Pasión de periodismo en Mariano José de Larra

Por Rogelio Escudero Valentín/Especial para En Rojo

Hay escritores sobre los que cae el peso de una época. Sus obras, centro de convergencias ideológicas y preocupaciones éticas, quedan signadas por la urgencia del cambio, incluso en sus artificios retóricos. De ahí que no anduviese descaminado Félix Rebollo Sánchez en su libro Literatura y periodismo hoy (2000) cuando afirmó: “Traer a colación el siglo XIX y el Periodismo es nombrar a Mariano José de Larra”. (1)

Nace Larra en los inicios de esa centuria (1809) y se suicida de un pistoletazo, luego de sufrir el abandono de su amante Dolores Armija, en 1837. Comienza a publicar sus artículos periodístico en El Duende Satírico del Día (1828), periódico creado en soledad al igual que su sucesor El Pobrecito Hablador (1832). Posteriormente, la prosa incisiva e irónica de sus artículos magistrales le permite obtener un sitial de respeto en la prensa española. Señala el crítico y antólogo de su obra Armando L. Salinas que aquel joven precoz, que se inicia en la brega periodística con apenas 19 años, “se gana a pulso, desde abajo, sin entrar en el juego de la empresa periodística y sus escalafones –hoy redactor de sucesos para que mañana pueda ser editorialista- el poder escribir en los periódicos fundamentales de su época.” (2)

Ahora bien, ¿cómo logró Larra la proeza de vivir del periodismo sin vender su conciencia y sin claudicar ante la censura omnipresente de su tiempo? La respuesta es sencilla: convirtió el oficio de periodista en una inmensa pasión.

Durante la corta existencia de Larra, la realidad política española experimenta un tejer y destejer ideológico que termina por irradiar todo el siglo XIX. Escribe, al efecto, Evaristo Acevedo en Los españolitos y el humor (1972):

“La situación política española es más “penelopopesca” que nunca. Tan pronto viste un traje absolutista, símbolo de una monarquía que no consiente en ceder la más mínima de sus prerrogativas, como se coloca – al día siguiente – un traje liberal, con el adorno de una banda que lleva las palabras ‘libertad, igualdad y fraternidad’ de acuerdo con las normas políticas europeas.” (3)

El periodismo de Larra es precisamente un intento de arrebatarle el traje a Penélope para traer “tela nueva”, es decir, la tela del progreso que anunciaba la modernidad de la revolución cultural burguesa que se abría entonces en Europa. En su artículo “Dios no asista: Tercera carta de Fígaro a un corresponsal en París” (1834), lo expresa con un dejo de amargura:

“¡Diantre! (…) Sepamos primero cómo se entiende nuestro progreso. ¿Hacia dónde vamos? ¿Hacia atrás o hacia delante? Tengamos el cuento del cochero, que, montado al revés, arreaba al coche.

Ya te lo he dicho: tejedores, tejer y destejer. Nadie vende su tela, y nadie hace tela nueva.” (4)

La óptica ideológica desde la que trata de asir esa realidad es el liberalismo, ideología que entra en lucha sorda contra el rancio y caduco orden monárquico. Larra, joven impregnado de espíritu romántico, hizo suya una visión del mundo que levantaba, como portaestandarte, la libertad de prensa. Con todo, hay que añadir también que critica acerbamente el comportamiento oportunista de los liberales españoles.

Su mirada penetrante al devenir histórico lo convierte, desde sus primeros escritos, en cronista de su época. De ahí que Armando L. Salinas y otros críticos seleccionasen la palabra precocidad para definir su vida y su obra. Se trata de un modo de vivir acelerado e intenso que le imprime dignidad al quehacer periodístico durante la primera mitad del siglo XIX.

Larra fue, sobre todo, protagonista en la fusión del periodismo y la literatura en tiempos en que no se le reconocía al primero el estatus de literatura. En “Ya soy redactor” (1836) señala en el estilo que lo convirtió en el primer periodista de humor en lengua española:

“El hecho es que me acosté una noche autor de folletos y de comedias ajenas, y amanecí periodista: miréme de alto abajo, sorteando un espejo que a la sazón tenía, no tan grande como mi persona, que es hacer el elogio de su pequeñez, y dime a escrudiñar detenidamente si alguna alteración notable se habría verificado en mi físico; pero por fortuna eché de ver que como no fuese en la parte moral, lo que es en la exterior y palpable, tan persona es un periodista como un autor de folletos. ¡Ya soy redactor! exclamé alborozado, y echéme a fraguar artículos, bien determinado a triturar en el mortero de mi crítica, cuanto malandrín literario me saliese al camino en territorio de mi jurisdicción.” (5)

Presumimos que esta defensa apasionada del periodismo frente a la literatura buscaba marcar distancia de escritores superficiales y egocéntricos como Don Timoteo, nombre presumiblemente ficticio, que le sirve de título a su ensayo satírico “Don Timoteo o el literato” (1833). Al referirse a este espécimen de las letras declara:

“El amor propio ha sido en todos los tiempos el primer amor de los literatos, si hubiese menester más pruebas de esta incontestable verdad que la simple vista de esos hombres que viven entre nosotros de literatura”. (6)

Palabras, a las que añade luego: “No hay nada más terrible en la sociedad que el trato de las personas que se sienten con alguna superioridad sobre sus semejantes”. (7)

El periodismo fue, pues, para Larra vocación que le atrapó desde que sintió, según nos dice, “los primeros pujos de escritor público, cuando dieron en írseme los ojos tras cada periódico que veía”. (8) La expresión “escritor público” apunta hacia la razón de ser del periodismo, sobre todo desde la Revolución Francesa. Aquella revolución, citamos nuevamente a Evaristo Acevedo, coadyuvó, con sus “convulsiones de un terremoto ideológico”, al surgimiento de una nueva escritura que les permitía a los escritores “hablar más alto”. Sin embargo, tal subida de volumen, sigue diciendo Acevedo, solo la aprovechan quienes “no temen a la opinión” y luchan (como Larra) “contra los agazapados partidarios del silencio”. (9)

Esta nueva forma de hablar (el periodismo) exige una agudización de los sentidos para ejercer el criterio e informar sobre el acontecer cotidiano, materia básica de aquella nueva escritura. Larra hace gala de tal requerimiento en la redacción de algunos de sus artículos sobre costumbres españolas, ancladas en el atraso y renuentes a la modernidad. En ocasiones parece seguir una secuencia de cuatro pasos: caminata por la ciudad; detención en el trayecto para observar sucesos de actualidad que se convierten en dispositivos para la reflexión histórica; “apuntaciones y notas”; y, finalmente, selección de la temática del día.

Al pasear por Madrid, con los sentidos abiertos, registra las imágenes del atraso, la intolerancia y el fanatismo que marcan la España de su tiempo. Sus escritos, fruto de su recorrido, marchan desde la esperanza hasta el puerto de la más amarga desilusión. Si la esperanza (léase fe en el progreso que prometía la modernidad capitalista frente al absolutismo) sobrevivía en medio de una vorágine de frustraciones, se debía a que concebía el periodismo como un generador de conciencia ciudadana.

Su apuesta a favor de la modernidad – entendida como defensa del individuo frente al Estado, insistencia en derechos ciudadanos y el uso de la lógica como instrumento de la razón – deviene en sustrato ideológico de su prosa. Por ejemplo, en “El pilluelo de París, Comedia en dos actos” (19 de noviembre de 1836) afirma, al reflexionar sobre la desigualdad de las clases sociales, desde una óptica liberal:

“A la altura de la civilización a que el siglo se encuentra, añadiríamos que todo abuso fundado en la supremacía del dinero o de la clase es un contrasentido, y que las instituciones políticas más perfectas serán aquellas que mejor garanticen a pobres y a ricos igualmente el ejercicio de sus respectivos derechos; en este sentido nunca tendrá un pueblo bastante libertad”. (10)

Su esperanza de que España encontrase la ruta del progreso de la modernidad burguesa se sostenía – hasta que hace crisis en sus últimos escritos – gracias a su visión del periodismo como poderoso instrumento de conciencia ciudadana. Buscaba con el mismo interesar a las masas populares sobre la urgencia de regenerar el país. Por eso les pide a los escritores que usen la imprenta sin miedo a la represión y sin dejarse llevar por temores personales.

 

El trabajo periodístico es para Larra un deber ético marcado por la urgencia. Para llevarlo a cabo en la España monárquica de su tiempo, tuvo que darle vuelta a la noria de la censura. En su lucha por burlar el código represor, utiliza (entre otros) tres artilugios distintivos de su estilo: uso profuso de digresiones, creación de finas ironías (salpicadas a veces con el manejo magistral de la sátira) y la epístola como género de ficción. De esa combinación nace precisamente, en la pluma de Larra, el periodismo de humor en la literatura española.

Como ejemplo del recurso de la epístola para sortear la censura, me detengo en su artículo “Segunda carta de Fígaro a su corresponsal de París, acerca de la disolución de las cortes y de otras varias cosas del día” (1836). Confiesa aquí Fígaro (uno de sus seudónimos) con aturdimiento irónico, que se “sorprendió” cuando encontró mutilado en El Español un texto que había enviado con antelación (“la primera carta”) al corresponsal de ese periódico. Para expresar su “confusión” entra en juego la ironía: 

“Poníame sólo en confusión el haber notado que la carta impresa no era precisamente la misma que yo te había escrito, pues que en ella faltaban varios párrafos. Esto me hizo sentir tanto más la equivocación, porque si no puede serme agradable que intercepten nuestra correspondencia, más duro ha de parecerme que la mutilen, dado que yo no escribo al censor, sino a ti.” (11)

Le expresa luego al corresponsal que para comunicarse con él prefiere la epístola y no el artículo, porque “si reflexionas en fin que en el día cuantos artículos podemos hacer han de reducirse a artículos de fe o esperanza, no extrañarás que me decida por las cartas”. (12)

A fin de cuentas, Larra paga el precio de ser un escritor independiente en un país que era un Jano con dos caras de parecido fanatismo: la absolutista y la liberal. No obstante, en tiempos en que se nutría todavía de esperanzas, les hace una exigencia concreta a los periodistas que habían echado su suerte con el pueblo en su escrito de crítica literaria “El MINISTERIO MENDIZABAL folleto, por DON JOSÉ DE ESPRONCEDA”

“…el escritor público que una vez echó sobre sus hombros la responsabilidad de ilustrar a sus conciudadanos, debe insistir y remitir a la censura tres artículos nuevos por cada uno que le prohíban; debe apelar, debe protestar, no debe perdonar medio ni fatiga para hacerse oír: en el último caso debe aprender de coro sus doctrinas, y convertido en imprenta de sí mismo, propalarlas de viva voz, sufrir, en fin, la persecución, la cárcel, el patíbulo si es preciso; convencido de que el papel de redentor solo puede ser puesto en ridículo por el vulgo necio que no comprende su sublimidad.” (13)

Resulta interesante destacar que en este fragmento apela sólo a quienes no vende su pluma. Su pasión por el periodismo le permitió comprender – otro ejemplo de “precocidad en su sentido histórico”- que este medio es una empresa ideológica donde se dan la mano, la dirección social y la información, como demostró siglo y medio después Camilo Taufic en su libro Periodismo y lucha de clases: La información como poder político. (14)

La lucha contra la censura se torna cada vez más agónica. De sus escritos sobre este tema destaco dos que registran la muerte de la esperanza. El primero, pieza maestra de la ironía publicada en octubre de 1834, se titula “Lo que no se puede decir, no se debe decir”. Nos dice que quiere redactar, pero teme que se lo prohíban. Como no está dispuesto a rendirse, lanza una pregunta que únicamente puede responder la ironía:

“¡Qué he de hacer, hombres exigentes! Nada: lo que debe hacer un escritor independiente en tiempos como estos de independencia. Empiezo por poner al frente de mi artículo, para que sirva de eterno recuerdo: “Lo que no se puede decir, no se debe decir. Sentada en el papel esta provechosa verdad, que es la verdadera, abro el reglamento de la censura: no me pongo a criticarlo, ¡nada de eso!, no me compete’’. Sea reglamento o no sea reglamento, cierro los ojos, y venero la ley, y la bendigo, que es más”. (15)

Aunque no quiere ceder en su empeño, se ve obligado a desistir, porque es posible que el censor se convenza de “que se alude, aunque no se alude”. La pretensión de escribir se da de bruces con el “sentido común” de la frase que puso al frente de su artículo:

“Hecho mi examen de la ley, voy a leer mi artículo; con el reglamento de censura a la vista, con la intención que me asista, no puedo haberlo infringido. Examino mi papel; no he escrito nada, no he hecho artículo, es verdad. Pero en cambio he cumplido con la ley. Este será eternamente mi sistema; buen ciudadano, respetaré al látigo que me gobierna, y concluiré diciendo: “Lo que no se puede decir, no se debe decir”. (16)

En el segundo texto seleccionado, “Fígaro a los Redactores de “El Mundo” en el mismo o donde paren” (23 de diciembre de 1836), Larra – cansado de jugar al escondite con la censura – decide enfrentarla sin cortapisas. La ironía deviene en sátira:

“Yo doy la cara primero, porque no tengo otra cosa que dar, y creo que hago un don a la patria, pues tal cual es, tampoco tengo otra, ni peor ni mejor, guardada para un apuro. Yo declino mi nombre como Agamenón. Yo soy Fígaro. Todo el mundo sabe quién es Fígaro, y si por si acaso alguien lo ignora, añadiré que Fígaro y Mariano José de Larra son tan uña y carne como el diputado de Argüelles y la Constitución del año 12, y que no se puede herir a uno sin lastimar al otro. Juntos vivimos, juntos escribimos y juntos nos reímos de ustedes, de los demás y de nosotros mismos”. (17)

Para facilitarte al censor su tarea represiva, ofrece su dirección al final del artículo:

“Item más, declaramos en toda forma vivir en la calle de Santa Clara, casa número 3, en la cual pensamos seguir viviendo hasta que se hunda; donde se nos puede prender por la mañana, desde las nueve en adelante; y, en fin, adonde nos retiramos tarde por la noche y solos los dos, Fígaro y dicho Larra, bras dessus, bras dessous, ordinariamente por la calle Mayor”. (18)

  Estas palabras, cercanas ya al famoso pistoletazo que le cegó la vida, son propias de un periodista deprimido que confiesa en “La nochebuena de 1836: Yo y mi criado, delirio filosófico”: “Yo nada busco, y el desengaño no me espera a la vuelta de la esperanza”. (19)

El desengaño cierra su círculo y amenaza con dejar fuera al periodismo, la pasión que parecía sostenerlo aun en sus crisis sentimentales. Al acompañarlo, como lectores, una vez más en su taller de trabajo, sentimos que el fin se aproxima con olor a muerte:

“Resuelto a no moverme (…) incliné la frente cargada, como el cielo, de

nubes frías; apoyé los codos en mi mesa, y paré tal, que cualquiera me hubiera reconocido por escritor público en tiempo de libertad de imprenta (…) vagaba mi vista sobre la multitud de artículos y folletos que yacen empezados y no acabados ha más de seis meses sobre mi mesa, y de que sólo existen los títulos, como esos nichos preparados en los cementerios que no aguardan más que el cadáver; comparación exacta, porque en cada artículo entierro una esperanza, una ilusión”. (20)

En tal momento de obscuridad, vislumbró quizás que la revolución en España era (y seguiría siendo) “como un carro pesado tirado por mariposas”, luminoso símil de Pío Baroja, escrito casi un siglo después. (21)

No es difícil concluir, pues, que a Larra no lo mató el tornadizo amor de una mujer coqueta. Aquel percance fatal fue la clásica gota que desborda la copa. Su causa habría que rastrearla en el agotamiento de una esperanza que había devenido en pasión: el cultivo del periodismo como bujía de conciencia ciudadana.

Artículo anteriorPoemas de Irizelma Robles
Artículo siguienteEstamos Unidos de Am(ores)érica