Nuevo Cuento de María

El apartamento era una habitación sencilla con balcón y baño, que mi padre había adquirido para pasar los fines de semana en el pueblo de Isabela, donde vivía la mayoría de mis parientes. Nada me llamaba la atención del apartamento, excepto el hecho de que había que llenar una piscina poco profunda de agua dulce si no queríamos ir a la playa y que apenas había otros habitantes en el complejo, que no fueran la esposa de un ingeniero al que le gustaba bucear, con sus hijos. Por lo demás no había casi más nadie en todo aquel lugar. Sin embargo, no muy lejos de allí, había una especie de hotel constituído por una serie de cabañas de madera, muy bien hechas y con tratamiento contra la polilla, construídas por un alemán que vivía en el pueblo y que era famoso por tocar el violín. Durante un año nos quedamos en el apartamento recien comprado y caminamos hasta el hotel, donde se quedaban las muchachas. Cierta muchacha me dirigió la palabra y decidí visitarla en su casa. Me decía que vivía con un hermano que criaba palomas, pero cuando la fui a ver a una fiesta a la que el hermano me había invitado, no la encontré. Tener un apartamento en la playa no dio resultados, pues resulté ser más impopular de lo que se esperaba, y como mi padre en realidad estaba haciendo el esfuerzo de adquirir la propiedad, para hacerme conocer, decidió venderlo enseguida y prefirió comprar una finca de plátanos en la que se quedaba solo.

Obviamente, su deseo era darme a conocer. Lo logró en cierta medida, ya que en el próximo año, cuando mi padre alquiló una de las cabañas como lo hacía el resto de los muchachos, trajeron a una muchacha que me llamó la atención también. Ya la primera muchacha, la hermana del joven que criaba palomas, me había dicho que no, pero de cualquier modo seguimos yendo a Isabela. El único detalle era que María se quedaba en el hotel con una familia que no era la suya, como una invitada de mayor edad, y que yo estaba con mis padres, muy protegido. Ello me restó atractivo, como es natural, y el próximo año mi padre incluso dejó de alquilar una de las cabañas. Ya no fuimos más al pueblo de Isabela para darnos a conocer socialmente. Hablé con mi padre sobre María.

–María era una muchacha buena– le dije. –Aunque era algo mayor que yo, me dijeron que estaba en noveno grado. Pero se notaba que era más vieja.

–Eso con el agravante de que es tu pariente– me dijo mi padre. –Conoces el caso de tu abuela, que está mal vista porque sirvió de jurado en el Tribunal que apresó a su marido. Si puedes no casarte con una de tus parientes, no serías tan impopular.

–¿Cómo saberlo?– le pregunté. –A veces no usan sus nombres de pila. Se nos presentan con otros apellidos como si no tuvieran nada que ver con nosotros. Y cuando vienes a ver estás casado con una prima.

–Yo no voy a alquilar otra cabaña– dijo mi padre. –Te advierto que si te casas con ella, está la mala fama que tienen los parientes que apresaron a mi padre.

–Pero, ¿por qué lo apresaron?– le pregunté. –¿Cómo es que murió tan joven?

–Creo que no se casó con mi mamá– me dijo. –En realidad no tengo ni la menor idea de lo que sucedió antes de que yo naciera.

María, como es natural, era persona de cuidado, aunque se notaba que era buena. Algo ya era raro, y es el hecho de que me dijera que estaba en noveno grado cuando en realidad era mucho mayor que yo. Aunque no volvimos al complejo hotelero, me quise despedir de ella y el próximo año acampé con mi primo en una caseta, muy cerca de ella en el complejo hotelero. Cuando me vio de nuevo, se puso nerviosa y me presentó a una amiga más joven. Era cierto que no era menor, sino mayor que yo. Y que se puso tan preocupada cuando me vio de nuevo, que definitivamente comprendí que no estaba en noveno grado, como me decían. Cierto que por delicadeza, no se lo hice saber cuando encendió la fogata que siempre se hacía por las noches, cuando estábamos todos reunidos. María era morena y su amiga era rubia, como mi madre. Digo que me la presentó, pero en realidad no dijo nada. La rubia habló.

–Ven a verme a mi casa– me dijo.

Desmonté la caseta y no me quedé allí ni una noche más. Con cierto dejo de tristeza me alejé de la viejita María, que me pareció decididamente nebulosa, aunque por cumplir salí con la rubia. Claro, la llevé al cine con su hermano menor. Lo hice por amabilidad. No íbamos a vernos de nuevo, pero pasamos juntos una tarde en Ocean Park. Estaba claro que María, mi pariente, fue la que en realidad me interesó.

Varios años después, cuando ya era estudiante universitario, volví a ver a la rubia. No estaba ya en la Facultad de Ciencias porque tenía planificado mudarme a los Estados Unidos, buscar otra vida lejos del caso de mi abuelo, y dejar esos pueblos en donde nunca nos quisieron. Cuando la rubia se me acercó en la librería, seguí de largo sin hacerle mucho caso. Eso, aparentemente, tampoco estaba bien. Entonces se me acercó una mujer desconocida con el nombre de pila de mi pariente. Le dije a mi madre que la desconocida usaba el nombre de mi pariente.

–Yo diría que esa desconocida va a ser tu novia– me dijo.

No convenía estar de malas con nadie. Así que me mudé rápidamente con la desconocida. Compartimos la beca Pell, hicimos nuestras compras en Domingo Domínguez, estudiamos juntos todas las materias. Me llevaba bien con ella, aunque me celaba mucho porque no estaba usando su nombre verdadero, sino el de mi pariente. Me pidió que me casara con ella con el nombre de mi pariente y llegó a insinurme que estaba embarazada.

–No pienso procrear al bebé– me dijo. –Lo voy a dejar en el dispensario, que tu prima se las arregle como pueda.

–Eso no lo vamos a hacer– le dije. –Mi pariente es inocente. No quiero ser motivo de infelicidad para ella.

Nos casamos como ella me pidió, pero no hubo nada de hijos. Todo fue una borrasca.

II

La Historia muchas veces cuenta que mis parientes fueron personajes importantes alguna vez. Cuando era estudiante, quise leer algunos recortes de periódico para enterarme de los hechos que hicieron desaparecer a mi abuelo tan joven. La verdad es que nunca supe gran cosa. Mi alegría principal era saber que no había sido motivo de pena para María, mi pariente, pues terminé mi relación con aquella desconocida que aparentemente la quería condenar. Sin embargo, muchos años más tarde, alguien llamó a mi casa con la intención de visitarme.

–Soy tu amiga Nayda. Quiero verte en cuanto sea posible. Voy a tu casa esta tarde.

No sabía quién pudiera ser la famosa Nayda. Recordaba vagamente haber visto a una estudiante con ese nombre cuando pasaban la lista de asistencia en la Facultad de Ciencias, pero no era ni lejanamente la persona con la que me había casado en el Tribunal de Hato Rey. Le pregunté a mi padre si sabía quién era. No me supo decir tampoco y la que llegó en un pequeño compacto japonés fue María, mi pariente. La viejita me porfió mil veces que su nombre era Nayda, que María no era su nombre en realidad, aunque efectivamente estaba emparentada conmigo.

–Es mejor que te mudes conmigo– me dijo. –Recoje todos tus libros y tus discos y vente a Trujillo Alto, ya que allí si te puedo cuidar en lo que pasa el problema. Ignoro quién pueda ser la mujer que se casó contigo en la Universidad.

Me mudé con mi pariente en lo que se arreglaba el asunto. No podía graduarme de bachillerato, ni seguir estudios superiores debido a la irregularidad con la que había estudiado en la ciudad. No podía convalidarme nada y al parecer, los créditos buenos que tenía en la Facultad de Ciencias también iban a caducar. Iba a tener que empezar a estudiar de nuevo. Aunque mi padre me decía que no sería bueno casarme con mi pariente, no me quedó otra alternativa y allí mismo en el apartamento la reverenda del pueblo de mi abuela ofició la ceremonia.

–Nunca me has dicho quién era Nayda. Recuerdo haber visto a una estudiante con ese nombre, pero cuando se me apareció la muchacha que usaba tu apellido no la volví a ver. Sé que te quería inculpar por el pasado. Condenarte históricamente a tí y a los tuyos. Ya en realidad yo no sé quiénes son mis parientes. Mi papá decía que tú eras mi pariente, que no sería bueno casarme contigo. Pero, ¿quién era la muchacha que estudió conmigo en la Universidad? Lo hice todo con ella, las compras en el Cash and Carry, el matrimonio en la corte, la vida en común. Todo.

Mi esposa sonrió.

–Ni idea. No sé quién es.

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