Las elecciones de noviembre miden el futuro de Trump

A mediados de 2016, cuando Donald Trump competía por la presidencia de Estados Unidos, escribí (no fui el único, tengo ese consuelo) que me parecía imposible que un país que apenas cuatro años antes había reelegido a un afronorteamericano a la presidencia –joven y liberal, además– pudiera seleccionar a un troglodita racista como su sustituto. La elección y reelección de Barack Obama, apuntaba mi análisis, tenía que haber sido producto de cambios importantes en el tejido social y no era pensable que ese mismo país eligiera como reemplazo a alguien como Trump.

La elección de Trump después de Obama ciertamente representaba un cambio demasiado grande y, más importante aún, sin que se hubiese producido alguna experiencia socialmente traumática capaz de trastocar los patrones de votación en poco tiempo. Alemania pasó de la República de Weimar, con su constitución moderna, a la oscuridad del régimen nazi de un año para otro, pero aquel cambio drástico estuvo enmarcado en el trauma de la guerra (y la humillación de Versalles), la inestabilidad política y una severa crisis económica. En Estados Unidos no había nada de eso, más bien lo contrario. Barack Obama había encontrado su país en medio de una gran crisis financiera, que llevó a millones de personas a perder sus viviendas, y lo dejaba con una economía recuperada. Además, el liderazgo que Estados Unidos tiene en el mundo capitalista, menguado durante los años de George W. Bush y como resultado de la crisis financiera, también lucía recuperado. La lucha contra el terrorismo de origen islamista se había estabilizado, sin que se produjera algún evento dramático durante los ocho años de Obama.

En momentos como ese, los países no apuestan por cambios drásticos y, de ordinario, optan por quedarse nadando en las aguas de la continuidad. Estudios del comportamiento electoral en Estados Unidos señalaban además que, en periodos de crecimiento económico, el partido gobernante tiende a mantenerse en el poder. En este caso, los análisis fracasaron y el país que en 2012 reeligió con una cómoda mayoría a un joven afroamericano, educado y cortés, optó cuatro años después por un individuo racista y abiertamente desvergonzado.

Sobre ese resultado se han intentado múltiples explicaciones. Una de ellas se centra en las debilidades de Hillary Clinton, candidata del Partido Demócrata. El poco atractivo de la candidata demócrata –vinculada a los excesos de su esposo y muy debilitada frente al casi victorioso Bernie Sanders– provocó una baja participación electoral del sector centrista y liberal, mientras que el afán por borrar el legado del presidente afroamericano impulsó un movimiento contrario en los sectores de derecha. En los llamados “swing states”, los que antes no votaban salieron en torrentes a votar en esta ocasión. Ese análisis concluye, por tanto, que Trump es un fenómeno circunstancial de difícil repetición si los liberales y sectores del centro político, que le dieron la espalda a Hillary Clinton, se deciden a participar de forma medianamente masiva en una nueva elección.

Otro análisis apunta que, según la experiencia electoral en Estados Unidos, la excepción realmente fue Obama, no Trump. El sistema político que surge de la Constitución estadounidense no privilegia, más bien desprotege, a los estados con gran población y diversidad étnica, frente a los pequeños donde los blancos de origen anglosajón siguen dominando. Esa realidad, unido al conservadurismo y el fundamentalismo religioso que domina en esos estados, es lo que ha producido que figuras como Reagan, Bush, padre y Bush, hijo, hayan dominado la política entre 1980 y 2008. La única excepción fue Bill Clinton quien, para ganar, hizo todo lo posible por proyectarse como un demócrata que se parecía los republicanos. Los cambios étnicos y el liberalismo modernista e inclusivo se manifiestan en las grandes ciudades, pero Estados Unidos sigue siendo un país de “pueblitos” donde predomina el exclusivismo racial, el rechazo a los inmigrantes y el fundamentalismo religioso.

Los que insisten que la excepcionalidad estuvo en Obama plantean que, de Reagan a Trump, las diferencias son de estilos y de moralidad personal, no ideológicas. Por tanto, no debe sorprender que haya ganado y que, a pesar de los escándalos que todos los días reseña la prensa, siga conservando el respaldo de los que votaron por él en 2016. Si se recrudecen los escándalos, tal vez ese electorado cambie pero, hasta ahora, ese no ha sido el caso.

A principios de noviembre de 2018 se producirá el primer evento electoral que pone a prueba los dos enfoques que antes resumí. Se trata de las elecciones legislativas de mitad de cuatrienio, donde se vuelve a elegir a todos los miembros de la Cámara de Representantes y a un tercio de los senadores y, por tanto, todos los estadounidenses están llamados a participar. Las motivaciones para votar son muchas porque la futura composición del Congreso puede determinar si Trump termina su mandato o si es expulsado del cargo debido a los múltiples escándalos que su pasado y su presente produce.

Pequeñas experiencias electorales regionales han producido hasta ahora resultados mixtos, aunque sí indican una tendencia marcada hacia una mayor participación. Durante los últimos días el expresidente Obama ha estado participando en la campaña insistiendo, precisamente, en la movilización a votar. Su llamado puede impactar a dos sectores que tradicionalmente son de bajo envolvimiento electoral, como los jóvenes y los afronorteamericanos.

Por la importancia que tiene Estados Unidos, y por el impacto que el proteccionismo comercial y la política antinmigración de Trump están teniendo fuera de ese país, el mundo entero está pendiente a lo que pueda ocurrir el próximo 7 de noviembre. Ese día tendremos por primera vez un indicio claro de lo que puede ocurrir en Estados Unidos durante los próximos meses y años.

Artículo anteriorTransformación que conduce al retroceso
Artículo siguientePor la Independencia