Oigo trenes en mi cabeza

En 1948, mientras esperaba con las valijas hechas el permiso para irse de Hungría para siempre, Sándor Márai se pasaba las horas en un sótano de la Biblioteca Pública de Budapest, leyendo diarios viejos que aguardaban la hora de ir al fuego. “Como buscan el agua subterránea los animales y las plantas en épocas de sequía, así buscaba yo, en las crónicas de poetas perdidos en las tabernas y redacciones, aquello que me quería llevar de mi país.” Siempre quise saber quiénes eran esos autores de los cuales Márai se nutría y despedía en secreto en aquel subsuelo. Descubrí a uno de ellos gracias a la generosidad de un librero que me regaló un viejo y desvencijado ejemplar de Viaje alrededor de mi cráneo, de Frigyes Karinthy.

Frigyes es la manera húngara de decir Federico, pero a Karinthy todo el mundo lo conocía por Fritzi o Frik. No había autor más popular en Budapest en los años 20 y 30: escribía tres columnas semanales, divertía y se divertía por igual, de todo sabía y de todo opinaba: pregonaba el esperanto aunque se negaba a aprender una sola palabra en ese idioma; era capaz de escribir un gran poema y convertirlo después en copla publicitaria para un aviso de pasta de dientes; fue el inventor de la famosa teoría de los seis grados de separación con su cuento “Cadenas” (en el que sostenía que no había persona en el mundo a más de seis amistades de distancia de él) e igualmente famosa era su perpetua precariedad económica.

Un día, en el Café Central, Karinthy estaba haciendo un crucigrama y delineando mentalmente una de sus parodias teatrales cuando oyó ruido de locomotoras. “En Budapest ya no hay tranvías y la estación de tren está lejos, ¿qué es esto?”

Como la trepidación ferroviaria cesó a los pocos minutos, Karinthy siguió con su vida cotidiana. Pero la tarde siguiente, a su paso por el Café Central, notó que las figuras ondulaban en el gran espejo de la sala, y cuando llevó a su hijo a la escuela éste le dijo: “¿Por qué te desvías a la derecha todo el tiempo?” Y por la noche recibió una carta de su esposa Aranka que decía: “¿Y a ti qué te pasa? Has cambiado tu caligrafía, no puedo descifrar tu letra”.

Lo que le pasaba a Karinthy era que tenía un tumor cerebral, en una época en que el ochenta por ciento de los tumores en el cerebro eran mortales. Lo que inicialmente sólo parecía una molestia en el oído o una vulgar presbicia en los ojos (“Es sólo una intoxicación de nicotina y vida de café, no debes confundir enfermedad con malas costumbres”), va mutando en algo inconfesable para los médicos amigos de Karinthy, hasta que el eminente neurólogo Otto Pötzl le confirma en Viena lo que nadie se atreve a decirle en Budapest: que si no se opera en forma urgente va a quedar ciego, y que ése será sólo el primero de los terribles síntomas que le esperan.

La única persona en toda Europa capacitada para salvarlo es un cirujano sueco, el profesor Herbert Olivecrona, quien lo espera con el quirófano listo en su clínica de Estocolmo. Por haber estudiado en su juventud un año de la carrera de medicina, Karinthy cree que Olivecrona debe tratarlo como un igual. A la vez, no puede con su genio y se ofende cuando nadie a su alrededor valora sus chistes, su necesidad de inyectar humor al pánico que lo carcome. Todo esto es relatado en tiempo real porque Karinthy ha comenzado a contar en su columna semanal lo que le sucede desde que oyó por primera vez los trenes fantasmas. Sus amigos inician una colecta para pagar viaje y operación: sobres anónimos con billetes arrugados llegan desde todos los rincones de Hungría. Los lectores siguen paso a paso el trayecto del coche cama que parte rumbo a Viena y cruza luego Alemania rumbo a Escandinavia. Aranka, la esposa médica de Karinthy, es la encargada de tomar al dictado el folletín de su marido y repetirlo después por teléfono al diario de Budapest. “No van a dormirte durante la operación porque eso aumenta los riesgos. Pero no temas, el cerebro no siente dolor”, le dice. “Ojalá doliera”, nos dirá Karinthy, acostado boca abajo en el quirófano mientras oye sordos ruidos en la parte trasera de su cráneo. “Porque si doliera significaría que estoy vivo. Esto no es natural, no es normal, es casi de mala educación”.

Karinthy narra los hechos de manera extraordinaria: es testigo, víctima y narrador de lo que le va sucediendo. Utiliza primero todas las argucias posibles para negar la gravedad de su caso y luego se abisma en él para que su testimonio llegue lo más hondo posible. Meticuloso y alucinatorio, burlón y emocionante, egocéntrico y universal, hace de su libro una novela de intriga, un caso clínico, un viaje al fondo del miedo y una bitácora de la resistencia, el chisporroteo de un espíritu brillante y el anticipo del derrumbe del humanismo que Europa padecería poco después.

Luego de la operación en Estocolmo, una comitiva de amigos de Karinthy rodea a Olivecrona y comienza a hacerle reverencias: “En nombre de Hungría, gracias”. El cirujano se vuelve hacia su paciente y le dice: “¿Pero quién diablos es usted en su tierra?”. Sándor Márai podría habérselo explicado. No es casualidad que Viaje alrededor de mi cráneo fuera admirado por dos escritores tan disímiles como Márai y Oliver Sacks.

El gran neurólogo-escritor descubrió el libro de Karinthy cuando era estudiante secundario en el Londres de posguerra, en una ajada edición popular de divulgación comprada a precio de saldo, y por ese libro decidió a los quince años que dedicaría su vida al estudio del cerebro, y décadas más tarde lo usó de modelo para escribir todos sus libros porque, a ochenta años de su publicación original, Viaje alrededor de mi cráneo sigue siendo el mejor relato autobiográfico que existe de un viaje al interior del cerebro humano.

Nacido de familia judía, Karinthy había estudiado medicina, ciencias naturales y matemática antes de saltar a la fama en su país en 1912 con sus inimitables columnas. Se opuso toda su vida a la guerra y a los políticos conservadores de su país. Su pluma fue celebrada y defendida por los mejores escritores húngaros de su tiempo: Dezsó Kosztolanyi, Mihaly Babits y Sándor Márai. Luego de la operación, volvió a Budapest, publicó su libro, retomó su gozosa rutina y,dos años más tarde, cayó muerto de golpe mientras se ataba los cordones de sus zapatos, y así se ahorró misericordiosamente la suerte que correrían todos los judíos cuando empezó, pocos meses más tarde, la Segunda Guerra Mundial.

* Viaje alrededor de mi cráneo acaba de publicarse en nuestro país, en la colección Rara Avis de la editorial Tusquets.

Tomado de www.pagina12.com.ar

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