Mirada desde el interior

 

Por Emma Rodas

Ya me hicieron el tune up mensual que tocaba. La máquina vieja lo requiere y lo manda, sin pausa, sin excusas. Pandemia o no la opción de no ir no existe.

Hoy, el Auxilio, la torre de oficinas, se notaba aún menos concurrida que hace seis semanas y todo en silencio. Inevitable eso de pensarnos personas máquinas que nos movemos y no como acostumbramos, mucho menos como queremos, en silencio. Dos puertas,  que “antes” eran de entrada y salida, hoy divididas, una para entrar otra para salir.  Desde afuera una fila, corta, 4 personas, es vigilada y supervisada por personal del hospital o la torre que para el caso es igual. Con todo y la vigilancia, una persona se coloca paralelamente  en el medio y usa su teléfono. La fila se mueve, ella no.  Le pasábamos por el lado a menos de dos pies de distancia, y ninguno le dijo algo. Yo, por pereza. No todos los días salimos listos para la batalla.  En la puerta, la temperatura, y hacia la segunda fila para tomar un elevador. Ahí somos menos. En ese lugar hay dos personas que nos muestras 3 dedos, todos entendimos, nos indican que vamos parados sobre las marcas colocadas en el piso. Entro última, nadie saluda, digo buenas tardes y los otros dos responden. No fue el saludo automático que acostumbro, es uno pensado, intencional, quiero reconocer con mi ruido con mi palabra que estamos allí, que somos personas en un mismo bote. Mi sonido pienso hoy,  busca retener algo de lo que tuve,  saludo, existo y reconozco algo necesario, que ellos también existen.  Mientras subo pienso en cómo se verá la ciudad, los espacios públicos y privados cuando termine todo, si termina. Veo restos de marcas, pegadizos rotos, despintados, sucios, rótulos ya irrelevantes que nadie quitó, no porque son todavía necesarios, útiles, si no porque así funcionamos, no botamos la basura.

Llego, me acerco a la oficina de terapia, vacía, no esta la recepcionista. Uso el desinfectante, busco una silla que no esté virada contra la pared, me siento a esperar que aparezca alguien en ese lugar antes siempre ocupado,  en el que siempre me encontraba con varias conversaciones en curso como ocurría en lugares para pacientes con enfermedades que pueden ser terminales, reflejando un ánimo y casi una alegría que nunca se de donde sacan.  Quiero leer, el televisor que nadie mira ni escucha me la pone difícil. La última vez en medio de la cuarentena también pedí que bajaran el volumen y lo apagaron porque nadie lo miraba. Sale la enfermera, apenas habla, definitivamente sin el ánimo de bienvenida acostumbrado me coloca un parcho de anestesia, se va,  leo y espero.  La recepcionista, siempre sonriente y amable, hoy lucía cansada, no habla más, no me comenta el color del pelo cosa que no fallaba, me pide que firme, firmo y desaparece nuevamente. Deduzco que para nadie es agradable estar en una sala desocupada y siempre deprimente.

Curioso me estuvo desde el principio el silencio, nadie habla,  el que lo hace suena estridente y parece medio loco. No es estridente ni loco, es que el silencio lo marca todo. Todos sabemos que estamos ante algo extraño, titubeamos al caminar aunque sepamos de memoria para donde vamos. Al dirigirnos a cualquier sitio el paso rápido de la prisa, el que se hace sabiendo para donde se va, para qué y cómo, está ausente.

Mi teoría, la primera, es que los silencios responden en parte a lo que reconozco en mí. Tapada la mitad de la cara carecemos de expresión espontánea, no tenemos sonrisas. Los ojos se desvían; tampoco hablan. Se instintivamente que para ver una sonrisa hay que mirar a los ojos y decir algo. La ausencia de expresión es también ausencia de otros a no ser que lo pienses y decidas que no va a ser de ese modo y por eso emito un sonido, trato de que sea un animado “Buenas Tardes” porque eso busco. Reconozco que para estar bien necesito de otro,  necesito rebotar en algo familiar, algo de lo humano que se parezca a lo de antes. Era un gesto automático sonriendo, no lo pensaba, este día fue intencional, pensado, controlando el tono tratando de sonreír con la vista.  Uno reconoce al otro de muchas formas, la más común es una mirada, una sonrisa una leve inclinación de la cabeza, un saludo. Reconociendo y recibiendo o no respuesta no se está totalmente sola, no estoy en la película del fin del mundo.  Si ese primer paso el de la expresión no se da, lo otro tampoco.

La otra parte del silencio responde a otra experiencia también colectiva, estamos todos asustados, estamos pendientes a lo que hacemos, sabemos que nada o casi nada de lo que hacíamos se permite  salvo caminar, los nuevos protocolos no son similares a los de antes, no vamos en automático, vamos pendientes de cada paso.

No se si hay ánimos bajitos, no se leer bien éstos nuevos signos, veo a todos bien vestidos y  acicalados. No veo hombros inclinados acercándose, no veo espaldas encorvadas, no veo cabezas mirado al piso, no veo las señas que conozco.  Seguramente muchos caminamos pensando que esta nueva forma no será eterna y que sobrevivirla requiere que encontremos formas nuevas de caminarla, para eso  sonriamos y casi cantemos al caminar, eso se nota. No, no voy a cooperar con lo que quiere tumbarme y no hablo de conspiraciones, hablo de la vida natural de las personas,  no me doy de baja de la resistencia real de la que depende de mí. Con unos buenos días doy la pelea, rompiendo las distancias del silencio  sobrevivo.  Quiero pensar, que otros, el o la que lo escucha,  también lo hace.

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