#Los Rubios

No se sabe a ciencia cierta (o no se ha dicho) quién fue el jugador de Puerto Rico que concibió la idea –cual encendido de bombilla amarilla de 120 watts en la estampa de un cómic– de que todos se pintaran los cabellos de rubio durante el Clásico Mundial de Béisbol, naciendo así lo que convirtió en marca ritual unificadora y símbolo del equipo boricua.

Solo sabemos que todo comenzó en un chat de los jugadores de Puerto Rico mientras entrenaban en Arizona. Se cuenta que uno de los jóvenes peloteros lanzó la pregunta al grupo sobre qué podían hacer para fomentar la unidad entre el grupo, algo que fuera original. “Vamos a pintarnos el pelo de rubio”, dijo el jugador, misteriosamente nunca identificado, en su espontáneo bombillazo, como si lanzara otra recta para calentar el brazo en el bullpen, solo que esta alcanzó 110 mph y dejó la trocha del receptor botando humo.

Varios de los jugadores acogieron la idea con entusiasmo y al otro día aparecieron las primeras cabezas rubias, como hongos que brotan en el pasto tras un aguacero. Otros, inicialmente no tan emocionados o francamente escépticos con el asunto de la rubiez, fueron floreciendo poco a poco una vez iniciado el torneo, como girasoles de campo o enredadera de canarios, a medida que Puerto Rico ganaba sus primeros desafíos hasta que todo el equipo, incluyendo la mayor parte del personal técnico, lucía algún tono arrubiado, desde el claro casi platinado hasta el rústico “amarillo pollito”

Hasta los que llevan cabeza rapada como Carlos Beltrán y el coach Carlos Delgado se tiñeron sus barbas y chivas mientras que el dirigente Edwin Rodríguez quedó exento y excusado debido a su probada efectividad de 0.00 en pelo cranial y facial. Igor González, otra de las exestrellas del cuerpo técnico se fue en huelga de tinte –parece que fue el único entre los que visten de uniforme– pero por suerte su desentono apenas fue notable debido a la prudencia y el disimulo que permiten las gorras y el ámbito de su misión que lo mantenía casi todo el tiempo encuevado en el dugout.

Lo que comenzó en el chat fue llevado a referéndum democrático en el clubhouse donde la mayoría peloteril alzó solemnemente las manos en apoyo a la moción y así nacía oficialmente el ahora afamado #Teamrubio, también conocido como “Los Rubios”, #Losnuestros y a quienes algunos también llamaron los “BorinCanos”.

La fiebre de los rubios tiene un contenido simbólico según han comentado los propios jugarores, como el lanzador José Berríos, quien ha dicho que el color representaba el oro que aspiraban a conquistar en el torneo. El propio Berríos y Carlos Correa, (que inicialmente estaba entre los tímidos) el capitán Yadier entre otros, han señalado el propósito del teñido colectivo como parte de la diversión, aquello de pasarla bien, eso que da sentido a la palabra “juego” que usamos para caracterizar un deporte como el béisbol y un partido en particular que todo Boricua conoce como “un juego de pelota”. Sí, se goza pero se sufre, como dice el adagio revertido.

Otro objetivo importante, el más que se menciona probablemente por todos los jugadores, es el de unir al equipo e incluso crear la fiebre que ayudaría a unir al pueblo en torno a ellos.

Y tiene perfecto sentido porque todo el mundo sabe que el deporte es a la vez guerra y fiesta, ritual de danza y combate y tanto en una faceta como la otra los participantes tienden a marcarse, a pintarse, lucir distintivos y banderas y colores que reflejan identidad, apoyo, cohesión de grupo y distinción del rival. Así que por qué no el cabello pintado de oro, como guanín de cacique taíno que se lleva sobre la cabeza en vez de en el pecho.

Hay otro elemento que se ha mantenido silente, por debajo del radar, pero llegó a resonar en conversaciones en los estadios, entre el dougout y el clubhouse y el terreno de juego: la suerte, el amuleto. Y ahí entramos de lleno en una dimensión fundamental de la cultura béisbolera que es la cábala, hija ritual de la magia y la superstición, y pariente de las fiestas y guerras primitivas.

Es posible que las creencias religiosas de algunos en el equipo, que ven con malos ojos todo lo que suene a mal de ojo, brujería y superstición hayan llevado a la prudencia en cuanto a manifestar abiertamente que además de unidad, de oro ganador y de vacilón y juego también había amuleto y ritual de suerte en el pelirrubioso asunto.

Porque no solo es ritual el acto casero o de salón de estilismo de someterse al tinte, como el jocoso vídeo a cámara rápida que posteó la esposa de Angel Pagán, Melody, mientras pintaba el cabello a nuestro primer bate y al lanzador Orlando Román. El gesto ritual se ejecutaba –todo el mundo lo vio- cuando se hacía un logro sobre el terreno como batear de hit, al llegar a la base el jugador, lo primero que hacía era levantarse la gorra y frotarse los mágicos pelos rubios, confirmando así la eficacia de la cábala dorada, amarrando en complicidad al equipo alegre y contagiando así a los fanáticos y nuevos adeptos boricuas. En el partido contra el Reino de los Países Bajos se pudo ver cuando uno de los rubios alcanzó la primera base mediante incogible y olvidó el ritual por lo que un par de sus compañeros le gritaban y le hacían señas desde el dogout para que se levantara la gorra y se frotara la moña rubia, de atrás hacia delante, como era el gesto acuñado.

Pero esto de las supersticiones y cábalas es, como dicen, en broma y en serio. En la pelota se habla de maldiciones, como la de la cabra en Chicago –que le costó 71 años a los Cubs sin llegar a la Serie Mundial por no haber dejado entrar al parque una noche de campeonato a un asiduo fanático que solía ir con su inseparable cabra, provocando que este lanzara la terrible maldición; también la del Bambino que persiguió a Boston por décadas por haber vendido al gran Babe Ruth a los Yankees.

Así como en el fútbol africano abundan los hechiceros especializados en el deporte por acá suelen encomendarle sus equipos presumiblemente al mismo dios, poniendo a la deidad en un complicado dilema de favorecer a un equipo sobre otro cuando ambos le suplican por la misma gracia y solo uno puede ganar. De estos fervores conozco antecedentes porque sé la historia de una Elena Dávila (¡mi santa madre!) que junto a otras mujeres fanáticas a toda prueba de los Cangrejeros del Santurce, le colgaron personalmente al cuello una especie de escapulario de La Milagrosa al cuarto bate y rey de los toleteros invernales y las Ligas Negras, Willard Brown, y a otros integrantes del legendario “Escuadrón del Pánico” cuando partían hacia La Habana en 1953 rumbo a la conquista de la Serie del Caribe.

En la Pelota se sabe de mil cábalas, entre ellas las individuales, de jugadores que no pisan la línea de foul cuando entran al terreno, otros que entran literalmente siempre con el pie derecho al terreno, o la colectiva de virarse todos las gorras al revés para atraer la suerte. Se dice que Roger Clemens, por ejemplo, tocaba la imagen en la placa de Babe Ruth en el parque Fenway como quien le toca la barriguita a una estatuilla de Buda, el lanzador del Detroit, Mark “El Pájaro” Fydrich en los 70 remeneaba el terreno de la Lomita de lanzar con sus manos, como niño que juega con tierra, y con absoluta convicción animista le hablaba a la bola antes de lanzarla, algo que en una circunstancia distinta le hubiera valido un referido psiquiátrico. También se ha dicho que la moda de dejarse cabellos largos y frondosos bigotes, también a principios de los 70 cuando ello todavía era una estética ajena y excepcional en el béisbol de Grandes Ligas, era una cábala de los Atléticos de Oakland, que ganaron tres campeonatos con el asunto. En ese sentido, el gesto de los Rubios, parece tener antecedentes en ese caso de peludos y bigotudos.

Los caribeños arrubiados también marcaron otra de las muchas diferencias culturales que fueron objeto de discusión durante el torneo, particularmente entre los jugadores y fans del equipo de Estados Unidos y los caribeños, incluyendo boricuas, dominicanos y curazaeños que juegan como Holanda, o el Reino de los Países Bajos. El lucimiento, las celebraciones, la alegría y bravado sin inhibiciones de los caribeños, contrastaba la sosera, la inexpresividad estoica, excepto por algún gesto o grito de guerra cavernícola, de la mayoría de los jugadores estadounidenses.

Además, en la estética béisbolista, particularmente la de las Grandes Ligas, no suele figurar el tinte de cabello como elemento, ni el exceso de anillos faciales, ni despliegue prolífico de tatuajes (aunque los tengan no se notan por los uniformes) como sí ocurre constantemente en el mundo del baloncesto. En la pelota, sobre todo entre los estadounidenses, existen en estos tiempos los jugadores clásicos clean cut de siempre, los que llevan barbas tipo hipster y una buena representación de peludos y barbudos, que saltan a la vista, no como anarquistas o hippies sino como sujetos campestres, que cuando no tienen un bate en la mano cargan una escopeta de caza por algún bosque o que bien pudieron haber sido mediocres cantantes de música country. Los mulatos caribeños boricuas con pelos pintados de rubio, festivos y escandalosos, también eran una afrenta a ese mundo de estética varonil y de géneros muy estrictamente definidos en donde teñirse de rubio es un reto al sentido de masculinidad de muchos.

Así pues, a medida en que Puerto Rico y los Rubios iban batiendo a los distintos rivales sin perder un solo partido, con impresionantes demostraciones cada noche, los puertorriqueños, particularmente los varones, comenzaron a pintarse los cabellos rubios en números que aumentaban día por día; como si fuera un guión del realismo mágico, el contagio era exponencial, se reportaba escasez de tintes de cabello en farmacias y salones, aparecían ofertas y baratillos, quizás algunos recordaban a Dennis Rodman con su afro teñido pero pocos recordaban que Roberto Roena había sido pionero en esa jugada bien a principios de los 70; venían a la mente los raperos de los 90 como el difunto Mexicano y el productor Niko Canadá también antecedentes de pelos arrubiados, pero ahora era todo el equipo y miles, literalmente miles de boricuas, sobre todo aunque no exclusivamente jóvenes (ver al editor de estas páginas Elliott Castro, quien lo hizo a nivel de promesa –otra vertiente de la cultura mágica beisbolista y deportiva en general) y los rubios crecían y se multiplicaban por todo Puerto Rico y su diáspora multiplicado aún más por las imágenes en ‘selfies’ y memes por todas las redes y medios posibles, en combinación con las gorras y camisas peloterioles rojas en el supermercado, en las plazas, restaurantes, en las calles y aceras y guaguas y talleres de mecánica y sobre todo en barberías y llovieron las polémicas cuando chicos escolares fueron suspendidos en algunas escuelas por violar reglamentos, recibiendo algunos amnistías como la decretada por la rubia alcaldesa de San Juan, Carmen Yulín Cruz a varios alumnos municipales; todo en nombre de la fiebre béisbolera, del orgullo ante las hazañas de nuestro equipo invicto venciendo a gigantes como Estados Unidos, República Dominicana, Holanda hasta que llegó el momento en que los Rubios parecieron invencibles y el Pueblo creyó y los pensó imbatibles y veíamos el oro acercarse, en sueños, el oro de Mónica, el oro recordado y ansiado por cada cabeza entintada de rubio.

Pero entonces operó la magia inversa, se había cumplido el número mágico del 7-0 en partidos invictos, el medio hijo de la diáspora herido en su orgullo por mentadas de madre, bajo la bandera y armamento de la fuerza imperial que enfrentábamos, y con el emblema patrio tatuado en el brazo cual antídoto maléfico silenció las armas Boricuas como si alguien, además del brujo en la loma, hubiera lanzado un hechizo que rompió el ánimo y la magia de la tropa nacional.

Ciertos analistas especializados en los aspectos esotéricos del béisbol señalaron como elemento fundamental para que se haya quebrado el hechizo ganador de los Boricuas ls sorpresiva aparición en Los Angeles del gobernador Ricardo Rosselló con su cabello pintado de rubio y una gorrita roja del equipo. Cuando vieron eso los brujos Boricuas y caribeños en general supieron que la (mala) suerte estaba echada, el maleficio consumado y no había nada que buscar. El círculo dorado se quebraba ante el imprudente gesto del gobernante colonial, figura polarizante y politizadora, infiltrado en la representación de Los Rubios. Salazón absoluta. Mal agüero sin duda. Por tanto, pasó lo que tenía que pasar. El 7-0 perfecto se convirtió en un 7-1 fatal y final mediante un rotundo 8-0, con el que terminó el nefasto partido y murieron los rubios (y con ellos nosotros) en la orilla luego de mucho y bien nadar. Los números. La Cábala.

Y así luego de un merecido recibimiento de héroes, luego de sacudirnos el pasme de la muerte deportiva, Puerto Rico pasa la página hacia pasajes más escabrosos y luchas más retantes que las de la Pelota, con una satisfacción de haber gozado grandes victorias y una espinita de frustración por la severa derrota al final, pero en balance alentadora, en balance nos da fuerzas para las luchas que nos ocupan y se avecinan, y a pesar de que algunos comenzaron a buscar modos de quitarse los pelos rubios, (Rosselló II se lo eliminó de una sola lavada) seguimos viendo todos los días, por todos lados a los rubios pintados, como memorabilia ambulante en carne y hueso de la fiebre del Clásico Mundial de 2017. Vistos de cierta forma tal vez, como zombis mordidos y marcados sobrevivientes de una batalla perdida pero también como guerreros inspirados y festivos dispuestos a luchar hasta lograr la victoria.

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