Masita, desde el Hoyo del Caimito

 

Especial para En Rojo

Lo estático y lo dinámico

El Cibao norte, verde y adormilado, es donde el valle central se abraza ondulante a la cordillera septentrional. Era el siglo diecinueve, y el país se despertaba a la independencia. Villa González, a unos quilómetros de Santiago de Los Caballeros, era una villa pulcra de criollos que habían hecho su fortuna con ganado y tabaco. Lomas de humo y esmeralda, guirnalda de palmas reales, servían de marco a la casita de campo del paraje de Hoyo del Caimito, donde nació Felicia del Carmen Ureña Estevez, mi bisabuela materna. Su madre enviudó y se volvió pronto a casar. Dicen que la joven madre se dedicó a su nueva familia y que su hija sufrió mucho porque quedó de lado. En todas sus fotos, muestra un mentón pugnaz, labios cerrados como cremallera y la mirada atenta y quieta de un halcón. Inteligente y autodidacta, se enseñó a sí misma a escribir, y por años contribuyó con una columna regular al periódico de Santiago. Toda su vida se enorgulleció mucho de tal logro: pocas mujeres de su generación se consideraban suficientemente educadas como para tener algo que decir; muchas menos aún eran las que se atrevían a ponerlo en papel.

Masita se casó con un viudo oriundo de Oviedo, Sebastián Mera Alonso, que se había quedado en el Santo Domingo Español después del fin de la Anexión a España en 1861. Los orígenes de su marido eran confusos y contradictorios. Que si vino a hacer las Américas, como dicen los españoles; o para escaparse de “La Quinta”, el servicio militar. O que si había viajado por Brasil y Uruguay, y que si fue allí donde se enlistó. Que si llegó a Santo Domingo con el batallón de la Corona, y que tal vez fue capturado por los luchadores por la independencia. Que si estaba destinado a la horca por ser del ejercito enemigo, y que el gobernador y el pueblo lo perdonaron, por simpático y agraciado. Este último detalle se disputa: algunos dicen que sí que sucedió, pero en Cuba, no en Santo Domingo. Lo que sí se sabía fue, que al final de la guerra de Restauración, Sebastián se quedó en el Cibao, le entregó a Masita los siete hijos de su matrimonio anterior, y juntos, colgaron su fortuna de los pinos de la cordillera central.

Fotos suministradas por la autora.

Masita y Sebastián montaron tremenda finca en el paraje de Las Lagunas, cerca de Villa González. Allí criaron a los siete hijos anteriores, y los ocho más que procrearon juntos. Papa Chan se ocupaba del ganado y los plantíos de tabaco, y de la finca de pinos, mientras Masita manejaba la casa y los animales domésticos con frugal eficacia y feliz abundancia. Sabía fabricar cal     y sebo, y su almacén, repleto de barriles con todos los productos del campo y del patio, era de un orden y pulcritud legendarios por esos parajes. Cuando mataban un puerco, se usaba todo menos el chillido. Los hijos participaban en la conversión del animal en morcillas, sousa, longaniza, cecina, jamones y sebo. De las pezuñas, cola de pegar, y de los pelos del puerco, mi abuela Celina hacía cepillos de cerda.

Masita era una persona poco usual. Entre sus excentricidades contaba la posesión de un búcaro manso que andaba suelto por la casa, comiéndose los insectos. Era dura, como lo había sido su vida, y la crianza que le dio a los hijos fue estricta, a veces quizás cruel. Abuela odiaba que Masita siempre la mandaba a matar un puerco en los mismos domingos en que le tocaba la visita mensual del novio. A los nietos, los domingos, los sentaba y les daba un terroncito cuadrado de azúcar, si se habían portado bien, mientras ella se deleitaba con bombones. Con los vecinos era cortés y cortante a la vez. Por sus diestros conocimientos de las yerbas y sus usos, le pedían consejos, y con frecuencia también algún ingrediente culinario o medicinal. La primera vez, siempre enviaba lo que le pedían. La segunda vez, mandaba una matica con un mensaje “Dígale a la vecina que aquí le mando la mata de orégano, para que la siembre, y no tenga que volver a pedir.”

 

Detectando y resolviendo colisiones

La finca de los Mera estaba en pleno Cibao. Durante los tiempos de Concho Primo, las peleas entre caudillos interrumpían con frecuencia la paz del campo. Masita les prohibía a los hijos salir de la casa cada vez que andaban tirando cerca. De niña,      mi abuela Celina quedó       atrapada al anochecer en un baño exterior y su hermano José Manuel tuvo que ir a buscarla en medio de un tiroteo. Las constantes peleas fueron interrumpidas por los americanos. Durante     la misma invasión en que pusieron fin al desfile de gobiernitos de meses, se apoderaron de nuestra deuda internacional, fundaron el ejército, inventaron la agrimensura     y prohibieron la tenencia de armas, así como     la prá     ctica de la curandería y las comadronas.

 

Masita no sólo era ambas cosas, herborista y comadrona, sino que también había aprendido a componer fracturas bajo la tutela del Dr. Pons, su cuñado, conocido médico de Santiago, que había hecho sus estudios en Europa. Masita prestaba servicios a los vecinos que no podían trasladarse a la ciudad. Una noche, serían como las diez, vinieron a buscarla. “Doña Felicia, venga, que a un muchacho por allí lo pisó uno de los vagones del tren.” “No puedo, que ahora eso está prohibido.” “Doña Felicia, que tiene que venir, es que se le va a perder la pierna.” Apretó los labios y mandó a ensillar su yegua, y por ahí se fue. Papa Chan quedó maldiciendo enfurecido y rugiente “Masita, cómo vas a ir, que si te van a meter presa los americanos.”

Dormidos y despiertos

Papa Chan era de temperamento fogoso, y tenía episodios de ira, pero poco podía contrarrestar la determinación férrea de su mujer. Cuando se alteraba, bebía con los amigos, o solo. Él se había mandado a hacer su ataúd, y lo tenía guardado en el ático de la casa de Las Lagunas. Cuando se enojaba con Masita, subía al ático, ponía cuatro velas, se metía dentro del ataúd, y se quedaba acostado con las manos cruzadas en el pecho hasta que se le pasaba el enojo o la borrachera. Cuando le preguntaban por qué hacía eso, contestaba: “Para irme acostumbrando.”

Papá me cuenta que el año que murió, Masita se había recetado a sí misma un medicamento que contenía arsénico. Un sobrino estudiante de medicina trató de advertírselo, y ella le contestó: “ningún aprendiz de médico me va a venir a recetar a mí”. Casi un siglo mas tarde, miro con atención el rostro recio que figura en los retratos de mi bisabuela curandera que tenía un cuervo mascota, y que como yo, escribía columnas. Mentalmente la comparo con nosotras, las mujeres de su sangre, y me pregunto si las de hoy somos más blandas, más tiernas, y, de seguro, más sosas.

Nota: Mi media isla está llena de historias increíbles, y juro que no me he inventado nada. Le agradezco a mi prima, María Pérez Mera, genealogista familiar por excelencia, que compartiera sus apuntes e imágenes. Nuestros tíos, Germán y Huberto Pérez Mera, son la fuente de detalles que yo no conocía o no recordaba. Sí recuerdo que los que contaban las historias de Masita siempre intercalaban en algún punto o en otro: “…las cosas de Masita…Masita no era fácil.”

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