucho color y comedia el claroscuro mundo del film noir, sino que también usa como símbolo de la avaricia capitalista a Judge Doom (Christopher Lloyd), uno de los villanos más memorables del cine estadounidense. El horror de la propiedad privada amenaza la inocencia y la libertad de Toontown. Sin embargo, en Ready Player One, el OASIS se convierte en un reino vacío desde el cual Spielberg nos recuerda que la cultura popular tiene dueño y que cada referencia visual le debe haber costado una millonada. Pero su inversión se justifica no por el logro de una buena película, sino por los millones que generará en taquillas alrededor del mundo.

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