Manos de la Reina

 

Alquilé un apartamento en el Darlington, cerca de la clínica en donde iban a atender a la mujer que me acompañaba, no sé si para reinseminarla o para terminar un embarazo, y recuerdo bien cómo era el casero, pues era dueño de todo el edificio y lo había visto antes cuando era niño, en la época en que mi padre llegó a un acuerdo sobre mi adopción con el abogado Valdez, que tenía encargado el litigio que tenía que ver conmigo. Gil ya era mi padre y me presentó al abogado en El Paraíso, donde residía. En ese entonces conocí al rubio señor mayor de edad que después nos alquiló el apartamento, en el que por cierto no pude estar mucho tiempo con la dama que iba a ser atendida. Yo simplemente fui a la corte, donde me pidieron que me casara con ella, y luego la llevé a la clínica.

Varios meses después, la dama me envió una carta con el papel timbrado de la Marina, donde me explicaba lo mejor que podía que una tal Raquel la tenía embrujada. No sé si es que no la dejaba ser soldado, pues o se había inseminado o había dejado un embrión. La cuestión es que era madre y seguramente Raquel veía con malos ojos que quisiera ser infante de marina. Un año o dos después, el hijo de un pastor que estudió conmigo en la Universidad, me hizo llegar una fotografía en blanco y negro de Raquel Montero. Según se podía ver en la foto, acababa de alcanzar su sueño de ser Miss Long Island. Seguramente era la misma que se opuso a la militarización de la mujer que me acompañaba. Fue una muy amiga suya que andaba siempre con nosotros, lesbiana o no, la que quiso llevársela para las fuerzas armadas, ya que ella iba a hacer lo propio, hacerse militar.

La dama en cuestión me mandó un edecán del Gobierno para firmar un acuerdo de divorcio, y como en realidad la conocí tan someramente, le firmé el acuerdo que ella solicitaba y evité una vista en la corte, ya que eso era lo único que ella quería, más que casarse conmigo, divorciarse de mí. Una rareza de la ley quizá, que yo nunca entendí muy bien. En esos días, y no lejos de mí, estaba otra presunta mujer lesbiana que vivía en el mismo edificio La Torre con otro estudiante, y que según me dijeron tenía un especial privilegio que no tenían las otras estudiantes. Un apartamento con bañera. Aunque el apartamento del Darlington tenía las mismas conveniencias civilizadas, no estuve mucho tiempo con la señora hospedado en esa vivienda porque ella criticaba a la otra por un privilegio similar. Si casada conmigo iba a estar igual que la pintora Olga, con un apartamento cómodo y con bañera, su vida no iba a tener sentido.

Yo creo que quiso ser militar porque criticaba a las otras mujeres por las comodidades que les tenían sus novios. No obstante, Raquel logró que no pudiera irse con la lesbiana para la Marina y el hijo del párroco me hizo ver que había cierto valor en la actitud de la reina de Long Island, o por lo menos sentido común, lo que es mejor. Nunca conocí personalmente a Raquel, quien en todo caso parece ser la madre biológica de mi hijo, pero sí a la mujer que actuaba como su representante legal y que es la luna de mi relación con ella. En la Universidad, la madre adoptiva de mi hijo se llamaba como ella, Raquel también, y era amiga de un estudiante de filosofía que anteriormente había sido mi vecino. Tiene razón José Santos en su libro Trinitarias, cuando dice que en la gestión de un recien nacido hay por lo menos tres participantes, ya que en la de mi hijo hay una Raquel más, que tiene a su haber la colección de cuentos Céfiros Tropicales, un libro editado por la autora. Su nombre completo es Raquel Pérez Ramírez, el libro se lo dedicó a mi madre y tiene un cuento en particular que narra la historia de un niño no reclamado por sus padres que cierta campesina anhela concebir.

Hace algunos años publiqué una primera versión del incidente en una antología puertorriqueña y luego una reimpresión del mismo relato con el mismo editor, pero ya no en una antología de la localidad sino ya en el Caribe hispano. Es el mismo cuento más o menos con los mismos pelos y señales, aunque he notado que hay cierta reticencia en las redes sobre esa versión y no sobre la más fiel, que es la que he querido contar ahora que ya han pasado treinta años del hecho narrado. Sobre la paternidad de mi hijo hay dudas. Hay quien se inclina por pensar que José es hijo biologíco de otro poeta que andaba con nosotros, el autor de Luna de Sal, Eduardo Carrión, y como se puede ver el título del poemario se refiere apropiadamente al papel de una intermediaria como la madre adoptiva del niño. En lo que a mí respecta, todo puede ser posible y la verdad absoluta y definitiva nos costaría demasiado saberla, es asunto de humanistas viejos y amantes de la heráldica, que no es asunto que me concierne en lo personal. Es verdad que Eduardo aparece retratado en la primera versión de Manos de la Reina, que es la más conocida en Santo Domingo.

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Raquel era una modesta soñadora. Ser Miss Long Island no se le hizo cuesta arriba, ya que no era precísamente una mujer agraciada como las reinas de belleza de esta región, donde los valores son diferentes a los que imperan en Los Estados Unidos, donde la belleza es la inteligencia y sobre todo la irreprochable conducta de una persona con ciertas prerrogativas. Ese era el caso de Raquel. Porque se le consideraba la madre biológica de un niño que ella le había dotado a una señora de modestos recursos económicos, gozaba de una posición social envidiable tanto en la Academia como en los medios sociales de esa localidad a donde ella había acabado viviendo. Que le impidiera a María Noemí ser reclutada como infante de marina, en vista de que había renunciado a ser dotada por ella cuando se casó conmigo, era un rasgo que la embellecía moralmente. Que le impidiera a su compañero ser policía, persona con la que dotaría más tarde a una candidata que aceptara su condición, es otro rasgo de notar por lo que atañe a la raíz ética de su hermosura. A pesar de que la posición que ostentaba le habría permitido ser arbitraria y abusiva con los suyos, fue siempre una modesta señora que evitó caer en los abusos de poder que siempre son el peligro que corre una persona inteligente que está tras bastidores. Por eso, aunque lo único que tengo de ella es lo que tenía Browning de su compañera italiana, el anillo y el libro, como quién dice, siempre guardaré un recuerdo grato de su persona.

 

 

 

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