Para siempre

 

Por Hiram Lozada/Especial para CLARIDAD

En las redes sociales se divulga otra vez que Donald Trump prometió revocar la ciudadanía estadounidense de los puertorriqueños. Que sepamos, como presidente, no ha repetido su airada proposición, ni hay certeza de que realmente lo haya dicho.

Se tomó entonces, sin mayor consideración, como una muestra del conocido desprecio de Trump hacia los latinos. O, según los abogados, como evidencia de su ignorancia jurídica. Estos entienden que solo el Congreso puede revocar esta ciudadanía colectiva, pero que –dada la doctrina judicial– se requieren previos actos propios, inequívocos y voluntarios para renunciarla o perderla. Exigir la independencia o asumir su imposición por decreto del Congreso sería el evento inicial. La primera alternativa parece hoy improbable. La segunda solo parece posible.

Por motivos e intereses geopolíticos, un congreso puede quitar prospectivamente lo que otro congreso dio. Si decretaran la independencia de Puerto Rico, podrían establecer que los que nacieran aquí después de dicho decreto, no serían ciudadanos de Estados Unidos. Se rumora que este escenario se considera en los aposentos oscuros de Washington. Pero son meros murmullos.

En 1917, sin consulta previa y en contra de la resolución de la Cámara de Delegados, el Congreso impuso la ciudadanía a los boricuas. No fue un acto de regalada bondad, ni de altruismo moral. Entonces el mundo estaba en guerra y había que vociferar a los cuatro vientos que este archipiélago en el mar Caribe era suyo y que no se toleraría ninguna intromisión, de adentro o de afuera, en los asuntos de la cosa nuestra. Ya para entonces el Tribunal Supremo federal había establecido la doctrina imperante. Puerto Rico es botín de guerra; los imperios tienen el derecho natural de poseer territorios en cualquier parte del mundo; y por eso Puerto Rico les pertenece, aunque no es parte de la nación. Y para que no hubiera dudas, fabricaron el novel y conveniente carimbo político: “territorio no incorporado”. Lo que significa que la colonia es para siempre, sin derechos a la anexión o a la independencia. Hubo, por supuesto, concesiones a los ciudadanos residentes en el territorio: algo de gobierno propio, para mantener la casa en orden, y algunos –no todos– de los derechos civiles fundamentales.

Por eso no hay que tomar en serio la alegada amenaza de Trump, ni creer en rumores de pasillo. No es que se tema a lo uno o a lo otro. Es que no hay indicios ciertos y confiables de alguna señal de cambio en la política imperial. Todo indica que Puerto Rico está condenado a ser colonia para siempre. Es que los imperios no renuncian voluntariamente a sus posesiones y aún Puerto Rico le es rentable.

Claro que “para siempre” es un largo registro. Y todo tiene su final.. Pero que no haya equivocaciones. En la ruta oficial, no hay bifurcaciones hacia la estadidad o hacia la independencia.

Véase el escenario tétrico de la corrupción. En Puerto Rico la corrupción no es ni proporcionalmente peor que en otros lugares de Estados Unidos. Creo que mucho de ella la hemos importado o aprendido (de los conciudadanos) del Norte. Pero creo que los fiscales y agentes federales tienen la encomienda secreta de magnificar aquí su incidencia. No pretenden solo desprestigiar a los administradores de turno y descalabrar sus ilusiones anexionistas. Se trata también de decirle al mundo que su proyecto colonial hiede no por culpa de ellos, sino por la corrupta y negligente conducta de nosotros. Lo que sugieren es que el sistema funciona y que el problema está en sus malos administradores.

Por desgracia no hay a la vista salida del cerco colonial. Ni adentro, ni afuera, hay voluntad de cambio. Y contrario a lo esperado la crisis fiscal de la colonia no sugiere su final. Parece que será para siempre.

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