Los libros más terribles: Manuel Ramos Otero

«Los libros más terribles se han vuelto inútil polvo”: de ese modo el escritor puertorriqueño Manuel Ramos Otero (1948-1990) cifraba una moral poética. Se trata de una moral del fracaso que se resiste a traducirse en gesto mercadeable. De modo emblemático, la concisa oración devela el centro oculto de una poética que apenas comenzamos a entrever. Entre esa poética y nosotros la muerte es una página escribiéndose, un hilillo de sangre trazando lentamente los signos de una obra que vendrá. “Los huesos se organizan debajo de la tierra / para emprender el vuelo de los fuegos”: la honestidad de Manuel Ramos Otero quema. Su moral del fracaso no deja de golpearnos, procurando un ardiente rubor, dejando al descubierto las flaquezas y los prejuicios más brutales que nos definen, delatando el carácter vacuo de nuestra celebración tardía en torno al “poema prohibido que nunca escribirá”. Acaso porque ya lo escribió, y aún no lo reconocemos.

Igual que la Marina Arzola figurada en EL LIBRO DE LA MUERTE, “ya conoce la muerte de antemano”. Habría que cuidarse de no disipar esa intimidad con la muerte, esa pulsión que desestabiliza los relatos henchidos de corrección política que promueven los protocolos de lectura de la academia contemporánea. Las palabras del muerto son presa fácil de las agendas de una crítica cautiva de sus buenas intenciones. Pero Ramos Otero constantemente nos obliga a desplazarnos, a no descansar en las respuestas prefabricadas que una poderosa industria cultural transforma en mercancía. A ese poderoso aparato que lo convierte todo en valor de cambio, el poeta Manuel Ramos Otero opone la palabra insobornable, aquélla que sin trabas afirma: “el público es la muerte”.

Ningún testimonio poético había abierto una herida tan profunda en la literatura y la cultura puertorriqueña como el de Manuel Ramos Otero. Se trata de una herida que no sanará. Casi tres décadas después de su muerte, comenzamos a divisar en su obra las señas de un quehacer que, aparentemente, nos reúne. ¿Pero de qué modo? ¿Cómo una obra tan explosiva puede llegar a constituir un lugar de encuentro? Seguramente el poeta habría desconfiado de nuestra celebración –de ese intento nuestro de sutura– y no habría encontrado en ella un motivo para la buena conciencia. Sin reparos habría afirmado: “estamos los hermanos reunidos y sigo estando ausente”. Porque entre los nuestros, hay que recordarlo, Manuel Ramos Otero es otro gran ausente.

“Exilados al sol, / el público es la muerte”: el exilio había trabajado en Manuel esa noción ominosa de la ausencia. Como tantos poetas desde el Romanticismo, sabía que su exilio no comenzó en 1968, cuando tuvo que irse de una isla que jamás cesó de soñar, sino el mismo día en que emergió del vientre materno: “he nacido con la luna de mi madre en la cara / para que baile la danza de su esfera, / mi noche es un sobaco oloroso / para que nunca olvide la esencia de su espíritu”. Para él, como para el melancólico José Lezama Lima de las CARTAS A ELOÍSA, la ausencia había adquirido el espesor de una categoría filosófica, la fuerza irradiadora de una moral poética. Para ambos, esa ausencia se había convertido precisamente en la condición de posibilidad, no sólo de la escritura, sino de la vida misma. Una escritura y una vida que no dejaron ni un instante de mirar hacia el abismo, buscando en él una respuesta que nunca aparecía. Seguir con su paso en el abismo, como el mitológico mulo de Lezama, fue una de las lecciones de Ramos Otero. Para él, como para su amado Borges, “esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético.” En la exigencia difícil de esa mirada se sostuvo. Suspendido en ese hueco terrible levantó su obra, por lo que todo intento nuestro por anclarla según determinada lógica del sentido atenta contra las condiciones brutales de su producción. Comprender, como recuerda Jacques Derrida en POLÍTICAS DE LA AMISTAD, también significa neutralizar. ¿Cómo acercarse a la obra de Manuel Ramos Otero sin neutralizar su diferencia?

“Los libros más terribles se han vuelto inútil polvo”: lo afirma Manuel en uno de los poderosos epitafios de EL LIBRO DE LA MUERTE, justamente el que dedica a Lezama Lima. No hay duda de que los suyos son libros terribles, no tan sólo por haber puesto en evidencia, con una honestidad sin precedentes en nuestras letras, la hondura de un deseo sistemáticamente negado por una cultura intolerante, patriarcal y homofóbica. Lo que hace aún más terribles los libros de Manuel Ramos Otero es el hecho de que él nunca asumiera una postura rígida, segura de sí, transparente y asequible a la primera mirada. Sus textos siempre exigen una segunda mirada. Su voz poética se niega sistemáticamente a ocupar tanto los lugares de lo declamatorio, lo apologético y lo traumático, así como la posición de un supuesto saber. Su obra no acata nuestra voluntad de saber; al instante se rebela, nos devuelve la mirada, desestabilizando ese lugar seguro desde el que pretendíamos descifrarla. Terribles en tanto difíciles, los libros de Ramos Otero no quieren dejar de someter al lector a las exigencias de esa dificultad.

La voz poética de Ramos Otero no se deja leer tan fácilmente, no se entrega a las costumbres abúlicas del lector perezoso. Justo cuando creemos comprenderlo, se nos escapa: “El que viene vendrá / del feto de neón la danza solará / y nunca la certeza / de una balsa en el río / ni la sabiduría del borracho / italiano que nunca olvidará / será el fuego funéreo de la orilla.” Versos como éstos semejan un cuerpo camaleónico en plena metamorfosis. ¿En qué orilla detenernos, en una estrofa como ésta, para comenzar a dar cuenta del supuesto sentido que ella oculta? Allí donde una frase parece culminar se impone otra, por lo que el orden sintáctico y semántico se vuelve a cada paso provisorio. Según avanzamos en la estrofa, ésta se va abriendo a nuevas posibilidades de significación; según avanzamos en la estrofa, el lenguaje va desatando una violencia sobre el orden de su propia sucesión, delatando como falsa la ilusión de que estábamos a punto de llegar al reino de la cordura, a la clausura de la frase, al orden del sentido.

La poesía de Ramos Otero produce un perpetuo travestismo de la frase, que siempre está en camino de ser otra: “Como todas las mujeres de nuestra raza / al salir del mar y de la noche he sido madre / de mi propio sacrificio”. Esa voz prolifera mediante una constante figuración de su disolución. El poema mismo funciona muchas veces como trabajo de duelo de quien lo enuncia, de sepelio carnavalesco de la persona –de la máscara– que lo dice. Pero a pesar de ese carácter teatral en el que parecería disolverse toda posibilidad de que identifiquemos una figura rectora, a veces la fuerza de una voz se superpone a las otras, y nos advierte que todo sucede “sin que nadie sospeche en el sepelio / la malacostumbrada soledad”. ¿Soledad de quién? Justamente del muerto (“el increíble”, diría Borges), aquel que preveía que tras su partida los sobrevivientes se repartirían los jirones de su voz, dotándola de una certeza en la que él jamás se reconocería: “Para llegarse el tiempo tienen que retornar los muertos. / Los queridos amigos del infierno tienen que amar el fuego / como nosotros conocemos los colores absurdos de la soledad.” ¿Cómo estar a la altura de tales exigencias?

No es casual que los dos poemarios de Manuel Ramos Otero se organicen en torno a la escena de la muerte. En esa insistencia, en ese sondeo sostenido de la fuga que caracterizan EL LIBRO DE LA MUERTE e INVITACIÓN AL POLVO, se reconoce la huella de una tradición luctuosa hasta ahora poco comentada en tanto tradición: la de Luis Palés Matos y Julia de Burgos. Se trata, sobre todo, de una forma de concurrencia poética en torno al motivo muy antiguo y muy moderno del deseo perpetuamente herido por su antípoda: el reposo. “Fuegos fúnebres”, incandescencia en el umbral de la quietud, vibración del arco tenso a punto de perderse en el silencio. “Del ángel, la caída de las alas”, aquello que Julia de Burgos intentaba nombrar en su memorable “algo lento de sombra me golpea”. Manuel Ramos Otero lo enuncia del siguiente modo en el segundo poema de EL LIBRO DE LA MUERTE: “Me amará / desde lejos / me llamará / a la hora del suicidio / me dirá que me espera / cuando cierran los blancos / hospitales.” Esa “hora del suicidio”, anticipación de lo fatal que se repite una y otra vez en EL LIBRO DE LA MUERTE, evoca el último ciclo poético de Luis Palés Matos, en el que el sujeto lírico dibujaba la tensión a punto de romperse de un deseo que verificaba su poder en la inminencia misma del final. “El llamado” de Palés es su formulación más clara: “Me llaman desde allá… / larga voz de hoja seca, / mano fugaz de nube / que en el aire de otoño se dispersa. / Por arriba el llamado / tira de mí con tenue hilo de estrella, / abajo, el agua en tránsito, / con sollozo de espuma entre la niebla. / Ha tiempo oigo las voces / y descubro las señas.” En el poema “El llamado”, Palés intentaba conjurar ese poder de lo negativo que ejerce presión sobre el deseo con un apóstrofe que busca otorgarle rostro a la muerte, delimitarla en la figura de un “tú” capaz de responder y otorgar: “¡Déjeme tu implacable poderío / una hora, un minuto más con ella!”

Esa escena del llamado de la muerte y del duro deseo de durar en el deseo fue también lo que le dio su tono característico a la poesía de Julia de Burgos. Ella develaba la cara inversa de la escena palesiana al concebir la muerte como la forma más efectiva de durar en el deseo, de no comprometerlo: “¿Qué es lo que esperan? ¿No me llaman? / ¿Me han olvidado entre las yerbas, / mis camaradas más sencillos, / todos los muertos de la tierra? […] / ¡Dadme mi número! No quiero / que hasta el amor se me desprenda… / (Unido sueño que me sigue / como a mis pasos va la huella.)” Se trata, en cierto modo, del momento del memento, de la conmemoración de vivos y muertos, repetido una y otra vez a lo largo de la historia literaria. Han variado, sin duda, las nociones mismas de la vida y de la muerte, pero perdura la tensión del tránsito, objetivada en la imagen acústica del llamado inaplazable. Estamos ante la escena fundadora de la palabra misma. Porque qué es el lenguaje sino la evidencia más rica y terrible de que todo movimiento no es sino preludio de su negación, del reposo. En otro de los poemas de EL LIBRO DE LA MUERTE lo dice Ramos Otero, dejándonos ver la dialéctica que rige el acto de enunciación: “Estoy a un año exacto de mi primera muerte / y el dragón de papel anda suelto en la calle. / No hay una sola nube en la escalera / no hay una sola lámpara en la ausencia. / El sol es tan intenso que incinera / la máscara himalaya de la espera.” El dragón de papel, aquél que la mano que escribe ha engendrado al precio de perderlo, de dejarlo suelto en la calle, no puede suturar las heridas terribles que son la ausencia y la espera. La obra no compensa el principio de pérdida que la engendra.

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