Leer en el avión

 

Especial para En Rojo

La azafata interrumpe mi lectura con una pregunta: «¿Quiere que le encienda la lámpara?» En ese instante me doy cuenta de mi cuerpo inclinado sobre el libro y la oscuridad de la cabina. Le contesto que sí.

Todas las ventanillas de la cabina están cerradas y las lámparas apagadas. La azafata reconoció la escena. Es casi de mi edad y algo sabe de la antigüedad de los libros, de la necesidad del sol, las velas o bombillas para que puedan ser leídos. Soy todavía de aquellos que andan con páginas oscuras y aunque es de día, los celulares y tabletas exigen que la cabina se convierta en una cueva. Gran paradoja en la evolución del libro: para leer en los nuevos dispositivos se requiere de mayor oscuridad.

En su corto ensayo titulado «El fuego y el relato», Giorgio Agamben reflexiona sobre la relación que mantiene la literatura con el fuego. A partir de una cita de Gershom Scholem que alude a cómo el fundador del judaísmo acometía un problema apremiante encendiendo un fuego y orando en un lugar apartado del bosque, Agamben (siguiendo de cerca a Walter Benjamin) considera a la literatura como el remanente de ese relato del fuego atávico y misterioso perdido en la memoria de los seres humanos (11-12). Para él, el escritor «Deberá creer solo e intransigentemente en la literatura –es decir, en la pérdida del fuego–», y procederá «en la oscuridad y en penunbra por un sendero suspendido entre los dioses inferiores y los superiores, entre el olvido y la memoria» (15).

La lectura nos acerca a esa luz en el bosque, al círculo aquel donde nos contábamos historias en la noche. En realidad, nunca hemos salido totalmente de las cuevas e incluso hemos aprendido no sólo a retornar a ellas con insistencia, sino a inventarnos otras.

Pero dudo ahora si me inclinaba solamente por la ausencia de luz, o si el contenido mismo de la novela que leía invitaba a que mi cuerpo se encorvara hacia adelante. Quizá para que La vida breve de Juan Carlos Onetti pueda ser comprendida se requiera de un cuerpo inclinado. Me parece que es una manifestación física de la responsabilidad que se le debe al relato literario cuando éste ha cumplido a cabalidad su cometido con el lenguaje y el lector. Al entregarnos a la lectura arriesgamos la longevidad de la mirada y nuestras propias espaldas para ver si encontramos algún sentido dentro de los huecos profundamente oscuros que hemos creado.

En su libro Inclinations: A Critique of Rectitude, Adriana Cavarero desarrolla una crítica fuerte al sujeto erguido de la racionalidad filosófica y una defensa de la inclinación como el gesto relacional por excelencia, la manera en que nos preocupamos por los objetos y los seres humanos. Su acercamiento feminista ayuda a la filosofía a aceptar el doblez, el desvío, el pliegue y la curva como componentes necesarios del pensamiento. Cavarero alude al famoso cuadro de Leonardo Da Vinci (Sant’Anna, la Madonna, il Bambino de 1503), donde la Virgen María, sentada en las faldas de su madre, se inclina hacia el niño Jesús para asistirlo. De igual manera, la azafata reaccionó ante mi propia vulnerabilidad, ante la incomodidad de la lectura en la escaza luz de la cabina.

Mi preferencia por la lectura de libros impresos me hace vulnerable a los viajes en la cueva y el miedo a molestar con una luz externa la pantalla reflectora del viajero sentado a mi lado. Y sé que llevo la peor parte, puesto que ambas luces no son compatibles y una parecería que quiere extinguir a la otra. La azafata reconoció en mi inclinación la incomodidad y sugirió la luz como el remedio a la curvatura de la espalda, sin saber que Onetti había convocado mi cuerpo a doblarse, a inclinarse hacia la excesiva atención que reclamaba la trama hurdida hacía décadas por este autor que hoy día muy pocos leen. Confieso que probablemente no dejé de inclinarme una vez se encendió la luz. Seguí encorvado, siguiendo las pistas del entramado organizado por Onetti, el vaivén entre Brausen, Díaz Grey, Gertrudis y la Queca en esa fantástica ciudad de Santa María.

Dicen los astrónomos y físicos que en un futuro muy distante todas las estrellas del universo se extinguirán. Esa sería la última cueva de nuestro destino compartido, el humano y el del universo, si es que podemos sobrevivir a todas las anteriores. Lamentablemente, algún día todos los libros permanecerán cerrados.

El autor es fotógrafo y director del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de California en Irvine.

 

 

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