Oscar en Casa: Un hombre o una mujer que se levanta

A Luis Negrón

Próximamente publicaré un libro titulado Intervenciones que recoge las conferencias, discursos, columnas y otros tipos de escritos de los últimos cinco o seis años, que comparten el hecho de que fueron participaciones en espacios o eventos públicos. Hace unos meses, cuando preparaba el manuscrito, me sorprendió la cantidad de ocasiones en que llamaba la atención sobre Oscar López Rivera, el preso político durante más años encarcelado en América Latina. Todavía Oscar no había obtenido la conmutación de su sentencia y, según se agotaban las últimas semanas del mandato del presidente Obama, crecía el temor de que ésta no se produjera. Entonces pensé que, a mi pesar y sin habérmelo propuesto, el libro se convertiría también en el testimonio de una campaña infructuosa, otra muestra patente de la tragedia puertorriqueña relacionada con la sordera de los que nos imponen sus decisiones y leyes.

Felizmente, este no es el desenlace que se ha obtenido. Las diversas campañas y grupos que lucharon por la excarcelación de Oscar lograron su objetivo. Regresó al país en enero y, luego de un absurdo arresto domiciliario de cuatro meses, quedó libre el pasado miércoles 17 de mayo.

Recuerdo la primera vez que reclamé su liberación públicamente. Ocurrió en la Feria Internacional del Libro de Lima, donde formaba parte de la delegación puertorriqueña que se encontraba allí por motivo de que la Feria estaba dedicada a nuestro país. En la inauguración se me pidió que me sentara en la mesa presidencial. A mi derecha tenía al Ministro de Cultura, a mi izquierda la vice embajadora de Estados Unidos. El mayor auditorio del recinto ferial estaba colmado de público y afuera se desarrollaba una ruidosa manifestación contra el funcionario que tenía a mi lado. La ceremonia avanzó con partes iguales de protocolo y caos. Luego que le tocara el turno al micrófono al ministro, que fue abucheado ruidosamente, y a la vice embajadora estadounidense, anunciaron mi nombre. Cuando desde el podio levanté la vista, encontré una multitud que me miraba fijamente. Hablé de Puerto Rico, del hecho de que era el único país latinoamericano que había sido conquistado en dos ocasiones, de cómo esto obraba para aislarnos y cómo esta circunstancia multiplicaba nuestra incomprensión. Quise ilustrarlo con un ejemplo y aludí a Oscar López Rivera. El preso político más longevo del continente era un puertorriqueño que llevaba entonces 32 años tras las rejas y que había sido sometido a doce de reclusión solitaria. En algún momento, escuché que mis palabras eran interrumpidas por un mínimo aplauso. Escruté la sala y vi, en una de las primeras filas, la figura solitaria del escritor Luis Negrón que se había puesto de pie a aplaudir. Poco a poco, como una marea que arriba sin prisa pero sin pausa, fueron parándose los miembros de la delegación puertorriqueña y luego, fila tras fila, el auditorio entero.

Nunca olvidaré la valentía de Luis. De manera inesperada, sobre ese estrado, había vivido una gran soledad. Le hablaba a gente de algo que no conocían y que podían despachar fácilmente. Después de todo, allí mismo, los limeños estaban inquietos por otras causas, como lo atestiguaban las voces que llegaban desde los altoparlantes ubicados en una calle aledaña.

Después de esa ovación, iniciada por un hombre que se puso de pie, la sala escuchó atenta y aun los gritos de la protesta amainaron. El público interrumpió con aplausos en más de una ocasión. Cuando volví a la mesa, un político puertorriqueño, pidió la palabra e hizo una declaración en nombre del gobierno que representaba a favor de la excarcelación de Oscar.

Un poco más tarde en el día, me enteré de lo que mi intervención había causado. La vice embajadora de Estados Unidos se había retirado del evento y su embajada le había retirado el apoyo a la Feria. En el almuerzo, una funcionaria latina de la embajada norteamericana se me había acercado haciéndose pasar por una lectora entusiasta. Tras bastidores se había producido un pequeño escándalo.

A partir de entonces, en viajes incontables, fui detenido en San Juan y en otras muchas ciudades. Los funcionarios de inmigración, invariablemente, seleccionaban “al azar” alguien a quien revisar con particular atención, y esa lotería siempre me tocaba. Casi enseguida comencé a ganar “el Gordo” de las pruebas de parafina. Por si alguien lo desconoce, este examen se realiza para comprobar si un pasajero ha manejado explosivos en las últimas 24 horas. En dos ocasiones, una al salir de San Juan y otra al regresar, el resultado fue positivo.

Invariablemente el candado de mi maleta llegaba a su destino forzado. Dentro dejaban una hoja del gobierno de Estados Unidos que informaba que el equipaje había sido examinado por motivos de seguridad. Esto ocurrió tantas veces, que comencé a coleccionar las hojas y, al viajar, ponía cuatro o cinco sobre mi ropa en la maleta. Así procuraba comunicar el sinsentido de la vigilancia a la que había sido sometido.

He afirmado en más de una ocasión que la gran tragedia puertorriqueña consiste en que ya por más de un siglo, nadie contesta el teléfono en Washington. No importa quien llame, da igual que opción política favorezca. Por ello es por lo que los plebiscitos quedan sin repuesta y tantos otros reclamos del pueblo puertorriqueño. Sin embargo, este desinterés es aparente, como demuestra el caso muy menor que acabo de referir. Washington escucha atenta pero perversamente. La comunicación es casi nula y asimétrica y no se da a cara descubierta, pero existe una escucha y expresión constantes aptas para intimidar, influir y silenciar.

Luego de esa vez en Lima, hablé y escribí, en Puerto Rico y el extranjero, en muchas ocasiones sobre Oscar. Uní mi voz a las de miles de personas de muchas partes del mundo. La sordera estadounidense es una forma de agenciar el control y el poder, pero a lo largo de años supo de cada manifestación de libertad para Oscar. Al final, el presidente no pudo sino reaccionar a nuestro reclamo, que se había convertido demasiado grande e incómodo.

El miércoles pasado, al ver en la Plaza de la Convalecencia de Río Piedras, a Oscar López Rivera, recordé que en un discurso sobre él, propuse que esa plaza se rebautizara con su nombre. Así dejaría de llevar uno alusivo a la enfermedad, a la larga convalecencia en la que se ha convertido nuestra historia, y portaría el de un hombre que venció décadas de reclusión y maltrato. Oscar, entre otras cosas, es alguien que triunfó, en circunstancias terribles, la degenerante enfermedad del colonialismo. También recordé entonces a Luis Negrón en esa mañana de Lima. Un hombre que se puso de pie y aplaudió cuando nadie había reunido el coraje para hacerlo. Ese gesto que presencié de cerca es el que muchos miles de puertorriqueños repitieron después durante años. Con valentía, exponiéndose a la escucha perversa y la intimidación del poder colonial estadounidense, dejaron patente lo que sentían y pensaban. Ese esfuerzo se convirtió en un camino que nos trajo hasta esta victoria. En ese camino, el primer paso, es el de un hombre o una mujer que se levanta.

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