Nada cambiará con la cámara demócrata

Los cambios en las metrópolis casi nunca repercuten de la misma forma en sus colonias, ni siquiera cuando tienen contenido revolucionario. A veces aparecen mejores gobernantes y hasta la ideología que guía el gobierno metropolitano se altera, generando alegrías y esperanzas, pero estas no se trasfieren a las poblaciones colonizadas.

La historia nos da ejemplos muy dramáticos. La Revolución Francesa derrotó el absolutismo monárquico y proclamó los principios de libertad, igualdad y fraternidad y, aún después del autoritarismo napoleónico, el entusiasmo por esos principios continuó entre los ciudadanos franceses. Pero Haití, el centro de su producción azucarera, siguió siendo una colonia esclavista y cuando los explotados se levantaron en armas, desde Francia llegaron las tropas a reprimirlos.

En Puerto Rico tenemos un ejemplo parecido. De entre todos los gobernadores estadounidenses que padecimos durante los primeros cincuenta años de colonialismo gringo, destaca con singular crudeza la figura de Blanton Winship. En el historial de este general sobresalen las masacres de Río Piedras y Ponce, como ejemplos de la represión despiadada que desató contra nacionalismo y el sindicalismo. Pues resulta que este militar enviado a reprimir fue nombrado por Franklyn D. Roosevelt, el muy liberal presidente que instauró el Nuevo Trato y creó numerosos programas gubernamentales dirigidos a paliar los sufrimientos de la población. El mismo presidente que auxilió a la Unión Soviética cuando ésta se enfrentaba a Hitler, mandó un militar con métodos fascistas a reprimirnos. Luego, ya al final de su largo mandato, Roosevelt envió a Tugwell quien, aunque liberal, nunca estimuló el fin del colonialismo.

Lo que define la política metropolitana hacia sus colonias son los intereses económicos que allí dominan, impulsados por la clase social que se beneficia, y no los principios que puedan prevalecer entre los políticos del momento. En la experiencia haitiana, fueron los colonos que se enriquecían con el trabajo esclavo quienes dictaron la política que Francia puso en práctica antes y después del cambio revolucionario. En el caso puertorriqueño, Winship llegó reclamado por las corporaciones azucareras cuyos ejecutivos miraban asustados la creciente fuerza del nacionalismo y la combatividad den sindicalismo. (“¿No está el general Winship disponible?”, preguntó en 1934 el abogado de los azucareros James Beverley en una carta dirigida a los jefes de Washington, donde relataba los conflictos sociales que se daban en Puerto Rico. En menos de un mes lo nombraron.) Tanto en Haití como en Puerto Rico los políticos metropolitanos se guiaron, sobre todo, por la defensa de los intereses económicos de sus coterráneos.

Hago esta larga introducción porque ya en Puerto Rico andan algunos vendiendo espejismos tras el avance que en Estados Unidos logró el Partido Demócrata frente al oscurantismo de Donald Trump, y por la fuerza que grupos progresistas, reunidos en torno al senador Bernie Sanders, tienen entre los Demócratas. Como resultado de las elecciones de mitad de cuatrienio la derecha perdió el control de la Cámara de Representantes, aunque conservó el aún más poderoso Senado. En algunos lugares, particularmente en grandes centros urbanos, se eligieron personas progresistas que se autoproclaman “socialistas demócratas”.

No creo que la realidad puertorriqueña vaya a experimentar algún cambio como resultado de lo que ocurrió en Estados Unidos. En primer lugar, porque no se trata de un cambio político muy importante ya que la estructura constitucional estadounidense fue diseñada para que la Cámara, más representativa del pueblo, tenga un papel mucho menos importante que el del Senado. En segundo lugar, porque tanto en el Ejecutivo como en el propio Congreso, la balanza seguirá inclinándose hacia donde la empuje el poder económico de las empresas que se lucran en Puerto Rico, que cuentan con una enorme legión de cabilderos repartiendo prebendas por los pasillos del poder.

En lo que a Puerto Rico se refiere, los Demócratas nunca han sido muy distintos a los Republicanos. Ya vimos lo que pasó en el siglo pasado durante la era de Roosevelt y en la nueva centuria recién tuvimos la experiencia de Barack Obama. Este también llegó a la Casa Blanca con fama de muy liberal y, con respecto a Puerto Rico, había asumido el compromiso (cuando buscaba votos en la primaria) de ayudarnos a encaminar la solución definitiva de nuestro “problema de estatus”, es decir, del eterno colonialismo. Como sabemos, nada hizo, ni siquiera durante los años en los que contó con un Congreso amigo. Al final de su mandato se despidió dejándonos la ley Promesa y la Junta de Control Fiscal como regalitos de despedida.

El nuevo Congreso podría representar un poquito más de ayudas económicas, para reforzar la dependencia, pero nada más. La nueva Junta que se nombrará el año que viene será muy similar a la actual porque los miembros de ésta que nombrarán los Demócratas serán muy parecidos a los que nombró Obama. Además, como se ha dicho y se ha demostrado tantas veces, el problema no son los individuos, sino el marco regulatorio, la estructura. En nuestro caso, ahí está el clásico y rancio colonialismo representado por la “Cláusula Territorial” de la Constitución de ellos, con la que todavía intentan legalizar el crudo poder que nació de una invasión militar. El Congreso seguirá legislando amparado en esa cláusula para el beneplácito de los dueños del capital.

Artículo anteriorDa bandazos la política energética
Artículo siguienteCámara investigará sobre el estado la reserva natural Punta Cucharas de Ponce