Lo que nos llega del mar: la hermandad antillana

 

Especial para En Rojo

Recuerdo a “los haitianos” de cuando era niña. Llegaban a mi pueblo de Yauco para vender distintas piezas de artesanía en madera y eventualmente se iban. Ahora que lo repienso coincidían con las fiestas patronales. Nunca supe a dónde se retiraban a descansar o si eran residentes de nuestra Isla. “Esos son los haitianos,” me decía Mami y yo les miraba con curiosidad. Lo que me causaba extrañeza era el gentilicio, esa separación entre nosotres y elles. Así también me pasaba con árabes, cubanos, chinos, hasta con gringos, y, un tanto después, con los dominicanos: elles y nosotres. Esta demarcación, si bien se sellaba en ocasiones por el idioma, en otras se timbraba con prejuicios que toda mi comunidad me compartía a modo de enseñanza, y que la televisión confirmaba. No había cuento ni ninguna expresión creativa que me alentara a verles distinto a ese margen en el que se les colocaba nada más con llamarles por su gentilicio.

En esos tiempos de mi niñez yaucana, entre su lengua y el vudú como parte del argumento en películas de zombis, las personas de Haití me parecían muy distantes a mi realidad y por ello, misteriosas. Recuerdo que cargaban montones de bártulos para vender al detal, montaban carpas improvisadas en las calles y cerca de los festivales o fiestas. Nunca ocupaban un espacio que se les fuera asignado. Nunca —que recuerde— se les ofrecía ni consideraba parte de ninguna actividad del pueblo. Eran, estaban allí, les compueblanes les compraban montones de artículos —recuerdo los cucharones de madera y adornos que se ponían en la pared. “Ay, esa gente trae una de cosas lindas…,” decía Mami, pero nunca les compró nada. ¿Cómo viven? ¿Dónde? ¿Qué dicen? ¿Cómo llegaron aquí?

Por eso siempre pongo mi esfuerzo en la literatura y en específico, le apuesto a la nueva novela de Sylma García González, La niña que llegó del mar (Editorial Destellos, 2021). Esta pieza narrativa le ofrece al lector joven unos referentes en los cuales la empatía hace de les haitianes —y por generalización, de les inmigrantes que llegan a nuestras costas— personas heroicas. Asimismo, presenta a otros personajes marginales y otreicos desde una perspectiva muy humanizada sin poner en riesgo su realismo. Desde allí parece una propuesta a repensar le otre desde el amor. Además, las protagonistas son niñas valientes y brillantes; con un sentido de la justicia y un pensamiento crítico divergentes (constante maravillosa en la narrativa de García González). La recomiendo a partir de cuarto grado, pero incluso lectores de sexto pueden disfrutarla y profundizar en los temas que propone el texto.

La novela, con su título que parece sacado de un poema: La niña que llegó del mar, nos presenta a Sophie. Esta jovencita pierde a su madre en medio de una cacería por parte de la policía costanera. Decide refugiarse en una casa de herramientas adonde Mariana da con ella y se decide a guiarla para que se reencuentre con su madre en el faro que queda a minutos de donde están. En el desarrollo de la trama, un vecino que había sido objeto de los chismes de la gente por tener un carácter huraño, llamado el Viejo Pepe, les asiste. Es a través de él que Mariana descubre que la madre de Sophie había huido de Haití y buscaba asilo político en Puerto Rico. Precisamente, sobre don Pepe se rumoreaba que: “practicaba la brujería, porque lo habían visto encender fogatas de madrugada” (49). No obstante, Mariana descubre que las fogatas dirigían a les inmigrantes a un lugar seguro, y que don Pepe hasta aprendió creole en un gesto de lucha y apoyo a la comunidad haitiana. Entonces don Pepe es un aliado, se vuelve otro amigo; las diferencias y prácticas extrañas eran sino parte de un carácter noble y admirable.

Así, el texto no está plagado de los prejuicios con los que crecí ante estos temas. Desde el inicio, Mariana, aguadeña de 10 años, piensa sobre les inmigrantes desde un ángulo comprensivo. “Se los imaginaba como hombres altos y fuertes, para poder enfrentar esa aventura llena de peligros […] sabía bien a lo que se enfrentaban los viajeros dominicanos y haitianos en esa zona marina” (9). El cambio de paradigma en esta narrativa me llevó a pensar en esa niñez en la cual me enseñaban a ver a “los indocumentados” como gente mala, que huía de la ley. Nunca en mi niñez me condujeron a pensar en el mar y la humanidad misma que compartimos. “Ella sintió tristeza al saber que los hacían volver después de tanto esfuerzo” (8), plantea la novela tan pronto como empieza a develar su trama. A esa mirada, humanizada y compasiva, es a la que le apuesto y es la que creo necesaria cuando les hablamos de les inmigrantes a les niñes del mundo. Sin embargo, aunque esa mirada desde la justicia social hacia les emigrades antillanes es el cimiento que permite todo el desarrollo de la acción, la novela nos brinda, del mismo modo, una historia que transgrede las expectativas atribuidas a las niñas por cuestiones de género.

La propia Mariana se asombra al toparse no con “hombres altos y fuertes”, sino con una niña de más o menos su edad y sola. Ambas serán el centro de la narración, como mencioné, y se encaminarán a una travesía como otras de niños que se escapan al monte a escondidas, pero no son niños, sino dos niñas y un gato (la presencia de felinos será otra de las constantes en la obra de esta narradora, también aguadeña).

El gato llamado Pirata desde el nombre sugiere la historia de Cofresí, tan conocido en esa zona del oeste de Puerto Rico. Bien es conocido el carácter comprometido de Cofresí por las comunidades, sus gestas como pirata lo colocaban en un margen con las autoridades españolas, pero que nunca se impidió proveer apoyo a la gente. Estos personajes, oscuros desde una mirada oficial, son bastante luminosos, como el faro hacia donde se dirigen Mariana y Sophie.

Esto parece ser la metáfora de la novela: los faros que, mediante su luz, iluminan y permiten la seguridad, desde ciertos ángulos pudieran verse muy tenebrosos. Además, el faro es también el punto de encuentro entre la niña y su madre, alegoría de los orígenes cuando no había fronteras en el Caribe y los antillanos se movían con libertad y precisión entre las islas de los archipiélagos. Desde esa libertad del movimiento intraisleño entreveo dos cuestionamientos muy valiosos: a las políticas migratorias entre las Antillas y al deber de las personas ante lo que consideren justo. Si bien las leyes responden a unas lógicas del poder, las comunidades responden a las lógicas de ser, estar y compartir espacios desde lo que consideran justo. Don Pepe es quien, como un faro —era un hombre alto e iluminador en sentidos literales y figurados— ofrece luz y una postura con respecto al tema de las inmigraciones: “Yo no estoy a favor de romper las leyes, pero comprendo su situación difícil y trato de ayudarlos en lo que pueda” (60). Esa asistencia y hermandad es una propuesta que llevará al joven lector a cuestionar con criticidad lo que ha de considerar justo. Mariana es el modelo que propone la historia: una niña de diez años guiada por la solidaridad, que está alerta y aprende de su entorno con apertura y valentía. En ese corto periodo Mariana se ve en Sophie y aprende de ella.

Las niñas se encuentran y miran frente a frente como a un espejo, aunque Mariana tiene el privilegio y comodidad de estar en su país, en su casa, con acceso a alimentos y seguridad, no ve a Sophie desde la condescendencia o la patética mirada de la caridad, sino desde el valor de una amistad en gestación. Esto es lo que las llevará a superar hasta las barreras idiomáticas. Ese encuentro se encuadra por la búsqueda de explicarse, decirse, acompañarse. En medio de gestos llenos de ternura e ingenio, las amigas pudieron entenderse, a pesar de no hablar el mismo idioma, otra alegoría en la que me empeño en reflexionar. Somos Caribe y a pesar de no compartir en todos los casos el mismo idioma, compartimos una búsqueda y hermandad.

Esta novela es una joya. Necesitamos llevar textos pertinentes a nuestres niñes que les lleven a entender nuestra caribeñidad desde cuestionamientos y posturas que asuman la humanidad como valor y el mar como vínculo. La niña que llegó del mar tiene el poder mítico de subsanar prejuicios y, como una perla colgada del cuello de una niña muy lista, mostrar nuevos modos de ver la situación de las inmigraciones clandestinas en Puerto Rico.

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