La reina Nydia

Nydia

Por Jaime Córdova/Especial para CLARIDAD 

 

Ella vivía en la calle Del Río, entre Calma y Linda Vista, casi al final de la Loíza. Cuando llovía, el fango de la calle subía los escalones que daban a su balcón. En ocasiones, se colaba por debajo de la puerta de entrada y llegaba hasta la cocina, en la parte posterior de la casa. Entonces, Nydia desaparecía por unos días trabajando en la limpieza junto a su madre, una señora casi ciega con las dos piernas hinchadas, a quien nadie recuerda haberla visto salir a la acera.

 Los niños teníamos que esperar el regreso de Nydia para reanudar los juegos de entonces porque ella era la organizadora de las actividades en las cuales participaba la juventud: pelota en las calles de tierra y barro con bolas forradas de esparadrapo y, como bate, alguna tabla o rama de árbol. “Cuidado que la bola no caiga en el patio de Dona Cambucha”, porque primero te insultaba y luego se quedaba con ella. También jugábamos al esconder con la única regla de que no podías ocultarte en tu casa. Había carreras cortas en las que Nydia daba la salida dejando caer un pañuelo. El evento favorito era un maratón que comenzaba frente a la casa de Camilo Fraticelli, en la Linda Vista. Al llegar a Loíza, doblabas a tu derecha y luego izquierda para bajar directo por Tapia hasta la orilla de la playa. Allí recogías arena húmeda y regresabas con la lengua afuera al punto de partida donde te esperaba Nydia para felicitarte. Tenía gestos y palabras de aprobación con cada participante, pero antes había que meterse la mano en el bolsillo y mostrar la evidencia: arena húmeda del Océano Atlántico. Tal fue la popularidad que desarrolló este evento, que la fama de Nydia Martínez se extendió por toda la Loíza y, como suele suceder, el recién adquirido prestigio tuvo el efecto residual de que sus opiniones nunca se retaban aun cuando invadían campos más complejos que organizar carreras de niños, como por ejemplo, decir que Dolores del Río es mejor actriz que Vivien Leigh o que Tony Pizarro es nuestro mejor cantante, “por algo le dicen La voz de cristal”.

 Enseñó a bailar a todos los niños de la Linda Vista y Del Río, pero no a los precoces de la Calma, que habían nacido remeneándose y se dormían escuchando plenas. A mí no pudo enseñarme un solo paso y cansada de intentarlo dictaminó que yo era un irremediable trotón de nacimiento. Por suerte, no me abandonó del todo y decidió convertirme en primera base ‘’porque vas a ser alto y medio delgado como Samuel Céspedes, la primera base del Santurce’’. El interés por la juventud estimulaba su creatividad. Organizaba visitas al cine, asistir a la parada del 4 de julio, volar chiringas aprovechando los vientos del mar. Nydia cantaba en el coro de la iglesia de Santa Teresita y por ser Hija de María, hablaba con las madres de los niños para que estos se matricularan en clases de catecismo como preparación para hacer la primera comunión. En el caso mío, doña Rosa Rodríguez dio su consentimiento inmediatamente y yo me preguntaba cuándo será el día que tendré tiempo para conocer el rostro del futuro llamado Samuel Céspedes. 

‘’Para que vayas aprendiendo a jugar esta posición tenemos que ir a la liga del Canódromo. Quiero que veas a Flor Escalera jugar primera de un equipo llamado el Grossinger y también a Pedrito, la primera del Labra Stars”. Así lo hicimos; pero cuando vi a Flor hacer una recogida, conectar una línea entre primera y segunda y luego robarse una base, comprendí con intuición de niño que yo tampoco servía para primera base. Hice un balance de la situación y rápido concluí que la Calle Loíza contaba al menos con ocho primeras bases que yo nunca podría igualar, desde Gilberto, en la Calle Santa Rosa, hasta el zurdo Paquito Cabanillas, llegando a la de Diego. Cuando se lo dije, Nydia no se rindió. “Pues entonces probaremos todas las posiciones para que escojas la que más te guste”. En este proyecto invertí casi dos años y siempre terminaba enfrentándome al mismo obstáculo. Cada posición ya tenía una ristra de peloteros que se disputaban el reconocimiento de ser evaluados como el mejor. La situación se complicaba cuando los rumores que llegaban a la Loíza desde Barrio Obrero, y hasta de la lejana Puerta de Tierra, describían a los peloteros de estos lugares con intimidantes elogios tales como: “En la calle Vizcarrondo de Barrio Obrero hay un lanzador que se llama Toñín Pizarro, que tira petardos, y si tienes la mala suerte de batearle un hit, en el próximo turno te pega un bolazo en las costillas. También hay un siore que las coge todas y, además, cuando vas a pasar por segunda, mueve la base de sitio para que te enredes y te caigas de culo. Nadie lo ha visto mofar un roletazo. Se llama Cucho Cruz. Pero lo peor de todo es un cátcher que hay en Puerta de Tierra llamado Fafo Sevilla que cuando te paras a batear, seguida pone conversación para distraerte:’’ Ten cuidado, que a tu novia la vieron salir del cine con el hijo de Mañengo, el dueño del laundry El brother”.

 Cuando terminé el recorrido por las diferentes posiciones que tiene el beisbol, Nydia resumió la experiencia diciendo: ‘’Algo tienes que haber aprendido, pero recuerda que todavía falta la posición de lanzador. Dile a tu papá que te compre una bola nueva. Mañana por la tarde empezamos a tirar”. De ahí en adelante todos los días después de salir de la escuela Goyco me hacía tiradas con Nydia frente a mi casa en la Linda Vista. Una tarde, Nydia dijo algo que fue un consejo inolvidable y que cambió para siempre mi manera de tirar una bola: ‘’Lo único que estás haciendo es coger la bola y devolvérmela. ¿Qué ganas con eso? Trata de pegarme un bolazo en la rodilla derecha y luego, en la próxima, otro bolazo en la nariz. ¿Entendiste? Tira a darme en el hombro izquierdo y luego en el derecho. Nunca te hagas tiradas mecánicamente. Desarrolla control haciendo lo que te digo. Trata de ir el domingo por la mañana al juego de Santurce para que veas lanzar a Luis Raúl Cabrera”. 

 Como siempre, Nydia tenía razón. Cabrera estaba todo el tiempo en los alrededores de la zona de strike con una variedad de tres lanzamientos que incluía recta, curva hacia afuera y una bola llamada submarina, que al acercarse parecía baja, pero luego subía y terminaba strike en las rodillas o la letras. Era un repertorio limitado, no tenía cambio, pero lo combinaba de tal manera que resultaba impredecible. 

 Como mi padre trabajaba en la transmisión por radio teníamos una buena localización para ver los juegos, lo cual con el tiempo me permitió apreciar las secuencias que seguían los lanzadores para sacar de balance al bateador. No me perdía un juego de los Leones del Ponce porque estaba impresionado con Rafaelito Ortiz, quien utilizaba recursos nunca antes vistos, como por ejemplo dar la espalda al home poco antes de hacer el lanzamiento y así esconder la bola hasta el último momento. Hacía tiros en apariencia innecesarios para coger fuera de base algún corredor que estaba casi parado encima de la almohadilla. Su propósito era sencillo: incomodar al bateador, comunicarle que aquí yo soy quien dirige las mareas del juego y si te impacientas, pues mejor, porque casi seguro harás swing a una bola mala. Con Tomás Planchardón Quiñones pude notar que la bola recta se le movía hacia adentro cuando su rotación era hacia el bateador y también que su estrategia de lanzar consistía de ponerse al frente en el conteo con recta de strike en el primer lanzamiento. Esto último era casi obvio porque Planchardón no miraba la señal del receptor en conteo de cero y cero.

 Para impresionar a Nydia yo le contaba estas observaciones y me sentía recompensado al notar que escuchaba con interés. Pero hubo un cambio en los temas de conversación. Cada día hablábamos menos de beisbol y comenzaron a surgir otros temas relacionados con el deporte de pista y campo en el cual participaban hombres y mujeres. Además se acercaba el field day de la Central High y Nydia iba a competir en 110 metros con vallas. Llegó el día y allí estaba la muchachería de la calle Loíza en el parque Sixto Escobar. Nydia ganó desde la salida y lo celebramos con un entusiasmo escandaloso que solo se aplacó un poco cuando reconoció nuestra presencia con saludos y sonrisas. 

Creo que a partir de ese momento su vida cambió. Descubrió que la mayor satisfacción que ofrece el deporte durante los años de juventud es la participación activa, lo cual en esta etapa, supera enseñar fundamentos a un grupo de niños y luego observarlos en su desarrollo. Ahora dedicaba gran parte de su tiempo a entrenar para competir en atletismo, especialmente eventos de corta distancia, pero quienes la conocían comentaban que a menudo la veían practicar sóftbol de mujeres —como se conocía entonces el sóftbol femenino— en una pequeña liga detrás de la Central High. 

 Todo es más fácil de entender si aclaramos que estamos en el año 1945. Los Senadores del San Juan son los nuevos campeones del beisbol con una irresistible alineación que incluía a Monte Irving, Luis Rodríguez Olmo, Jaime Almendro –campeón bate de la serie final– Johnny Davis y otros. Finaliza la Segunda Guerra Mundial y ya se habla de los próximos Juegos Centroamericanos a celebrarse en Colombia en 1946. 

La representación de Puerto Rico comenzaba a configurarse y en deportes femeninos la delegación contaría con poco más de cuarenta atletas, que incluía equipo de sóftbol femenino. Para atrechar, y con brevedad de salmo, les informo que Puerto Rico ganó medalla de oro en el deporte de sóftbol femenino. Era la primera vez que un equipo puertorriqueño obtenía oro en eventos de equipos. 

Nydia Martínez formó parte de este equipo y su premio fue la humillación de ser devuelta a Puerto Rico junto a otras compañeras “por conducta reñida con la sana práctica del deporte”, entiéndase, que entre ellas existían prohibidas afinidades femeninas comprendidas solo por sus corazones. Y por ello fueron condenadas con intransigentes códigos allí improvisados. Esta ha sido la determinación más injusta, retrógrada y prejuiciada en la historia del deporte puertorriqueño. Debe señalarse que, para los próximos dos Juegos Centroamericanos, Puerto Rico no envió representación femenina. Al día de hoy necesito creer que se trata de dos incidentes desconectados.

Han pasado setenta y tres años desde que Nydia Martínez se llevó sus recuerdos a las trincheras del Bronx, lejos de los deportistas impolutos de aquellos tiempos. Casi nunca visitaba Puerto Rico, y le perdimos el rastro. La última vez que la vi, hace más de diez años, fue en una actividad organizada por Alberto Caballero, gran amigo de esos tiempos, celebrada en la carretera del Yunque. ¿De qué hablamos? Por supuesto, de la vieja calle Loíza, todavía sin brea, con yerbajos a la entrada de los cafetines; de caballos cargando casabe en banastas; sobre el cuartel de la Policía en los altos del Bar Niza; de El Popular, un lugar para beber de pie porque no tenía sillas ni mesas, nada más un espejo y una penca de bacalao colgando del techo; el moderno Café Madrid en Loíza con Las Flores, primero en contratar mozos; del cine Savoy, con su oferta de tres películas por seis centavos; salir de misa temprano para coger guagua en el terminal de la calle Santa Rosa y llegar a tiempo al Sixto Escobar para ver el juego de las diez de la mañana. Jobos, mangós, grosellas y acerolas silvestres en la ruta desde Linda Vista hasta la escuela Goyco, señoras cargando latones de mondongo en la cabeza, lamer un pirulí, los primeros comics en un negocio llamado La casita dulce. Nuestras memorias recuperaron las bellezas de estos detalles con alegría, acompañamientos de sonrisas y uno que otro suspiro. 

 Nydia Martínez falleció poco después de su última visita a Puerto Rico. Está en el cementerio de Villa Palmeras.  

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