Nacionalistas: la independencia como distopía en Luis Abella Blanco y Salvador Brau Asencio (2)

La narración novelesca de Luis Abella Blanco, La República de Puerto Rico. Novela histórica de actualidad política inicia en medio de un proceso judicial en el cual el acusado es Puerto Rico. La entidad de la Nación es acusada del delito de “incapacidad para regir sus propios asuntos” (7)[1]. El intercambio de preguntas y respuestas permite al autor, un abogado activo, aclarar la tesis general del texto. El núcleo del pleito, el delito en este caso es el llevado y traído argumento de que Puerto Rico es “incapaz” para la libertad y la independencia. En términos de una filosofía de la historia bien pensada, aquella discapacidad demostraba que el país existía al margen del “progreso” y de la “historia” misma en su sentido hegeliano, como si se tratase de una entidad social y cultural vacua, estéril o inhábil para consolidarse en un Estado Nación eficaz, el gran mito o Dios de la Modernidad europeo-americana.

Una República imaginaria: entre España y Estados Unidos

El examen judicial contenía una interesante síntesis del pasado histórico nacional cercana, a la luz de muchos indicadores, a los valores de la llamada Generación de 1930. En Abella Blanco convivían, no sin tensiones, valores propios de las izquierdas anarcosindicalistas decimonónicas de las cuáles era heredero como militante del Partido Socialista, y concepciones modernistas y treintistas propias del drama cultural que se vivía al momento de redactar la obra. Una de las coincidencias más visibles entre aquellos extremos era concepción del 1898 como un “gran colapso moral” (11) responsable de la pérdida colectiva del amor propio y la identidad. La metáfora no difería mucho de la “teoría del trauma” o de la actitud crítica de los “regeneracionistas” españoles y sus herederos puertorriqueños, siempre henchidos de hispanofilia y nostalgias.

Por otro lado, una de las diferencias era esa idea de Abella Blanco de que España estaba lejos de ser una “Madre Reverenda” como la imaginaba el nacionalismo cultural y político de principios del siglo 20. En este aspecto el escritor coincidía por completo con separatistas independentistas del siglo 19 como Ramón E. Betances quien motejaba a España como una entidad retrógrada y la calificaba de mera “Madrastra Patria”. El novelista devaluaba la “Madre Patria” sobre la base del argumento de que, si aquella había sido capaz de entregar a Puerto Rico como “botín de guerra” (10) a los americanos, no merecía respeto alguno. La teoría del “botín de guerra” no era exclusivamente suya: fue también esgrimida también por un sector del nacionalismo radical para rechazar la legitimidad de la soberanía estadounidense aquí.

El tipo de resentimiento de Abella Blanco con la hispanidad demuestra varias cosas. Primero, llama la atención cierta ambigüedad que ratifica la polisemia de la hispanofilia, entidad que también penetró el corazón de los estadoístas puertorriqueños como ya ha demostrado el historiador Mario Ramos en un interesante volumen.[2] Segundo, demuestra la supervivencia de una tradición discursiva nacida antes del 1898 en los escabrosos y poco conocidos terrenos de las luchas separatistas del siglo 19, proyecto vinculó a independentistas confederacionistas y anexionistas en la causa antiespañola por tanto tiempo. A mi modo de ver, España se ha convertido en una caricatura, en una patética figura de carácter “sanchesco” o vulgar, metáfora que recuerda el discurso que Rosendo Matienzo Cintrón desarrolló alrededor de la figura imaginaria de Pancho Ibero como signo de la puertorriqueñidad.

Las respuestas al interrogatorio que ofrece el acusado, Puerto Rico, legitimaban la Independencia como opción última y justifican el uso de cualquier medio para obtenerla. En cierto modo, el discurso reconocía la independencia / libertad como una meta no solo legítima sino también “forzosa” o “inevitable” por su condición de derecho natural. El pasado histórico inmediato y remoto, el devenir, no dejaba otra opción. El reconocimiento de ese principio de hipotética inevitabilidad, común a figuras como José De diego Martínez, Albizu Campos e incluso Luis Muñoz Rivera, era una forma de validar las concepciones progresistas que dominaron las concepciones socialistas y nacionalistas hasta tiempos recientes.

El otro punto interesante son los contrastes que el autor establece entre la imagen de España y la de Estados Unidos. Se trata de lugares comunes presentes en las retóricas de numerosos pensadores puertorriqueños anteriores al 1930 que confiaron en la promesa de progreso y democracia de los invasores[3]. La Gran Depresión de 1929 puede ser considerada como un punto de giro que, en cierto modo, estimuló la revisión de la relación entre Puerto Rico y Estados Unidos desde Washington pero también desde la isla. Las retóricas ideológicas dominantes desde 1900 fueron profundamente revisadas. El problema del dualismo maniqueo característico de aquellos discursos que reducían la valoración de España y Estados Unidos a la representación de valores antinómicos en un tema de especial importancia para comprender la actitud de Abella Blanco y aquella generación. El sociólogo teórico José Anazagasty Rodríguez y yo hemos hecho ese ejercicio a la luz de una serie de textos escritos por estadounidenses entre 1898 y 1926 en un volumen de 2011.[4]

En términos generales el pasado hispánico se dibuja con atributos retrógrados devastadores y como una promesa de progreso incumplida, mientras que el presente estadounidense se miraba con condescendencia y como una promesa de progreso que se estaba cumpliendo. España no había estado en condiciones de dar lo que no tenía: la llave de la Modernidad proyecto para el cual resultaba estéril si sigo la lógica de Betances en algunas de sus cartas y artículos. El reconocimiento de la incapacidad de España para cumplir o dar lo que no poseía que se manifiesta en Abella Blanco es otra coincidencia con la retórica radical antiespañola de Betances que no debe pasar inadvertida.

La retórica socialista de Abella Blanco y la distopía independentista

No está de más recordar que los socialistas amarillos, es decir, no revolucionarios de principios de siglo 20, encontraron en el nuevo orden impuesto tras la invasión del 1898 un aliado invaluable. El impacto ideológico del encuentro inicial resultó determinante para la percepción del problema del estatus y el sentido que le dieron al activismo sindical que promovieron durante el primer tercio del siglo. Su interpretación de los valores estadounidenses no deja de sorprender en ciertos casos. En la consulta ejecutada en 1917 sobre la prohibición del consumo del alcohol el Partido Socialista fue la única organización política que votó colectivamente en favor de la temperancia.[5] La voluntad de reproducir los valores estadounidenses también influyó en el cariz de su relación con el adversario y el capital -fuese este puertorriqueño, estadounidense o extranjero- y sus representantes. El Partido Socialista sólo representó una amenaza real para el capitalismo colonial durante antes de su transformación en una organización política electoral y estadoísta. Una vez comenzó a ocuparse con más intensidad de la cuestión del acceso al poder colonial tras su consolidación como partido electoral en 1915, su voluntad de lucha social se moderó. Ese fue el socialismo que nutrió a Abella Blanco al momento de la concepción de su obra.

El momento, el presente, pesa sobremanera en la articulación del discurso del Puerto Rico acusado. Este se defiende por medio de otra discursividad dominante: la de la época del Nuevo Trato y el naciente populismo. La concepción malthusiana de la sobrepoblación (13), la esperanza en un futuro industrial redentor (15) propia de socialistas y comunistas de todas las geografías, entre otros argumentos, se combinaban a la hora de criticar la “teratología jurídica política” que era la colonia (19): la colonia era un “monstruo”, un evento antinatural y antirracional. El juicio o proceso, como era de esperarse, quedaría sin irresuelto. Pero esa situación embarazosa abriría el camino hacia la Independencia, que es el tema del resto de la breve narración.

La cultura socialista de Abella Blanco era rica y llena de complejidades. La arquitectura del texto novelesco recuerda numerosos documentos clásicos del pensamiento social y socialista decimonónico. La narración posee el tono magisterial y racionalista de la “Parábola” (1819) de Henri de Saint-Simon, el teórico de la Sociedad de los Industriales y, en cierto modo, uno de los antecedentes tanto del socialismo de estado como del corporativismo secular y cristiano. Saint-Simon es considerado también uno de los padres de la sociología o ciencia positiva clásica, uno de los maestros de Augusto Comte y promotor de un orden social en el cual industriales (capitalistas) y sabios positivos (intelectuales) controlen los tractos de poder armados de la racionalidad y la ciencia. Por su redacción, en el estilo de las minutas de una inquisición jurídica intensa, su lógica textual es análoga al texto titulado “Los enemigos de la Libertad y de la felicidad del Pueblo” (1832), de Augusto Blanqui.

La República de Puerto Rico imaginada por Abella Blanco en 1932 es una distopía bien urdida cuyo nacimiento se consolida tras un cuartelazo encabezado por Pedro Albozo Campos, y es sostenida mediante una interesante alianza entre la República y Estados Unidos por medio del “Tratado de Palo Seco” (43 ss). Pero la secuela ominosa de esta ficción es que el radicalismo albizuista, el nacionalismo exclusivista postulado por la organización y todo el orgullo por la Raza, es decir la hispanidad, y la nación perfecta, se suprime después de triunfo militar. La República de Puerto Rico desemboca en una sumisa República Asociada apocada como la soñada por De Diego la cual depende financieramente de un empréstito estadounidense. Las similitudes con la República con el Protectorado de Estados Unidos soñar por De Diego son numerosos.[6] El Puerto Rico Libre de la imaginación de Abella Blanco tolera la construcción de estaciones carboneras para el uso de la Marina de Guerra de aquel país y no es capaz de tomar decisiones bélicas que afecten los intereses del norte. El tratado bilateral entre ambos países reconocía el derecho de intervención de Estados Unidos cuando aquel país lo considerase necesario acorde con sus intereses particulares. Aquellos términos recuerdan no solo las aspiraciones de Diego sino la situación de la Carta Autonómica de 1897, motivo jurídico de culto del nacionalismo hispanófilo albizuista. La República de Puerto Rico de 1932 disfrutaba de una Libertad Fingida, a la manera de su antecesora, la República Cubana Plattista.

Otra distopía independentista: la mirada de Brau Asencio

Debo aclarar que aquella no fue la primera vez que un intelectual se burlaba de la República de Puerto Rico en términos parecidos. Salvador Brau Asencio dejó poco antes de morir el relato satírico “El cuento de Juan Petaca”[7], difundido en la Antología puertorriqueña de Rosita Silva en 1928. Aquella era una narración fantástica montado en la idea de la huida y el retorno que se desarrollaba en el futuro (1915 y Brau murió en 1912). El cuento recuerda “Viajes de Escaldado” (1887) de Betances, con quien Brau había tenido una relación personal, política y de negocios durante el siglo 19. Brau exploraba el subgénero de la parodia política y, como Abella Blanco, producía su propia y discordante distopía. La irreverencia anti independentista, por lo tanto, era común a socialistas amarillos estadoístas y viejos autonomistas que valoraban la presencia estadounidense en el país.

En Brau el antiamericanismo posinvasión formulado en los programas de federales y unionistas era ridiculizado: parecía reconocer que la herencia de la hispanidad agonizaba y desaparecería. El autor era tan cínico con el independentismo como cualquier republicano de su tiempo. Una observación del texto de Brau bastará para imaginar su postura: las clases políticas nacionalistas puertorriqueñas responsabilizaban a Estados Unidos de la pobreza del país “por negarse a tomar café borinqueño y empeñarse en empacharnos con arroz de puyita”, es decir, criollo y de consumo popular. Diversos elementos de humor negro, crudo y grotesco puntean el relato.

La migración o huida de Juan Petaca había sido un acto irracional o una apuesta no pensada justificada por la regla “¿Dónde vas, Vicente? — Donde va la gente”. En 1915 el personaje estaba en Yucatán cultivando maguey, una de las materias primas que su amigo Betances pretendió industrializar durante el siglo 19 para insertarse en la industria de los textiles y competir con el algodón. Si me encontrase a Brau en algún recodo de una vieja ciudad le diría: por lo menos Juan Petaca ya no temía que “los cogiera el holandés” porque el holandés estaba en casa. Sólo lejos de la patria Juan Petaca aprendió “lo que representan la inteligencia, actividad y método de cada abeja en el maravilloso producto que se acumula en la colmena.” En el país el aprendizaje hubiese sido imposible.

El pesimismo de Brau con respecto a la nación provenía del 1886 o antes, me consta, según he percibido en alguna de su correspondencia. El retorno de Juan Petaca-Odiseo a Puerto Rico se dio en 1915 al proclamarse la fundación de la Confederación de las Antillas y asegurarse la soberanía en el país. Aquello que debía celebrarse como el triunfo de las ideas de Betances, Eugenio M. de Hostos, De Diego y José Martí no era más que una ficción. El nuevo Puerto Rico libre había dejado atrás la caña, el café y las frutas y se había transformado en una potencia vitícola.

Durante el regreso a la patria vía Santomás, Juan Petaca había conocido a un catalán que procedía de Puerto Rico. El catalán pensaba que a los puertorriqueños no se les podía hablar de lógica “pues eso implica razonamiento y mesura y los puertorriqueños son hiperbólicos y exagerados”, es decir son irracionales por naturaleza. Sus comentarios sobre el nuevo Puerto Rico eran aclaradores y profundamente sarcásticos: el vino puertorriqueño estaba confeccionado con uvas playeras y la Confederación de las Antillas no era sino una estructura jurídico-política constituida por la isla grande, las islas municipio y los múltiples cayos que las rodean. El Gobierno Provisional además había decretado el cultivo obligatorio de sansevieria, la conocida “Espada de San Jorge” o “Lengua de Suegra”, para producir tejidos que compitieran con el algodón sin poseer la infraestructura para la industria textil. Por último, Estados Unidos se había ido del país porque no soportaba el Caribe: “¡Hasta el mismo Job, con toda su paciencia, hubiera hecho otro tanto!”

Una vez en Puerto Rico, Juan Petaca se puso a conversar con Cándido Manganilla, botero de Cataño y militante de una sociedad secreta llamada “El Coco Sarazo” o maduro, la cual estaba adscrita a la Junta Revolucionaria de Nueva York. Brau conocía al dedillo lo que estaba parodiando: el mito de la Boicotizadora de 1896 y el de la Sección de Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano eran apelados con precisión. Su opinión era definitiva: la “confederación” equivalía a “conflagración” y la revolución era necesaria. Hay que “traer otra vez a los americanos; pero con Sampson y dos vapores de tres chimeneas, como aquel que les sacó andadura a algunos tullíos, cuando la guerra”.

Brau proyectaba a Puerto Rico como un país que esperaba demasiado del imperio, pero que no tenía poder de regateo para conmover a los yanquis. “Una cosa es la humanitat y el negosio es otra cosa” (sic), sostenía el catalán Manganilla citando El tanto por ciento, comedia de Abelardo López de Ayala de 1861. Antes, como ahora, el lenguaje amenazante que se usaba ante Estados Unidos se reduce al contradictorio “o firmas este puñal o te clavo este papel”. El Juan Petaca de Brau se reconocía como el más Petaca de todos los Juanes. La idea de que el puertorriqueño era “masa” y no pueblo, principio con el que jugaron Hostos, Matienzo Cintrón y el mismo Antonio S. Pedreira, estaba presente, como siempre. La retórica del siglo 19 domina el juicio satírico de Brau a diferencia de Abella Blanco quien bebe del socialismo amarillo, la cultura modernista y el pensamiento treintista. Pero el efecto sobre la mirada al nacionalismo y la independencia era el mismo. Tanto los viejos liberales y autonomistas hispanófilos como socialistas amarillos estadoístas sajonófilos, pido el privilegio de inventar el concepto, la veían como una imposibilidad, un proyecto ridículo o un peligro. A ello volveré en una próxima reflexión.

NOTAS
[1] Los números entre paréntesis corresponden a la página del texto original.
[2] Me refiero a Mario Ramos Méndez (2007) Posesión. La nacionalidad cultural en la estadidad (San Juan / Santo Domingo: Isla Negra)
[3] He publicado un estudio al respecto en Mario R. Cancel (2002) “Mitos, nación y militarismo: la literatura menor y el 1898” en Atenea 22.1-2 (3ra. Época) (2002): 31-55.
[4] José Anazagasty Rodríguez y Mario R. Cancel (2011) Porto Rico: Hecho en Estados Unidos (Mayagüez: EEE).
[5] Mayra Rosario Urrutia (1996) “Reconstruyendo la nación: la idea del progreso en el discurso anti-alcohol 1898-1917” en Academia.edu. URL: https://www.academia.edu/810695/Reconstruyendo_la_naci%C3%B3n_la_idea_del_progreso_en_el_discurso_anti_alcohol_1898_1917
[6] José De Diego (1974) Planes de victoria” en Nuevas campañas (San Juan: Cordillera): 103-149.
[7] Salvador Brau Asencio (25 de noviembre de 2012) “El cuento de Juan Petaca” en Lugares imaginarios URL https://lugaresimaginarios.wordpress.com/2012/11/25/el-cuento-de-juan-petaca/
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