Miguel Ángel Náter Archipiélago de sombras o El Libro de lo Oscuro

Por Mercedes López Baralt/Especial para En Rojo 

Hoy celebro un nuevo poemario de Miguel Ángel Náter, Archipiélago de sombras, que forma parte de una serie de cinco títulos publicados en marzo de este mismo año de 2019; los cuatro restantes son: Caronte, Narciso digital, Paréntesis y En fuego Orfeo, de los que se hablará esta noche. La encomienda es un honor y a la vez un deleite, pero debo confesar que esta vez se me ha convertido en una montaña por escalar. No por el libro, sino por el magnífico estudio preliminar de Aníbal Salazar Anglada, que es difícil de superar. Para vadear este río, comienzo tomando prestado el siguiente párrafo, que aunque es concluyente del prólogo de Salazar Anglada, quiero hacerlo inaugural en mi presentación. Aquí va:

Tras atravesar, poema a poema, este Archipiélago de sombras, y hallar y perder una y otra vez El Libro de lo Oscuro, deshojado, incendiado, uno tiene la sensación –¿la tentación?– de haber pasado una larga temporada en otro lugar, en otro tiempo. Los ecos clasicistas retumban en nuestro interior, nos recuerdan que aún es posible la belleza, incluso para revestir los peores momentos. Náter logra, en este libro, lo que sólo logra la buena poesía: hacernos perder el tiempo, el sentido. El lector, náufrago de sí mismo, es un ausente del mundo, siquiera temporalmente. Al cabo, no somos sino náufragos en busca de sentido, escrutadores en el horizonte de significantes sin significado. “Se prepara el mundo / para el fin de los tiempos. Se acaban las palabras”, sentencia el poema último. ¿Estamos condenados a la nada, al vacío? ¿Hay vida sin poesía? ¿Puede un verso redimir al hombre? En una débil concesión a la esperanza, el poeta nos avisa: “Náufragos… / pero el poema vuelve/a rescatarnos”.

Sálvese quien lea.

Con estas palabras –prosa de auténtica poesía– tomo fuerza para seguir adelante. Y comienzo no con los versos del poeta, sino con sus señas de identidad, que reverberan en su poesía, preñadas de augurios estéticos. Primero su nombre, Miguel Ángel. Tal parece que se lo otorgara él mismo, bautizándose con el nombre del autor de su escultura más amada: el David que se enseñorea en la Academia de Florencia. Y que forma parte del nombre del correo electrónico de nuestro autor, que comienza así: “altar David”. La devoción a Eros y a la belleza está servida, pues ambos son elementos indispensables de sus señas de identidad. Y vale advertir que David entra en el poemario, cuando el poeta dice: “se oscurece El David en mi camino”. Acaba de nombrar, con las indispensables mayúsculas, el oscuro objeto del deseo como arquetipo estético universal. Al mismo tiempo, también el poeta se convierte en su David, cuando le dice a su amado: “Te espero en las palabras, / en los versos; […] volviéndome de pronto blanca estatua”. Por si ello fuera poco, el nombre Miguel Ángel también tiene su solera bíblica. El mismo Náter lo dice en este verso: “Mi nombre es un arcángel tocando la trompeta”. Pero el poeta subvierte a su homónimo: el arcángel San Miguel es el enemigo acérrimo de Lucifer, y el poemario que nos ocupa es —y cito sus versos— “una lenta / caída / de bruces al infierno”. Caída que nos lleva al nombre Ángel. Pues la luz oscura de la poesía de Náter nos revela a su autor como ángel caído en un paraíso de sombras. 

El apellido Náter no figura en el poemario, pero ya que estoy en vena onomástica, debo ofrecer dos posibilidades etimológicas, porque aunque no vienen al caso, contienen unos datos que me hacen sonreír. Porque parecen referirse al libro que nos ocupa y a nuestro autor. La primera afirma que el apellido figura en el siglo XIII en la escolta del rey Fernando el Santo, quien en Andalucía poseía nada menos que el Reino de Niebla. Díganme si este nombre, Reino de niebla, no podría ser un título alterno del Archipiélago de sombras. Ya en 1644 los Náter se dedican al cultivo de la caña de azúcar en las Antillas, y no es difícil imaginar que de ahí viene la cepa de Morovis, que engendró a nuestro autor. La otra posibilidad alude a una variante del apellido, esta vez semítica: Nader. Y su origen etimológico se bifurca en dos voces árabes. Una significa “único, extraño, raro”, y la otra, “opuesto”. ¡Bingo! Etimologías cuyo inesperado y oportuno humor abona a la noción de “sincronicidad” junguiana: casualidades no causales, sino significativas. Porque estamos ante un libro “raro” y un autor “opuesto”. Cosa que comprobaremos enseguida.

Y comienzo por la “rareza” del libro. Sin pestañear, su mismo autor lo llama “libro extraño” y “poesía críptica”. Los adjetivos “raro” o “extraño” hoy se suelen entender como negativos, pero me atengo a las definiciones de la Real Academia de la Lengua de la voz “raro”: “inhabitual”, “extraordinario”, “escaso en su clase o especie”, “singular”  e “insigne”. De manera que la rareza es un piropo, no cabe duda. Y la de este hermoso libro es el resultado de los elementos que lo constituyen, positivos para el verdadero amante de la alta poesía. Estos son el hermetismo, con aires gongorinos y metáforas insólitas, vanguardistas; el gusto por el latinismo; el deleite en las piedras y metales de la joyería preciosista; la veneración del azur como emblema de la poesía y la intertextualidad hiperbólica, fundamentada en el canon (la mitología del mundo clásico, Dante, el romanticismo con su obsesión por el Ángel caído y el decadentismo del simbolismo francés) y también enfocada en la literatura contemporánea: recordemos que el espléndido título del libro se lo debe Náter a Luis Rafael Sánchez. Otro elemento que abona a la “rareza” del libro que nos ocupa es la metaliterariedad, pues se trata de poesía que va explicando de a poco el andamiaje de su construcción. Todo ello nos lleva irreversiblemente a un autor “opuesto” a otros tantos que cuentan de manera literal sus biografías amorosas, pues Náter no va a complacer al lector pasivo, que espera que la literatura se le explique o que sea unívoca, lo que equivale a simple o mala. Y nada de “happy endings”, pues nuestro autor abunda en desolaciones y subversiones: naufragio, erotismo, satanismo, homosexualidad, muerte,  suicidio…

Detengámonos ahora en el hermetismo. En su atinado prólogo, Salazar Anglada reconoce, en clave poética, que al lector “no le queda otra que deambular, a tientas, por un bosque de significados ciegos”. Náter lo sabe. Y reconoce la supuesta derrota del lector de dos maneras. En la alegoría de la búsqueda del cofre que contiene El Libro de lo Oscuro, llave para entrar en las entrañas del libro que estamos leyendo, y en sus propios versos:

Al borde de las olas silenciosas

o al borde de las sirtes consternadas

estremecida sombra

rescata misteriosamente de las aguas

El Libro de lo Oscuro, todavía

como una profecía indescifrada,

el cofre de madera resguardado

y escrito con la tinta de las almas 

caídas, como el ángel temerario

a su eterna crisálida.

… pero la vista pronto se detiene 

porque la letra mata

cada vez que lee en cada verso la lenta 

sensación de la desgracia.

¡Cada vez que se lee, el verso tiembla

en la página negra,

su tinta de amatista conjurada

y en la mente perdida del que lee

se pierden para siempre las palabras.

El poeta ha citado una oportuna frase de la “Elegía de un madrigal” de Antonio Machado: “la letra mata”. De ahí la “supuesta” derrota del lector. Que deambula anonadado por el bosque verbal de Náter. Bosque en el que nos perdemos, y que a la vez nos arrastra. Pues su fronda de imágenes insólitas, aglutinadas en grupos, poderosas y sorprendentes, embriagan al lector, sumergiéndolo en un sopor de neblina. Cito tan solo, y al azar, un puñado: “¡Oh sol despedazado, música sin fuerzas”, “música viral de Paganini”, “fuego frío”, “música acerada”, “oscuros alabastros”, “piano en celo”, “rubia pregunta”… y el hermoso verso que dice: “La lluvia se suicida entre los pinos”. Ello evoca la lista maravillosa de sintagmas de Neruda en el noveno canto de Alturas de Machu Picchu, que comienza: “Águila sideral, viña de bruma”. / Bastión perdido, cimitarra ciega. / Cinturón estrellado, pan solemne. / Escala torrencial, párpado inmenso”. El torrente de imágenes de la poesía de Náter se torna en un mantra que nos lleva a un estado de ensoñación, aquél que los parasicólogos nombran alpha. Náter lo explica de otra manera, insistiendo en el poder de la imaginación, que borra la realidad y la recrea, y sobreponiendo la belleza a la razón:  

La estrofa que se borra en la carencia,

letra ausente,

verso mudo,

pájaro de piedra,

se reescribe el vuelo,

se vuelve a renacer la hiedra,

se asuela la ciudad prohibida

y el Arte se desnuda de la Idea.

El libro comienza con reverberaciones de “Las letanías de Satán” de Baudelaire, en las que en el infierno de luz negra habita el Árbol de la sabiduría, como un nuevo templo. Árbol que Náter convierte en la azul magnolia de la poesía, guardada como tesoro en El Libro de lo oscuro, otro templo del paraíso invertido. El lector queda convidado a entrar en él de la mano del poeta. Por cierto, la computadora asoma en el mismo umbral del poemario, como flor posmoderna del averno, que abona a la metaliterariedad del texto, que va auscultando su propio proceso de creación de inicio a fin. He querido aludir al poema que inaugura el libro, porque en él se inicia la intertextualidad feroz de Náter, o para decirlo en palabras de Carpentier, “la selva de libros” que habita su poesía. Y que abona a su “rareza”. Pues no solo de trata de Baudelaire, sino de Cervantes (el manuscrito encontrado del Quijote aquí se trueca en el cofre sacado del fondo del mar, que contiene El Libro de lo oscuro). También se trata de la mitología. Como muestra de un torbellino de mitos, baste un botón: la caja de Pandora. Cuando Prometeo roba el fuego a Zeus, el dios del Olimpo, este lo castiga enviando a la tierra un ánfora (que no fue precisamente una caja) en manos de la bella Pandora. La tentación de abrirla abrió las puertas a todos los males del mundo: dolor, maldad, vejez, tristeza y enfermedades. Además del desamor. Todo ello lo encontraremos en el poemario. Pero el hilo conductor que nos permite leer poema a poema como un collar de perlas es, como bien lo dice Salazar Anglada, “un deseo carnal, furtivo, secreto, prohibido, irrefrenable, lascivo, blasfemo, provocador y demandante”. Y desde luego, homosexual. Aquí, Narciso reina.

Y es que el libro que celebramos hoy valida la aguda sentencia de Carlos Bousoño: “la capacidad que un poeta tenga para influir en la posteridad suele estar en proporción directa con la cantidad de tradición que su obra, desde su novedad, salva”. Dicho esto, y para cerrar con broche de oro, quisiera leerles mi poema favorito. Se trata nada menos que la reformulación de una novela y a la vez de una película que preside, con La Strada de Fellini, mi hit parade fílmico: Muerte en Venecia, de Thomas Mann, que hoy también es de Visconti. Desde luego, y era de esperar, el poema está dedicado al más rubio de los efebos: Bjorn Andresen, el Tadzio por excelencia. Aquí va:

¡Cómo suena el perfume en tu mirada.

Oro de tu pelo.

Jazmines de tu piel de nácar.

Archipiélago de perlas, a tus pies

mágica sonata-

Siroco. Lido enfermo.

Senil ángel de humo. Verde playa.

Todo se entristece. Todo gime.

Todo se remuerde. Los violines callan.

El mar trae en sus alas olas de cenizas.

Anida en las arenas una lápida blanca.

Todo se sumerge. Todo es fuego

en una sensación de calma,

presagio de la muerte, piano en celo,

poema sin palabras.

Mi cuerpo se proscribe en el espejo.

La lenta sinfonía de Mahler me distancia

como si en los canales se meciera

la barca de Caronte embarnizada.

Olvido el equipaje,

las gaviotas graznan

un verso que diluye en el paisaje

su cadencia de ámbar.

Se mueren los recuerdos,

se mueren las fragancias,

  se mueren los conciertos,

      se mueren las plegarias.

Se muere en todos ellos y se muere en tu alma…

¡Huérfanos se quedan la amatista

y el zafiro y el sol de la esmeralda.

El viento sopla muerte,

pero Tú estás aquí,

rubia pregunta, esfinge enamorada,

en la playa esculpido

        y frente a mi ventana.

Enhorabuena, Miguel Ángel, por la alquimia mágica que trueca el dolor en belleza. Y que nos salva, por unos preciados instantes, de chapotear en el pantano del presente: Junta Federal, tuits de Trump, huracanes en acecho, soberanía inexistente, legislatura engordando a cabilderos, amenazas de recortes a pensiones, y nuestra amada Universidad de Puerto Rico, la institución más importante que hemos creado como nación, empobrecida porque el gobierno no la reconoce como bien esencial para nuestro país. Presente que a su vez ha dado amagos de un despertar nacional, que esperamos no confirme el refrán que dice: una golondrina no hace verano. Sin olvidar que el arte es la última frontera. Tu libro, como todo lo que sea creación artística, es una apuesta al futuro. Y al final vuelve a sorprendernos, al terminar con una nota inesperada de esperanza: “la Poesía canta”. No tengo otra que decir: ¡AMÉN!

 

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