Orillas y descontextos: el “no lugar”de Cindy Jiménez Vera

 

PorMarta Jazmín García / Especial para En Rojo

 

Dichoso quien no tiene una patria;

la contempla todavía en sus sueños.

-Hannah Arendt

Coordenadas del “no lugar”

Reflexionar sobre la identidad y la nación siempre es complejo. La vida es cambiante. Nos movemos a diferentes lugares. Desde el nacimiento, nuestro cuerpo se transforma. Regenera sus células. Pierde o gana peso, cabellos, dientes: otros cuerpos alrededor. Nunca somos los mismos. Así, el lugar que habitamos se construye y nos construye. Evoluciona con nosotros y adopta diferentes formas, diferentes nombres. 

Si a todo esto sumamos las tensiones de una isla como Puerto Rico, resultan aún más complejas las disquisiciones en torno al concepto de nación. En su ensayo “La historia prohibida”, Arcadio Díaz Quiñones discute sobre lo que denomina el “espacio memorial” para reflexionar sobre la censura en un contexto colonial y también, lo que implica construir un espacio desde la subjetividad. Según afirma, la nacionalidad es una dimensión sincrónica y colectiva, en el que se cruzan “apasionadamente” tiempos, espacios y contextos. “Tenía razón la Reina en Through the Looking-Glass cuando le decía a Alicia: es pobre la memoria que solo mira hacia el pasado”. Y ciertamente, esta elucubración de Díaz Quiñones, podría ser una invitación, no ya reconstruir un pasado, sino a vislumbrar y construir un futuro. 

Lo que no existe es en realidad un espacio potencial. Llámese incertidumbre o imposibilidad. Construir es cuestionar y desaprender. ¿Será que verdaderamente podemos imaginar un lugar diferente al que ya conocemos? ¿Qué dimensiones abarca una nación construida a partir de la subjetividad? ¿Cuán lejos estamos de las múltiples y contradictorias retóricas que nos anteceden como país y como personas?

La antropóloga Katherine Verdery define “nación” como un concepto maleable. Dentro de un sistema de clasificación social, funciona a partir de categorías acerca de la autoridad y la legitimidad con las que se institucionaliza un orden, al parecer, natural. En otras palabras, nación es un símbolo; una “tautología vacía”, como dice Slavoj Zizek. También, es una ambivalencia, como lo percibe el teórico poscolonial Homi Bhabha De ese modo, podrían mencionarse otras muchas perspectivas que parecen coincidir en un mismo derrotero dentro de la discusión: la nación es un lugar ausente.

De entrada, definir la nación es un intento fracasado. Nación es el producto de determinadas condiciones sociológicas, tales como territorio, lengua, religión o etnicidad. El escritor peruano José Carlos Mariátegui define la nación como una abstracción y una alegoría, en sus palabras: “un mito que no corresponde a una realidad constante y precisa.” Esto cobra mayor pertinencia en el contexto contemporáneo, no solo en Puerto Rico sino en toda Latinoamérica, cuyo mayor distintivo es precisamente la hibridez. A este respecto, sobresalen las afirmaciones del antropólogo Nestor García Canclini cuando dice que no es viable la oposición categórica entre lo tradicional y lo moderno, entre lo culto, lo popular y lo masivo. Así, como propone Carlos Pabón, es necesario “desmontar la visión que compartimenta la cultura en pisos separados y plantearnos la posibilidad de leer estos circuitos híbridos desde categorías nómadas.” 

Consono a estos planteamientos, resultan además muy pertinentes los hallazgos críticos de Gilles Deleuze y Félix Guattari, voces de referencia en el estudio del lenguaje como un lugar revolucionario. Según afirman, la literatura crea una realidad que otorga un nuevo sentido. En su estudio Por una literatura menor, discuten los alcances de lo que denominan “desterritorialización”, refiriéndose al proceso mediante el cual el arte se distancia de los propósitos oficialistas instaurados al servicio del poder y el control territorial, entiéndase: político, social, lingüístico. De esa forma, lejos de sugerir desventaja o debilidad, el concepto menor se refiere al potencial revolucionario de una “literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor”. Sus discusiones, que incluyen como ejemplo la literatura de Franz Kafka, afirman que desde la subalternidad, desde el “no lugar”, florecen nuevas formas de pertenecer y anclar.

La ensoñación de un espacio nacional y de un sujeto puertorriqueño ideal ha estado siempre en nuestra literatura. A lo largo de las diversas tensiones sociopolíticas acontecidas: guerra hispanoamericana, crisis social del ‘50, por mencionar algunas, emergieron discursos estratégicos y muchas veces contradictorios para intentar definir a una siempre híbrida y cambiante realidad. Afirmaciones como: la identidad puertorriqueña es el jíbaro. El nacionalismo es la independencia inalcanzable. El país tiene cuatro pisos. La metáfora de nuestra soberanía es un niño ilegítimo. En fin, Puerto Rico es una gran familia instaurada en el paternalismo. 

Si bien estas afirmaciones remiten a una época o generación en particular, también evidencian el papel de la literatura en la construcción del concepto de nación. Por ejemplo, en el ámbito de la narrativa, despuntan los relatos Seva, de Luis López Nieves (1983), que supone un mito fundacional y El resplandor de Luzbella, de Juan López Bauzá (2018), una novela fantástica que añade otra isla en el Caribe, como una realidad paralela y opuesta de la crisis actual de Puerto Rico. Sobre este texto y el denominado “género de la utopía”. la profesora Mercedes López Baralt afirma que se trata de una publicación iniciática en nuestro repertorio literario, en diálogo con obras emblemáticas tales como: La República y La Atlántida, de Platón, La ciudad del sol, de Campaella, La nueva Atlántida, de Francis Bacon y los Comentarios reales, del Inca Garcilaso. Sin embargo, son muchas las variaciones que se pueden considerar de este género. Pues, en su libro Tiempos líquidos: vivir en una época de incertidumbre, Zygmunt Bauman explica que el término utopía, como fue acuñado por Tomás Moro en 1516, alude al mismo tiempo a dos palabras griegas: “eutopia”, que significa buen lugar y “outopia”, que significa no lugar. El manejo de sus artificios y posibilidades varía conforme al contexto y a las tensiones momentáneas. Bauman diferencia, por ejemplo, la utopía que sobresale en la contemporaneidad y que busca la “supervivencia individual”, de aquella que soñaba con las “mejoras compartidas”:

De este modo, se puede afirmar que la literatura, sobre todo, la poesía puertorriqueña, resplandece de múltiples y variadas formas utopistas, que van desde la construcción de mitos fundacionales, la invención de una Atlántida caribeña, hasta la delimitación de un “no lugar” capaz de albergar nuestra errancia y desconsuelos. 

Cindy Jiménez Vera: entre las aguas del “no lugar”

Si bien la diáspora supone un espacio fértil para las discusiones socioculturales, hablar del concepto nación desde la perspectiva de la isla, es además un camino sinuoso. Como se explicó al principio, en la literatura puertorriqueña se han presentado diversas concepciones del término nación, que indefinidamente se perpetúan, se cuestionan y sobre todo, se contradicen. Como se analizó, podría hablarse de periodos particulares en los que ciertos referentes de la nacionalidad puertorriqueña disfrutan de aceptación o enfrentan el rechazo. 

En el libro No lugar, de Cindy Jiménez Vera, (2018), la “nación” es una representación liberada de toda referencialidad. Tal si se tratara de una diáspora alternativa, el imaginario del texto se construye a partir de un tránsito que se desprende, voluntaria y concienzudamente, de las retóricas precedentes y sus exigencias. Precisamente, el libro inicia con el poema “Éxodo”, en claro intercambio con el relato bíblico, solo que en sus versos, el hablante no espera por ningún profeta, ni asume el decreto de ninguna ley:

Imagina un libro con poemas alienígenas,/ poemas terrícolas,/ poemas naturalistas/ y poemas surrealistas,/ en el que no hubiese/ ningún otro símbolo/ que las palabras/ de tu idioma propio./ Las maneras de ordenarlas/ crearían un mundo alterno. (17)

Los versos celebran un desprendimiento, tanto geográfico como social. Se trata de una invitación al poder y a la autoproclamación que, consecuentemente, insta a la desobediencia. En el poema, se construye algo así como “una historia prohibida”, justamente el nombre del ensayo de Arcadio Díaz Quiñones que se mencionó al inicio de este análisis y que, casualmente, finaliza casi de la misma manera que el poema. Pues, ambos hacen referencia al clásico de Lewis Carol como una exaltación de la imaginación y los radicalismos de la “inocencia”: “Esos poemas serían/ como el lado inverso/ del espejo de Alicia.”

Justamente, lo imaginario es una instancia fundamental dentro de la estética del libro. Desde la provocación de un “lector no conocido” (nombre del último poema del libro) hasta la ensoñación de un hijo, lo que no existe, lo que no puede concretarse o no asume la viabilidad de un nombre, aparece como el espacio de la libertad, la poesía específicamente. De ese modo, el texto encumbra el ejercicio literario como un lugar de encuentro y de infinitas posibilidades. Por ejemplo, en “El hijo imaginario”: dice: “Parra se imaginó un hombre/ una casa y el amor de una mujer.” De esa manera, aquello que en la “realidad” no tiene cabida, en la poesía se hace posible. La poesía inventa otros nombres y representaciones. Y bien lo reafirmó el poeta chileno cuando decía que el poeta cumple su palabra al cambiar el nombre de las cosas.

Ciertamente, la búsqueda del espacio a través de la palabra es un tema sobresaliente del libro. Estas instancias metaliterarias invitan a reanudar la discusión sociocultural en cuestión, desde una perspectiva individual aunque no por esto, individualista. Es decir, el libro propone sus maneras de enfrentar otras retóricas, tradicionales y adversas, a las que la hablante cuestiona desde su lugar de escritora que es también su forma particular de mirar el mundo y la sociedad. Por ejemplo, como dice el poema “Familia”: No quiero/ que este poema/ se convierta/ en una alegoría./ {…} Si digo hogar/ me abrazas/ me das comida/ y me dejas llorar/ toda la tarde. El lenguaje es un territorio que provoca la movilidad y traza nuevos límites. Las palabras intercambian sus modos de representación con las cosas y con los afectos. De manera que, si bien el texto insta una reflexión metaliteraria con la que se encumbra lo antipoético, el término “alegoría” también remite al concepto de la “nada” como lo discute el teórico Carlos Pabón, al que define como una instancia vulnerable de asumir determinados límites. Como afirma:

La nacionalidad no tiene esencia que nos remita aun origen “verdadero o autentico”. Tampoco es algo natural o inevitable. La identidad nacional -como toda identidad, sea esta sexual, racial, étnica o de clase-, es una construcción cultural, imaginaria. (Nación Postmortem)

“No quiero/ que este poema/ se convierta/ en una alegoría./”, es la voluntad de la hablante. Las palabras representan y los afectos concretan. Si el lugar ha perdido su contenido, que el lenguaje transforme, a su modo, esa vacuidad. 

En este sentido, el poemario traza el recorrido de una transeúnte que elige otros caminos para “desafiar la ciudad”, como alegoriza Michel de Certeau en su emblemático ensayo “Walking the City” y también, como interpretan los críticos Gilles Deleuze y Félix Guattari, en su libro Por una literatura menor. Este estudio se fija en las dinámicas discursivas de textos literarios que se producen desde la experiencia de las minorías o bien, de los márgenes. Según explican, en estas instancias se da cuenta del devenir individual o representativo dentro de un contexto social a través de los procesos de reterritorialización y desterritorialización. Ambos conceptos se derivan del término territorialidad que da nombre a la delimitación de un entorno político particular. De ese modo, la reterritorialización consiste en el proceso de revisitar los discursos tradicionales dominantes con el propósito de socavarlos. Además, supone la reapropiación de las normativas políticas luego de haber asumido posturas de oposición. De ese modo, como se ha visto en los versos del libro No lugar, el éxodo o bien, la incertidumbre de no ocupar ningún espacio o de no reproducir determinadas formas sociales, sobresale como un rasgo de cuestionamiento y de evolución y no de silenciamiento, pues: “el devenir es una captura, una posesión, una plusvalía, nunca una reproducción o una imitación”. Como se aprecia en los versos de Jiménez Vera, los actos de desprendimiento y las transformaciones no representan escapismo o disociación. Pues, desde esta óptica crítica, la literatura: “no huye del mundo, sino que provoca “fugas en el mundo y en su representación” (Deleuze y Guattari) De ahí que el destierro según aparece No lugar, suponga un desafío: un modo de recuperar el espacio propio que construyen los afectos. Por ejemplo, en el “Poema para Yahaira”, la voz poética cuenta cómo una estudiante dominicana que lee su poema “Archipiélago” consigue fusionar su experiencia con la de la autora: “yo quería soltarlo todo/ y echarme al piso/ a llorar con ella/ que nuestras lágrimas hicieran/ otro Mar Caribe”. La experiencia literatura se lee así como una reivindicación. En el poema, el mar asume su condición de frontera, entendida como pasadizo entre islas y no de barrera. Como afirma Juan Flores en su estudio Divided Borders, son muchas las condiciones y las posibilidades que suponen los límites, en especial, la transformación del sentido univoco de la nación y la identidad puertorriqueña. Dígase un acto de resistencia frente a la autoridad y la asimilación. Por eso con el llanto, con los afectos, “Poema para Yahaira” celebra el encuentro con otra isla, a la que pide “quedarnos así abrazadas.” ¿Es la nación un lugar distinto a los demás, o bien, un lugar de variadas e interminables convergencias?

No lugar reafirma una noción contemporánea alejada de conservadurismos y dogmas. Su artificio es revisionista y detractor. En sus páginas, la nación es un cuerpo. La nación crece, se reproduce y también puede morirse. Es un ente vivo que no se puede amarrar ni detener. Como dice el poema “¿Podría hablarnos sobre la memoria histórica de su país?”: 

No sabría responder./ El lugar donde se nace/ es puramente incidental./ El cuerpo de la madre/ es nuestro país de origen./ Nacer es el primer exilio./ Caminar por la tierra/ es una eterna diáspora./ Duele nuestra condición de forasteros/ saber que no volveremos nunca/ -ni vivos ni muertos-/ a nuestro lugar.” 

La patria que se reconoce en estos versos es una matria que, lejos de ser un lugar de protección y seguridad, se va transformando en abandono. La voz poética lamenta el exilio pero a su vez, reconoce su condición de caminante. Por eso, tratar de definir un lugar identitario supondría un imposible retroceso. De ahí que, al modo que solo puede concederse a los poetas [Reiner María Rilke hizo algo similar cuando expresó que la verdadera patria es la infancia] Jiménez Vera propone que el espacio discontinuo es la verdadera realidad, la verdadera y siempre cambiante historia de nuestro país.

Resulta relevante que en varias ocasiones, la personificación del espacio permite el reconocimiento de la intencionalidad y retóricas que conforman el libro. El lugar que es un “no lugar” aparece como un personaje más, evolutivo y reaccionario. Por ejemplo, el libro habla de una “casa que no es casa” porque le faltan las piernas y los brazos. Así, como también se vio en el pasaje anterior, la nación es una madre: “a la que no volví desde que salí de su cuerpo”. 

Finalmente, este libro de Jiménez Ver supone un mapa imaginario que cobra tantas formas posibles como lectores tenga. “No lugar” es una latitud emergente, capaz de traspasar los límites establecidos y evocar nuevas formas de representación, tanto individuales como colectivas. Como se ha visto, en muchas ocasiones y al igual que en Tato Laviera, “no lugar” o “no nación” se concretiza a partir de los afectos. A lo largo del poemario, la voz poética apela al ámbito de las emociones como lugar de procedencia y destino. No se puede retornar al vientre de la madre. No se pueden desaparecer los discursos que nos anteceden. Entonces el éxodo es la utopía. La gesta de regresar, por otro camino, a un origen humanizante y libre. El único y verdadero fin de la utopía es provocarnos caminar, dijo Eduardo Galeano. Así, ya sea como una guía para la supervivencia o como un itinerario para los rebeldes, No lugar evidencia que reescribir la nación es en sí misma una forma de literatura. Estar “entre las aguas/ de este no lugar” puede ser la nostalgia del útero; esa isla que asume su condición de orilla y libertad. Queda del lector encaminar su propio rumbo pues, aunque “allá o acá alguien te convencerá que el espacio no existe./ Tú decides que hacer con eso.” 

Si bien alguna una vez fue una preocupación construir la nación y la identidad, se ha vuelto importante reconocer el “no lugar”, desde el cual, son posibles o aceptadas otras circunstancias. La nación es un sentimiento, un acto de resistencia y un devenir imparable. La nación, pues, no es un lugar, sino un cuerpo. Parte de un lugar de origen y camina hacia otras subjetividades y entornos. 

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