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Mirada al País La corrupción: el destino de una política pública

 

Especial para CLARIDAD

 Los últimos dos meses del año 2021 volvieron a golpear la conciencia pública. Las campanas de la corrupción sonaron otra vez con los arrestos de Félix “El Cano” Delgado, alcalde de Cataño, y Ángel Pérez, alcalde de Guaynabo. En medio del escándalo de los alcaldes, el 17 de diciembre, se dio también la sentencia de Julia Keleher, exsecretaria de Educación. La presencia en las noticias del caso de Keleher obliga a pensar en los hilos de la corrupción. Imposible ver los casos señalados de forma aislada. Pertenecen a un tejido muy complejo.

Sin embargo, la tendencia en la discusión pública es verlos como un problema ético, relacionado con una crisis de valores. Hasta la exgobernadora Sila Calderón se ha integrado a esta tendencia, aunque con alguna prudencia se refirió a “una epidemia dolorosa”, para luego señalar “la crisis de valores que se vive y que posiblemente nace en la familia”. (END, 15/12/2021, 41) Otros enfoques, con una mirada histórica más amplia, vinculan la corrupción con la competencia bipartidista, con la polarización política, el patronazgo político y el deseo desenfrenado de ganar elecciones. Florece, además, porque existe un ambiente de impunidad ante ella. Ahora bien, si prevalece una actitud de impunidad, no parece coherente divorciar esa actitud del ambiente que la produce.

Culpar a los individuos, la familia, la escuela o la lucha partidista intensificada, no solamente resulta insuficiente. Puede incluso arrebatarle el contenido al problema. Es evidente que existe responsabilidad individual, que los individuos se educan en contextos familiares y estructuras escolares, que se integran a partidos políticos, pero tanto la familia, la escuela, y los partidos forman parte de una estructura mucho más amplia. Es imposible negar que las convicciones por actos de corrupción han aumentado de forma alarmante. En las últimas tres décadas. No digamos los actos de corrupción ya que muchos de ellos no concluyen en convicciones, mientras otros pasan por debajo del radar sin provocar arrestos y acusaciones.

Recientemente, el 12 de enero de este nuevo año, José Delgado publicó en El Nuevo Día una noticia relacionada con informes del Departamento de Justicia de Estados Unidos sobre casos de corrupción gubernamental durante las últimas dos décadas. Entre 2010-2019 las convicciones logradas por la fiscalía federal en Puerto Rico fueron 363. En la década anterior habían sido 268, para un total de 631 convicciones en veinte años. Delgado cita una entrevista a Rafael Riviere difundida recientemente en el programa “Full Measure”, hecha cuando era director de la oficina del FBI en San Juan, donde se refiere a la corrupción como un problema cultural y “una forma de vida” en Puerto Rico. ¿Desde cuándo la corrupción se convirtió en un problema cultural o una forma de vida?

Entre 2010-2019, según Delgado, los datos federales colocaron a Puerto Rico en noveno lugar entre los estados, solamente superado por California (648), Florida (579), Nueva York (450), Virginia (439), Pennsylvania (418), Georgia (377) y Luisiana (372). El único de los estados mencionados que tiene una cantidad de población cercana, aunque mayor que la de Puerto Rico, es Luisiana. Todos los demás tienen un número de población muy superior. Durante la década señalada Puerto Rico superó en casos a Washington D.C., que aunque tiene una población mucho menor, había tenido más convicciones que Puerto Rico durante la década anterior. La capital de Estados Unidos, el centro del poder de la metrópolis, y su colonia parecen ir de la mano en un rumbo donde la ironía echa su perfume más escandalosa. La podredumbre cunde en el centro del poder imperial y en su colonia.

El intento de explicar este escándalo no puede reducirse a cualidades personales, ni a limitadas referencias institucionales, aunque incluyan la polarización bipartidista. Llama la atención la evasión sistemática de la institución más abarcadora e influyente en la vida social actual: el mercado. El estudio cuidadoso de la crisis actual no puede evadir dos aspectos claves: la crisis inherente al capital en un contexto colonial que subordina a Puerto Rico, combinada con la política pública neoliberal que adoptó el bipartidismo abiertamente a partir de 1988. La llamada crisis de valores es una manifestación coherente de la política capitalista neoliberal que ha prevalecido desde hace más de tres décadas con su propósito de mercantilizar todos los servicios públicos. Imposible olvidar la fórmula de oro de Pedro Rosselló: que el mercado decida.

Es realmente sorprendente, una vez adoptado ciegamente el fundamentalismo de mercado, propio de la política pública neoliberal, que toda la referencia a la crisis tienda a centrarse en la supuesta culpabilidad del gobierno, sin hacer referencia al espacio principal en el que se ubica la crisis: el llamado sector privado. Los grandes intereses capitalistas son la fuerza que mueve la política neoliberal. En su telón de fondo están las compañías multinacionales. Son las que han motorizado los principales procesos de privatización: Acueductos, Telefónica, Aeropuerto y Energía Eléctrica. Los actos de corrupción han florecido en el terreno de las privatizaciones, con la eliminación de reglamentos y controles, con las subcontrataciones y la jauría de cabilderos que las acompañan. ¿No resulta llamativo que los “servidores públicos” corruptos estén siempre vinculados con contratos millonarios con algún empresario privado?

Ciertamente, el neoliberalismo es una variante cultural de la voracidad inherente al capitalismo salvaje inescrupuloso. Por eso no se puede analizar la corrupción sin vincularla con las nuevas modalidades de la acumulación de riqueza en el capitalismo colonial puertorriqueño. Si el análisis no enfoca el proceso de acumulación de capital, si no lo considera, termina descarriado. Y lo peor es proponer explicaciones ocultando con el silencio la política pública neoliberal que ha llevado al naufragio a los dos partidos de gobierno. El concepto bipartidismo pierde su sentido desconectado de la política neoliberal. También pierde fuerza cualquier análisis de la corrupción que pretenda proteger esta política evadiendo su mención.

Hace falta mucha información y análisis para exponer uno de los aspectos principales de la nueva modalidad de acumulación de capital bajo la forma que vincula a políticos y empresarios. En múltiples ocasiones me he referido a empresarios políticos que han entrado al “servicio público” con fines de lucro. La contrapartida de este grupo son los políticos-empresarios combinados con ellos. La compleja dialéctica de estos dos grupos se valió de un concepto central para adelantar sus propósitos: el gigantismo gubernamental. Con la agresividad de este concepto devaluaron y erosionaron el servicio público para justificar un cambio dramático en el uso de los fondos del gobierno.

El paso decisivo dado en esta dirección ocurrió con la Ley 7 del gobierno de Luis Fortuño, aprobada en 2009. El Comité Asesor de Reconstrucción Económica y Fiscal (CAREF) determinó en su estudio que cada empleado gubernamental le costaba un promedio de $30,000 anuales al gobierno. Fortuño pretendió eliminar 30,000 empleos públicos con la Ley 7. Una multiplicación sencilla de 30,000 X $30,000 nos da la cifra de $900 millones al año en empleos eliminados. El objetivo no fue reducir el gobierno para pagar la deuda. No, la deuda creció a un ritmo mayor. El objetivo fue liberar una enorme cantidad de dinero para utilizarlo de otra forma. Fortuño convirtió billones de dólares durante su cuatrienio en una fuente de acumulación de capital para empresarios privados. La función fue sencilla: sacar el dinero del bolsillo de empleados y empleadas del sector público, para trasladarlos a manos empresariales. Con esta nueva modalidad de acumulación de riquezas floreció la corrupción, se empobreció el pueblo trabajador y el servicio público se deterioró de una forma inevitable.

 

 

 

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