Muertes realengas (fragmento)

Boricua Noir es una propuesta de difundir la literatura detectivesca y criminal en Puerto Rico. Es un homenaje a Francisco Velázquez, el maestro del género. Este es el segundo texto que publicamos. Agradecemos al escritor Josué Montijo por iniciar la serie y por sugerirnos este proyecto.

Las extrañas muertes habían comenzado poco antes de que Abercombry hiciera volar el puente sobre el caño Martín Peña. Recién construido, había suplantado al viejo puente de madera que crujía al paso de los vendedores o de las decenas de cerdos que desfilaban al mercado y al matadero. Pero el inglés no dejó que aquel paso se llenara de recuerdos. Lo hizo estallar a las dos semanas de invadir la isla. Sabía que era el único paso hacia el Hato del Rey y los barrios de Río Piedras. Cortaba la comunicación con el resto de la isla. San Juan se hallaba entonces sola en su defensa contra el invasor. Pero aquellos días terribles en los que las baterías de defensa componían música de guerra yo seguía pensando en aquellas desapariciones que ocurrían fuera de las murallas de la ciudad y a nadie parecían interesarle.

Por supuesto, había otras necesidades. Carne, por ejemplo. Y harina. Porque poco tiempo antes del ataque inglés, había llegado a la isla un cargamento de víveres que pudo alimentar a la guarnición. Pero si hubiere durado algunos meses, el hambre derrotaría a las defensas. Mientras todo esto ocurría algunas mujeres seguían las faldas del obispo en una rogativa a Santa Ursula y las once mil vírgenes. Un riesgo. Si llegaban a las cercanías de la isleta serían blanco fácil. Además las teas encendidas eran una invitación a disparar. Cuando finalmente se alejaron los ingleses el obispo le adjudicó el triunfo a la santa y le hizo misa. La cosa era menos mística. Los tiros, los mosquitos y la disentería eran tan cerrados como las murallas. Pero quizás los ingleses si podían ver a las once mil vírgenes flotando sobre el cielo azul manchado de pólvora. O a través de los mangles de Cangrejos usando escudos de carey y espinas. Le pregunté a un soldado qué había permitido el triunfo de las defensas. Fue parco: galletas, tocino y queso.

Luego supe que al general escocés la vida le había dado dos cosas: victorias y derrotas. Y que en su derrota en San Juan la enfermedad hubo de recordarle a otro general de la corona que defendía, pues uno de aquellos había repartido mantas infestadas de viruela a los indios en el norte de América. Con esa crueldad acabó con ellos sin sufrir pérdidas. Y al otro inglés Francis Drake, que murió de vergüenza. Y a Hawkins, que murió de un balazo. Acá, sin mantas, los ingleses sufrieron un ataque parecido. Serían las oraciones. Aunque lo cierto es que había para entonces en la isla una virulencia notable. Cuando era ya un militar semi retirado fue enviado a Egipto y se cubrió de gloria en la batalla de Alejandría, que culminó con el envío a Londres de la Aguja de Cleopatra.

Me preguntaba a veces por qué no invadieron los ingleses por las dilatadas espesuras. Si siguen los ríos sólo van a encontrar montes habitados por cerdos y vacas, lo cual sería conveniente para los soldados. Pero insisten en atacar lo más defendido. Podrían poblar la isla antes de que las defensas, ocupadas en la tosca vida diaria, tuvieren tiempo de contraatacar. Igual antes los holandeses, que atacaron cuando la ciudad no tenía murallas y estuvieron a escasos metros del Castillo de San Felipe. Luego, azotados por las enfermedades, se retiraron no sin antes quemar numerosas casas, con lo que ardió la impresionante biblioteca que juntara el generoso prelado, doctísimo Bernardo de Balbuena, Obispo que era de Puerto Rico, que hasta Lope de Vega menciona en una silva como gran pérdida. Otros afirman que el fiero Enrique, holandés como era, robó los libros. Eso no lo sabría de primera mano, que no fuera que andando por Amsterdam me topara entre ríos de cerveza con una biblioteca de Balduino.

Vuelvo a decir que no lo entiendo. El monte es difícil hasta para una pequeña Compañía de Guerrillas. Una insurrección podría apoyarse en estos terrenos. Sin embargo no creo que la haya. Hace mucho calor. Y las gentes hacen, fuera de las murallas, lo que les da la gana. Y a mí, finalmente, esto no me parece mal.

De curiosa ocurrencia fue que dos negros atraparon a varios ingleses, constatándose luego que en aquella media docena de prisioneros había dos alemanes. Mercenarios sin duda de aquel país cruel. De allí vienen historias de pastores protestantes ardiendo de manera espontánea desde el púlpito. Y el caso de borrachos que luego de beber un litro de aguardiente encienden un cigarro y arden en la llama azul de la incontinencia. Solo encuentran las pantuflas, completas, grasientas y apestosas. Cuentos de camino, claro. Pero el asunto es que fueron atrapados varios, mientras huían, por soldados negros que habrán sentido una gran alegría de sentirse libres de cazar blancos por el mangle. Poca libertad, vive dios, pero al menos un atisbo de la misma. Habría también franceses en este grupo. Los negros decían al entregar a los prisioneros: le dimoh una catimba, y sonreían. Pero los militares españoles temían a esos grupos armados de negros. Decían: No tienen, por su naturaleza, disciplina. Sin embargo, yo vi algunos entonces, heridos, cansados, con rostros iluminados. Y es que podían moverse y castigar a alguien. Luego se supo de un inglés desertor, Ian Flemin, que vivió por largos años en el sur, en una isla que se ve desde la costa de San Germán y que se ha dado en llamar Isla de caja de Muertos por la manera en que la naturaleza le ha dado forma. Leyendas de pirata hay en las orillas salobres. Y ese Flemin llegó hasta allí de forma aventurada que es una pena que eso pasare al olvido.

Cerca del puente había un pequeño pozo a la sazón abandonado y ocupado por yerbas. El pozo del ahorcado. Me lo señalaba el padre Martín una mañana. Allí había muerto un poeta con una soga amarrada al cuello. El gobernador de turno, apodado El terrible, no pudo resistir unos versos en los que el bardo cantaba al fraude y robo que cometía el militar con los dineros asignados a la construcción de la Catedral. Pena de muerte. Ni siquiera en el orden de la retribución del mal con el mal. Una pena absurda. Pues me parece que corresponder al mal con el mal y en la misma medida, es demasiado simple. No hay otra forma de reparar lo malo que no sea con lo bueno. Lo que distingue a un asesino de su víctima es que la víctima no es un asesino. Pero quizás mi manera de pensar se debe a los rigores del verano húmedo con sus vientos o a la carestía de harinas. Mas, puedo apostar mis tres reales a que no hay forma de justificar que un poema sea razón para condenar a muerte.

Según lo que sé el gobernador usaba mal los dineros. Y no es que sea la catedral una iglesia imponente. Pero no era para comprar pañizuelos y lechones. Pensé que debiera ser un horrible poema. “Hubo de ser un poema malísimo” dijo el cura, sonreído. Luego puso cara seria. “Dios lo haya acogido en su reino”. No supe si Dios acogió al poeta, al poema o al verdugo. Y no sería la última vez que un gobernador mandaba a matar o robare. Ya me ocuparía yo de encontrar ese poema. Alguien tiene que acordarse. En un pasquín debió estar escrito. En estos tiempos es seguro que al llegar los barcos de mercaderes extranjeros el gobernador y su comitiva les invitarán a La Fortaleza y allí mismo venderles cuero, cerdos, algunas vacas tristes y unas decenas de racimos de plátano. Pero sobre todo las vacas eran valiosas, cuando en ocasiones ha ocurrido carestía de hasta seis meses de carne. No es que el gobernador haya comprado 4 paños de manos, 6 de encajes, media docena de sarga, dos manteles, unas cintas, una resma de papel de hilo, una pieza de angarípola, dos sombreros y una docena de guantes. Es que no les necesitaba y le vendió a los mercaderes la carne que necesitábamos. Así que el plátano substituye a la carne. Rayado, hervido, frito en aceite de oliva (cuando hay), crudo, con sal, maduro, verde. No hay carne. El plátano se convierte en lienzo de artes culinarias. Y no hablar de pasas, aceituna, aceite y tres esclavos que le compraba a los ingleses, enemigos de la Corona española, sin subasta.

La ciudad se estaba llenando de murallas. Y de reos venidos de otros territorios, convertidos por concurso de los designios reales, en albañiles y constructores. Algunos eran enviados a la isla como castigo. Otros habíamos nacido en ella. No era pues un jardín florido, a pesar de que había limones y frutas en los campos, pero todo estaba dejado a la mano de la natura, igual que el ganado a los pastos.

Al primer muerto lo vi colocado sobre una mesa, en la pulpería de don Mateo Alemán. Decía que al abrir la puerta de su negocio lo encontró allí acostado. No había marcas de pelea, ni botellas rotas. Yo ayudaba al cura para tener excusa de moverme lejos de la casa de mi madre. Sufro de claustrofobia. El difunto, Manuel Espina, era un hombre joven y su frente se encontraba adornada por un feo orificio. Lo miré de reojo. Pensé que habría muerto en otro lugar y luego lo habrían llevado allí. Don Mateo no explicaba mucho. Entrar a aquella pulpería era fácil. Nada aseguraba la puerta de entrada, que era en realidad, un ranchón que daba al camino de tierra. La casa de Alemán se encontraba en la parte de atrás. Vivía solo, con su hija, que por supuesto se llamaba María. No sé bien que hacía el padre Martín en aquella escena. Yo lo miraba todo, ávido como estaba de ver el mundo. Y cuando no trataba de otear el horizonte, leía los libros que escondía el cura en la sacristía. Debía ser por los óleos. Padre Martín dejó caer en un momento la Sagrada Biblia. Al recogerla, doblando las rodillas hasta hincarme, noté unas marcas ligeras en la entrada. Unas líneas paralelas, tenues, sólo reveladas por la luz en un ángulo cercano al suelo. Al lado de esas marcas, pisadas. Casi fantasmales. Le devolví la Palabra al cura y lo miré en ánimo de que leyera mi mente. El no me devolvió la mirada. Yo observe las espaldas de don Mateo. Parecía un leñador.

Aquella vez regresamos a la ciudad en silencio. Poco antes de cruzar el puente le dije al Padre lo que creía. Fue don Mateo. Dios es el juez supremo, murmuró el cura. Nos hicimos a un lado para dejar pasar al chiquero y a media docena de cerdos que avanzaban, sin orden ni concierto, fuera de la ciudad. Los cerdos van en sentido contrario. Ya la mujer del Gobernador debe haber comprado el más gordo y esos son devueltos para la reventa.

-Hijo, dijo el cura ahora sí mirándome a los ojos, si no aprendes a callar van a obligarte a hacer silencio.

-¿Palabra de Dios?

– No, palabra de hombres, que duele más. Había marcas en el suelo. Dejé caer la Biblia y noté que al recogerla tú confirmaste mi visión.

– Entonces fue don Mateo.

– Harían falta más pruebas. Pero el silencio es ahora nuestro aliado.

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