Los límites superiores de lo insoportable

En tiempos recientes se ha repetido una y otra vez. Por más de 20 años los gobiernos tomaron préstamos de cantidades astronómicas cuyas cuotas de pago eran imposibles de pagar. De cuatrienio en cuatrienio, la tendencia fue acrecentándose. Los altos funcionarios ignoraron las voces de alerta y estuvieron dispuestos a endeudar aún más al país.

Sin embargo, no se sabe adónde fue a parar esa ingente cantidad de millones de dólares. Mientras eran depositados en las arcas del gobierno, en al menos los últimos 15 años, la gente se empobrecía, la infraestructura se deterioraba, la fisonomía de pueblos y ciudades se oxidaba, agrietaba y abandonaba hasta adquirir el rostro de las ruinas.

Cualquier ciudadano de alguna edad recorre el país y hurga en su memoria. Vuelve a ver en su mente el mundo anterior a la catástrofe. Lo que son hoy centros comerciales sin tiendas, grandes estructuras dejadas a la intemperie, que hasta sólo unos años ocuparon cadenas de ferreterías, mueblerías, tiendas de materiales de oficina, ropa o electrodomésticos, subsisten en los recuerdos como fotos de la infancia que van empalideciendo sus colores.

En cualquier urbanización hay casas arropadas por la maleza. En muchos años, nadie ha entrado a ellas o se ha ocupado de su mantenimiento. Ya ni siquiera alguien sueña con venderlas. Pertenecen a dueños que partieron y las olvidaron como un juego de cuarto intransportable o son de un banco que las relega a una lista demasiado larga de propiedades reposeídas. Aun en zonas prósperas, como la avenida Ramírez de Arellano de Guaynabo, conté recientemente 32 estructuras abandonadas o en venta. Es imposible saber, más allá de los controles de acceso, cuántas hay en este barrio en similar situación. Si la avenida sirve de muestra para una estadística, se podría calcular que entre el 10 y el 15 por ciento de las residencias albergan fantasmas.

Este panorama conduce a una pregunta: ¿qué se hizo con el dinero? La respuesta resulta evidente, pero es parte de una especulación, porque el asunto no se ha vinculado con una investigación que merezca ese nombre: las decenas de miles de millones de dólares se robaron o mal invirtieron; los recursos se utilizaron para apuntalar un precario estado colonial constreñido por una camisa de once varas en un mundo de transacciones globalizadas.

No se ha indagado suficientemente en esta debacle que ha traído al país hasta la imposición por Washington de la Junta de Control Fiscal. El cabro sigue cuidando de las lechugas y ha gozado y lo continúa haciendo de una impunidad negociada por políticos, empresarios, desarrollistas y profesionales. En el proceso se puede aludir a un logro o, acaso a una victoria, pero estos son historias personales: individuos o grupos que se habrán enriquecido a costa del endeudamiento del Estado.

La deuda que nos irá empobreciendo sin tregua puede convertirse también en un espejismo. Se puede llegar a pensar, que antes de ella, las cosas marchaban bien o, al menos, sustancialmente mejor. Pero si la edad del ciudadano se lo permite, puede recurrir a su memoria y percatarse que en los presuntos tiempos de vacas gordas, el país no disfrutó de sólidos proyectos de desarrollo económico, educativo y de salud. En esos tiempos, si bien mejor que ahora, tampoco se vivía holgadamente. Algo ocurría también entonces que no permitía a esta sociedad salir de sus estrechos límites.

Los que tenían el poder para hacerlo, diseñaron un país no para que fuera eficiente o próspero, no para que se destacara y mucho menos para que fuera sobresaliente. El poder de Washington y el más restricto de la colonia, diseñaron una sociedad para que sus ciudadanos, consumidores y electores no cambiaran de estación ni de partido. Los hacedores de esta sociedad no pretendieron el desarrollo ni el bienestar sustentables y duraderos. Les bastó la creación de una sociedad que habitara el límite superior de lo insoportable. Un país en que era más importante la construcción de una imagen plácida y autocomplaciente, que la realidad de una situación personal y colectiva perennemente colindando con lo intolerable.

En la historia de Puerto Rico no hay arcadias. Sólo periodos en los que se figuró estar del otro lado de la guardarraya de lo insufrible. Puerto Rico ha estado, bajo España y Estados Unidos, en las garras del denominador común más bajo. Se ha gobernado suponiendo que sólo era necesario asegurar los mínimos: mínima educación posible, mínima salud, mínima cultura, mínimo bienestar. Lo que baste, como dijera antes, para que no se cambie de estación o de partido.

Esta estrategia ha resultado insuficiente para afrontar los tiempos de la deuda. Cada año decenas de miles de puertorriqueños no solamente cambian de estación, sino que abandonan el país. Miles de ciudadanos dejan de votar o lo hacen buscando alternativas. El actual partido de gobierno obtuvo su triunfo electoral con sólo 42% en una elección lastrada por una abstención sin precedentes. Hace unos días, un plebiscito en el que probablemente hubo irregularidades en el conteo de votos, logró una participación que apenas pudo rebasar el 20%.

La población ya no habita el límite superior de lo insoportable sino que ve cómo las ruinas la cercan y la invaden. En pocas semanas decenas de miles de trabajadores verán sus sueldos reducirse en 20%, miles de hipotecas caerán en el impago, miles de ciudadanos perderán la tarjeta de salud, miles de empleados en edad productiva serán puestos contra la pared al aceptar una jubilación obligatoria.

La deuda puertorriqueña no es simplemente el resultado de la irresponsabilidad de los gobiernos y de las insuficiencias de la colonia. Este periodo ruin se forjó por el diseño que nos ha determinado a lo largo de nuestra historia. Probablemente constituirá un hecho inevitable debido a la edificación de una sociedad cuyo tope, cuyo cielo, era el límite superior de lo insoportable. En este tipo de sociedad no hay destinos colectivos, sino divisiones nítidas. Un grupo de pocos se siente desconectado de los muchos. Dos países conviven en un solo territorio. Existen dos nosotros y dos ellos. Las muchas docenas de miles de millones que debemos se dedicaron al país de los pocos y permitieron por un periodo que ahora sabemos restricto, el límite superior de lo insoportable para los muchos. Hoy los vicios de construcción nos atrapan, pero los desarrollistas y constructores de la estructura han muerto o se fueron a la quiebra. Los inquilinos no tienen a quién recurrir sino a ellos mismos.

Las ruinas tienen únicamente dos posibilidades: su abandono o reconstrucción, la renuncia a ellas o su rediseño. En esta coyuntura, la pregunta clave es quién se ocupará de decidir, qué porción del país determinará lo que serán los nuevos límites de lo insoportable.

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