Monólogos en torno a la historia reciente

Esta semana comenzamos a presentar a nuestros lectores una serie de textos del historiador Mario R. Cancel-Sepúlveda. A pesar de que la palabra “monólogos” es parte del nombre de la sección, la intención es establecer un diálogo con lectores, estudiantes e historiadores en torno los modos de interpretar y narrar el acontecer. Agradecemos a Mario su trabajo y su solidaridad con este medio y su trabajo.

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Introducción

La serie que da inicio con este artículo es parte de la colección de escritos tituladaMemoria e Historia: monólogos en torno a la historia reciente. El tema de estos escritos gira alrededor de dos ejes de tiempo. El primero tiene que ver con lo que denominó el “tiempo presente”, periodo que inició de manera arbitraria a fines de la década de 1980 y principios de las décadas de 1990. En aquel periodo ubico las rutas que conducen a un presente de derrumbe y crisis. El segundo tiene que ver con el momento en que comenzó el proceso reflexivo, es decir, al intenso período que comenzó en el año 2016 y que todavía no ha terminado.

El contenido de las reflexiones proviene del diálogo con mis estudiantes en un curso subgraduado de historia de Puerto Rico en el siglo 20 que dicto en el Recinto de Mayagüez de la Universidad de Puerto Rico en el contexto que comencé a ofrecer desde el 2003. Uno de los sentidos que quería imprimirle al proyecto tenía que ver con insistir en la formulación y discusión del acontecer reciente. Con ese propósito iniciaba el semestre con un planteamiento sobre el significado de lo “contemporáneo” lo “presente” y lo “actual”.

Mi meta era abrir un debate en torno al relato de la modernización de Puerto Rico tras la segunda guerra el cuál siempre podía ser interpretado como un homenaje al Partido Popular Democrático, Operación Manos a la Obra y el Estado Libre Asociado. Mi intención era llamar la atención sobre el derrumbe de aquellas instituciones y no sobre su mal llamado éxito.

No se trata de una discusión académica detallada. Mi intención ha sido que la discusión fuese recibida cómo el comentario libre de un historiador en medio de la crisis de todo lo que consideraba estable. El poco espacio que se daba y se da a los historiadores en la discusión pública así lo justifica. Dada la inestabilidad de las sobre el presente y la potencial incertidumbre de las apreciaciones vertidas, cada uno de los textos ha sido revisado varias veces. Estoy consciente de que también deberán ser revisados en el futuro por mí y por otros. Un proyecto de esta naturaleza demuestra, fuera de toda duda, que la historiografía es inseparable de la reescritura. Este principio me parece cierta no sólo para la historia del presente sino para la de cualquier otra esfera del tiempo.

Reflexiones: los caminos hacia el neoliberalismo

En términos generales la década del 1990 fue el escenario del fin de una era y el inicio de otra. Los efectos de aquel giro sobre Puerto Rico fueron enormes aunque su papel en el mismo fue el de testigo mudo, dada su relación de colonial con Estados Unidos. En lo que respecta al país, las decisiones se tomaron en Washington. El Puerto Rico moderno y dependiente, producto de las prácticas legitimadas tras el fin de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), vio cómo se reducían sus opciones, situación que abrió paso a un periodo de vacilación cuyos efectos no han sido superados hasta el presente.

La incertidumbre económica, social, política y cultural, se manifestó por doquier. El fundamento de la inestabilidad estaba ligado al hecho de que las frágiles garantías que había ofrecido Operación Manos a la Obra (1947-1976) y su secuela, la aplicación de la Sección 936 del Código de Rentas Internas estadounidenses desde 1976, habían sido puestas en entredicho. Como se sabe, la condena final de la política de exenciones impuesta en 1976 se anunció en 1996 dejando al país con un periodo de 10 años, hasta 2006, para que hiciese los ajustes y creara los mecanismos apropiador pertinentes para funcionar con eficacia sin aquel recurso.

Los paradigmas sobre los cuales se habían apoyado las políticas económicas entre 1947 y 1976 se derrumbaron en la medida en que el capitalismo internacional, encabezado por Estados Unidos, se reorganizó recuperando la tradición del liberalismo clásico y la libre competencia proceso que desembocó en el discurso y la praxis neoliberal.

Para Puerto Rico aquello era una navaja de doble filo: su “relación especial” con Estados Unidos, si alguna vez lo fue, dejó de serlo. El libre comercio con Estados Unidos se generalizó y la moneda común dejó de ser un rasgo exclusivo de nuestro mercado. Las “teorías del pacto” esgrimidas en 1952 por los defensores del estadolibrismo, habían creado la ilusión de que existía un acuerdo “bilateral” entre dos hipotéticos “iguales”. Los cambios de la década del 1990 arruinaron aquella presunción.

Puerto Rico vio como las columnas sobre las cuales se había levantado el crecimiento económico y dependiente del Estado Libre Asociado -exenciones contributivas, trato preferencial selectivo, proteccionismo, asimetría salarial, austeridad en el gasto público, intervencionismo del estado en el mercado, ahorro individual- comenzaron a perder sentido en el nuevo orden. Incluso el papel adjudicado a la isla en el contexto de la Guerra Fría (1947-1991) tuvo que ser reevaluado. La “vitrina de la democracia” ante la “amenaza comunista” en Hispanoamérica parecía cosa del pasado tras la caída del Muro de Berlín y el fin del conflicto entre capitalismo y socialismo realmente existentes, disfrazados tras la patética y engañosa anteposición democracia y totalitarismo. El derrumbe de aquel espejismo exigió la reformulación de las relaciones entre, por un lado, Puerto Rico y Estados Unidos; y, por otro lado, Puerto Rico y el mundo.

Neoliberalismo y anticolonialismo

Aquellas circunstancias explican el hecho de que la década de 1990 fuese interpretada como un momento apropiado para la descolonización. De un modo u otro, se suponía que el orden de 1952, emanado de las paces de la segunda posguerra, había dejado de ser funcional y que la soberanía, ya fuese en la forma del estado 51, la independencia o un pacto de libre asociación, sería necesaria para facilitar la inserción del país en la economía neoliberal y global.

El consenso más visible, excepto en el influyente sector de los populares más conservadores, era que el ELA no era un estatuto soberano sino un régimen de dependencia colonial y que la interdependencia que la era global imponía como pauta, requería soberanía o independencia jurídica en buenos términos con Estados Unidos. El licenciado Rafael Hernández Colón (1936-2019) había denominado la situación como un” déficit de democracia”. Un tropiezo cardinal de aquel proceso fue que, cuando llegó el 2006 y cerró el periodo de transición tras la eliminación del amparo de la Sección 936, nada se había conseguido: la economía estaba estancada y el tema del estatus empantanado.

El giro al neoliberalismo vino acompañado en Puerto Rico por el desprestigio del “orden democrático” emanado de la segunda posguerra. La discursividad de la guerra contra el totalitarismo nazi y fascista había sido uno de los componentes del populismo del primer Partido Popular Democrático (1938). La confianza en la democracia electoral y el saneamiento de la imagen maltrecha de los partidos políticos como instrumento confiable de lucha para los puertorriqueños no tuvo un efecto permanente.

El escándalo de la aplicación de la Ley Smith criollizada en la forma de la Ley de la Mordaza de 1948, el asunto de la recopilación de las carpetas informativas de ciudadanos considerados potencialmente subversivos destapado en 1986, su devolución y la demanda civil que generó el caso en 1992, desenmascararon el significado de la “democracia” en la era de la guerra fría. Aquella democracia electoral, partidista y constitucionalista había violado los derechos civiles de numerosos ciudadanos comunes de múltiples formas. Entre la Cheká, la Schutzstaffel, el Buró Federal de Investigaciones y la División de Inteligencia de la Policía de Puerto Rico no había mucha diferencia: todos estaban más que dispuestos para la razzia. La discusión sobre este “déficit de democracia”, tanto o más significativo que el aludido por Hernández Colón , se hizo pública en numerosas publicaciones académicas y en la prensa del país.

La fragilidad y resquebrajamiento del orden heredado propició un auge inusitado pero comprensible del estadoísmo y sus organizaciones. Después de todo, el PPD su liderato, moderado o no, era uno de los principales acusados. Otro elemento llama la atención. El independentismo, ya fuese de tendencia socialdemócrata, socialista o nacionalista, atravesaba por un momento de reflexión que tenía que ver precisamente con el fin de la guerra fría y el balance ideológico precario que ello imponía a una formulaciones identificada en Puerto Rico con una genérica izquierda.

Estadoístas gradualistas e inmediatistas

Por eso la década de 1990 dio la impresión de haber sido el decenio de un estadoísmo dinámico, encabezado por un liderato innovador y agresivo. El estadoísmo radical, exigente e inmediatista en cuanto al reclamo de Estado 51, cuya genealogía podría trazarse hasta la figura del abogado Carlos Romero Barceló (1932) , se impuso como el estilo dominante. Lo cierto es que desde 1968 al presente el estadoísmo ha ejecutado una revisión profunda de las posturas de su fundador, Luis A. Ferré Aguayo (1904-2003). La distancia entre el estadoísmo de Romero Barceló y Ferré Aguayo es tanta como la que media entre la de Ferré Aguayo y José Celso Barbosa y Alcalá (1857-1921). El dinamismo ideológico del Estado ismo supera por mucho el de los defensores de una hipotética autonomía o autogobierno que nunca se ha podido a lo largo del siglo. Es como si la “imposibilidad de la estadidad”, a la cual apelan los defensores de la independencia, tuviese su equivalente en la “imposibilidad del gobierno propio no colonial”. El problema ha sido Siempre el mismo: la resistencia del orden estadounidenses a abrir sus puertas a una u otra opción, es decir, La vocación colonial basada en prejuicios culturales con respecto al otro.

Uno de los misterios que valdría la pena indagar en cuanto a aquel giro se develaría si se pudiera responder la pregunta de cuánto pesa dentro de estadoísmo puertorriqueño la afiliación demócrata y la republicana a la hora de diseñar una táctica para alcanzar la meta propuesta. La transición de un estadoísmo gradualista significado en Ferré Aguayo, a uno inmediatista identificado con Romero Barceló, proceso que maduró entre 1968 y 1976 estuvo marcada por ese fenómeno.

En la década de 1990 los estadoístas demócratas con Pedro Rosselló González (1944- ) a la cabeza, coincidieron con el dominio demócrata en Estados Unidos con William J. “Bill” Clinton (1946- ). Pero no hay que olvidar que demócratas de la segunda posguerra mundial, Franklyn D. Roosevelt (1882-1945) y Harry S. Truman (1884-1972) , y los del tránsito al neoliberalismo como Clinton, eran por completo distintos. Roosevelt y Truman estuvieron dispuestos a trabajar con un PPD que no quería ni la estadidad ni la independencia, a la vez que expresaba simpatías con las políticas del Nuevo Trato y la formulación del Estado Interventor práctica de la cuáles podía sacan ventajas políticas ante el movimiento estadoístas e independentista.

La relación Clinton/Rosselló fue escabrosa: el presidente tuvo que trabajar con demócratas que presionaban por la incorporación y el Estado 51 que él no defendía. Del mismo modo, el interés del gobierno federal por “descolonizar” sin descolonizar a Puerto Rico que dominó en la década de1940, ya no era tan visible en década de 1990 porque, entre otras cosas, el fin de la guerra fría (1989-1991) convirtió el tema de Puerto Rico, que nunca había sido prioritario, en un asunto invisible. En 1990, la incomprensión entre las partes involucradas era trágicamente mutua.

Populares conservadores y soberanistas

El auge estadoísta de la década de 1990, no era el primero del siglo. La nueva coyuntura estimuló como contrapartida el reavivamiento de lo que se identificó como “soberanismo” en el PPD. Los defensores del soberanismo se apoyaban en la creencia de que el Estado Libre Asociado era una forma de “autonomía” que serviría como preparación para la independencia. El soberanismo reproducía la teoría de los “tres pasos o etapas” que sirvió de apoyo a Luis Muñoz Rivera (1859-1916) y José De Diego Martínez (1866-1918) cuando fundaron el Partido Unión de Puerto Rico en 1904. También reproducía una forma algo adultera de la teoría de la “independencia a la vuelta de la esquina” apoyada por Luis Muñoz Marín (1898-1940) de cara a las elecciones de 1940. La paradoja de aquellas hipótesis interpretativa era que, tanto los unionistas como los populares, terminaron por renunciar formalmente a la independencia en algún momento.

La “Nueva Tesis” de Hernández Colón (1978-1979) fue un intento de cerrar desde arriba y de una manera autoritaria el debate sobre la relación colonial dentro del PPD. El momento en que se formuló representó, desde mi punto de vista, una respuesta defensiva del PPD a la victoria del PNP entonces bajo la dirección de Romero Barceló. El alegato de Hernández Colón era que, dada que la independencia era irrealizable y la estadidad económicamente inconveniente, había que aceptar que el ELA era la “solución final” al debate estatutario. La tesis no obligaba al inmovilismo pero reducía el margen de acción del cambio estatutario a los límites dominantes desde el 1952.

El conservadurismo se impuso en ese segmento de la cúpula del PPD. El forcejeo entre moderados y revisionistas soberanistas, me consta, ha sido constante hasta el presente.

El problema era que, en la década de 1990 el argumento de Hernández Colón no tenía sentido. Las razones de los críticos de la “Nueva Tesis” dentro y fuera del PPD eran comprensibles.

El orden internacional que había inventado al ELA ya no existía y el “déficit de democracia” del régimen de relaciones había de ser reconocido por el mismo Hernández Colón desde 1998. En su retórica jurídica, el reconocimiento del problema no tenía que interpretarse como una señal de que debía romperse con los esquemas del 1952. Por el contrario, los conservadores han insistido en que lo más práctico es y será trabajar el cambio -superar el “déficit de democracia”- en el marco del ELA sin quebrar sus fundamentos más celebrados: la autonomía fiscal y arancelaria.

La actitud es razonable pero, me parece, debería ser discutida con más profundidad o de un modo más pormenorizado a fin de que resulte más convincente para sus opositores.

La meta de la estrategia política de los conservadores del PPD ha sido denominada en ocasiones con el nombre de “ELA soberano o culminado”, pero el concepto jurídico no parece encajar en el lenguaje estándar del Derecho Internacional como tampoco encajaba el concepto jurídico del ELA. Del mismo modo, tampoco ha tenido mucho éxito entre los soberanistas más exigentes que parecen concebirlo como una propuesta contradictoria, poco clara o como una paradoja de derecho.

El soberanismo articuló durante la década de 1990 una respuesta más o menos coherente al problema del estatus al calor de dos procesos de consulta: los plebiscitos de estatus de 1993 y 1998. La década de estadoísmo radical ligada al rossellato necesitaba medir el pulso de su proyecto y los plebiscitos o consulta de opinión siempre han sido considerados en la tradición electoral local como la más precisa encuesta de opinión.

Un elemento interesante de aquel momento es que las figuras dominantes de la nueva ola soberanista del 1990 no surgiesen del alto liderato de la organización popular sino tres poderosos alcaldes: William Miranda Marín (1940-2010) de Caguas, José Aponte de la Torre (1941-2007) de Carolina y Rafael Cordero Santiago (1942-2004) de Ponce, todos ya fallecidos. Me da la impresión de que, ideológicamente y en su praxis, los tres representaban la reformulación de la tradición populista y radical del primer PPD, el de 1938 a 1943. La gran diferencia entre estos y aquellos era que el soberanismo populista de los años 1940 se alimentaba de una fuerte corriente ruralista propia de un Puerto Rico preindustrial y agrario.

En la década del 1990 la propuesta ideológica ya se había urbanizado y poseía una tesitura por completo distinta. El resultado de aquel proceso fue la fundación de “Alianza Pro Libre Asociación Soberana” cuyo efecto sobre los sectores moderados del PPD fue en realidad poco. El superviviente de aquel grupo fundacional fue Marco A. Rigau Jiménez (1946- ), figura fuerte detrás de la líder soberanista Carmen Yulín Cruz Soto (1963- ), alcaldesa de la capital hasta estas elecciones de 2020.

 

 

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