Como una abeja
Eros, Eros, que a través de los ojos
destilas deseo, trayendo dulce placer
al alma, contra la que haces guerra,
nunca te me aparezcas con tu mal,
nunca vengas sin ritmo.
Pues no hay arma,
ni de fuego, ni de estrellas, que destruya
así, como Afrodita con sus manos.
En vano, en vano, sacrifican los griegos
el ganado, junto al río Alfeo
y en Delfos, en el templo de Apolo,
si no honran a Eros,
tirano de todo lo que es humano,
el que guarda las llaves
de las habitaciones del placer,
las de su madre Afrodita.
Y él viene,
devastándolo todo,
dejando a su paso un rastro de miseria,
cada vez que visita a los mortales.
Como Íole, allá en Oijalía,
que vivía insumisa,
libre de esposo y de boda,
la rápida ninfa, ay,
a ella, Afrodita, como a una ménade,
ensangrentada y humeante,
en una boda asesina, la entregó a Hércules,
novia infausta.
Sagrada muralla de Tebas,
manantial de Dirce,
si pudieran decir al unísono
cómo es que Afrodita llega:
por ejemplo, que a Sémele
le dio una boda sangrienta,
rodeada del rayo y del fuego,
o cómo en cada cosa deja su aliento terrible,
y se aleja volando, como una abeja.