Poesía modernista en Puerto Rico (1891-1900)

Gretchen López

En los últimos libros especializados sobre el modernismo en Puerto Rico, suele observarse el surgimiento de ese movimiento –por llamarlo de algún modo– con el poema largo titulado Las huríes blancas (1887), de José de Jesús Domínguez. Entre esos versos que anteceden al libro titulado Azul (1888), de Rubén Darío, y el siglo XX, se observaba un vacío, hasta el advenimiento de los poetas Arístides Moll Boscana –y su libro Mi misa rosa (1904)–, José de Jesús Esteves –que recogerá su obra más modernista en el libro titulado Rosal de amor (1917), Jesús María Lago –de quien aparecerá como un canto de cisne su libro Cofre de sándalo en 1927–, para dar paso al momento de mayor aliento en la Revista de las Antillas, entre 1913 y 1914, con Luis Lloréns Torres a la cabeza. 

Con esa trayectoria en mente, se pensaba que Domínguez no había tenido herederos literarios que se afiliaran al modernismo. Una hojeada a las publicaciones periodísticas y de revistas artístico-literarias de los inicios de la década final del siglo XX nos ofrece una imagen diferente. En las páginas de los periódicos La Democracia, que dirigía en Ponce Luis Muñoz Rivera, y La Correspondencia de Puerto Rico, así como a las revistas La Ilustración Puertorriqueña, Revista Puertorriqueña, y La Revista Blanca (de Mayagüez), de igual modo que en otras publicaciones extranjeras como El Cojo Ilustrado (Venezuela) y El Fígaro (La Habana, Cuba), se publicó poesía afiliada al modernismo hispanoamericano. Del mismo modo, se publicó en esos periódicos de Puerto Rico la poesía parnasiana de Leconte de Lisle, el máximo de los poetas franceses de esa modalidad, así como del poeta cubano-francés Augusto de Armas y de su compatriota José María de Heredia, el autor de Los trofeos. Junto con ellos, se publicó poesía, entre otros, de Rubén Darío, Justo Sierra (mexicano), Andrés A. Mata (venezolano), Leopoldo Díaz (argentino), Salvador Díaz Mirón (mexicano), Juana Borrero (cubana), amiga de Julián del Casal, también cubano, de quien mayor cantidad de poesía se publicó en aquel entonces en Puerto Rico. 

Ramón Luis Acevedo editó y estudió en 2007 el conjunto de treinta sonetos que José de Jesús Domínguez publicó en la Revista Puertorriqueña hacia 1892, pertenecientes al libro Ecos del siglo. Algunos de esos sonetos también se publicaron en el Almanaque de las Damas (1887), donde se especificaba que el libro al cual pertenecían se titularía Cuadros y ecos. Otro soneto apareció en el Almanaque Literario (1889), y otros se publicaron en El Fígaro de La Habana, donde también se divulgaron poesías modernistas de Ferdinand R. Cestero, la poesía titulada “Floralia”, de Manuel Zeno Gandía, y algunas prosas de Manuel Fernández Juncos. 

A continuación reproducimos una serie de poemas afiliados al modernismo, publicados durante la última década del siglo XIX por autores puertorriqueños o extranjeros radicados en la Isla. En próxima publicación de la revista RETORNO, aparecerá un ensayo voluminoso en el cual podrá observarse el desarrollo del modernismo en Puerto Rico durante esa última década del siglo XIX. Ahí podrá distinguirse, además, la poesía de Manuel Padilla Dávila, a quien no hemos incluido aquí por razones de espacio, pero amerita un estudio detenido. Sin embargo, fue Padilla Dávila, en sus extensos poemas –tómese como ejemplo su “Serenata morisca”, publicada en 1889 en El Buscapié, de Fernández Juncos–, el mayor cantor de la poesía orientalista en Puerto Rico vinculada con el mundo del Islam, el Corán y las ya famosas huríes del paraíso mahometano. 

Miguel Ángel Náter, Ph. D.

Director

Seminario Federico de Onís

Departamento de Estudios Hispánicos

Universidad de Puerto Rico

Miguel Sánchez Pesquera 

(venezolano)

Oriental

Huye Abraham a Egipto: Dios lo quiere,

Y ya de Asiongaber toca la orilla,

Y entre todo su ajuar sólo prefiere

Urna que esconde y cuyo fondo brilla.

De agujeros cribada está la urna

Y viva luz destella y grato aroma,

Ya en la estrellada soledad nocturna,

Ya cuando el alba en el Oriente asoma.

 Llega a un portazgo, y cóbranle tributo.

–¿Es ámbar?– le pregunta el del impuesto.

–Yo pagaré por ámbar, por el fruto

Que bien os cuadre, y nada manifiesto.

–¿Serán rubíes que la Persia esconde,

Del Irán en el fértil paraíso?

Decid, viajero. Y Abraham responde:

–Pagaré por rubíes, si es preciso.

Mas el esbirro de la ley, curioso

Otra vez le pregunta: –¿Son acaso

Perlas de Ofir? Respóndele orgulloso:

–Por perlas pagaré, dejadme paso.

Y atentando a la urna mano avara,

A los ojos atónitos se ofrece

En casta desnudez la linda Sara,

Nevado lirio que en Lichem florece.

Codicia de Moab y de Idurnea,

Así viajaba la gallarda esposa

Del gran patriarca de la raza hebrea,

Como entre espinas la escondida rosa.

Dejad que marche en éxodo tranquilo

El anciano guardián de su decoro,

Y el loto azul del misterioso Nilo

Sirva de lecho a tan gentil tesoro.1

Ferdinand R. Cestero

A Rubén Darío

 La múltiple y variada pedrería

Que engarzas en tus versos inmortales,

La visión de los sueños ideales

Que forja tu espejeante fantasía;

 La musa misteriosa que te envía

La inspiración que viertes a raudales

Y el conjunto de luces siderales

De la estrella brillante que te guía.

 El dictado te dieron de poeta,

Porque al arpa gentil de tus amores

Arrancas notas de pasión secreta.

 Y pintor de la luz y de las flores

Porque el iris derrama a tu paleta

El divino matiz de tus colores.2

A Julián del Casal

 Cual tierno arrullo, percibió mi oído

El eco triste de tu amigo acento,

Y el dejo de tu amargo sentimiento

Con mi acerbo penar he compartido.

 En derroche de luces has vertido,

Con el vigor genial del pensamiento,

La ardiente inspiración de tu talento,

Cual savia de un cerebro enardecido.

 Sonámbulo de espléndida belleza,

Poeta y soñador de alma sombría,

Doblaste sobre el pecho la cabeza;

 Y el ala pliegas, sin que expire el día,

Como un pájaro enfermo de tristeza

Que muere al entonar su canturía.3

Los cucubanos

 En el musgo verdoso de la ribera

Que circunda las aguas de claras fuentes,

Cual ínfimas estrellas fosforescentes

Fulguran en las noches de primavera.

 Ya se tejen al toldo de enredadera,

Que recaman de puntos resplandecientes,

O quédanse dormidos, como yacentes,

En el césped mullido de la pradera.

 Ya ocultos en el cáliz de los jazmines,

O errantes y perdidos por verdes llanos

Cual almas luminosas de querubines,

 Sonámbulos de amores, vagan ufanos;

Y al verlos, me parecen, en los jardines,

Esmeraldas que vuelan, los cucubanos.4

Lola Rodríguez de Tió

El amor viudo

“Ya para mí se ha oscurecido el día

Y pues en la tiniebla me lamento

llora conmigo, amor, la pena mía.”

Herrera

“Soñadora gentil, ¿a dónde has ido

a ceñirte los blancos azahares?

¿En qué senda de flores te has perdido

que no escuchas la voz de mis cantares?

 ¿En dónde estás que mis amantes ojos

buscan en vano tu adorada huella?

¿Acaso por nostálgicos antojos

te hallas presa en el disco de una estrella?

 ¿Mi espíritu no ves doliente y triste,

alada fugitiva, que en tu anhelo

tal vez como la alondra, al sol subiste

enamorada del azul del cielo?

 ¿No ves al viudo Amor entre las brumas

de larga ausencia y de mortal olvido,

cuando esperaba con tus blancas plumas,

casta paloma, calentar su nido?

 ¿Por qué el botón de rosa tan lozano,

rompió el beso del aura su clausura

si apenas al erguirse cierzo insano

le arrebata el perfume y la hermosura?

 ¿Por qué, flor de las flores, con tu aliento

te llevaste tan lejos mi alegría

y hoy se pierde en lo azul mi pensamiento

como arrullo de tórtola en la umbría?

 ¿Por qué me abandonaste en el camino,

¡oh mi bella y graciosa prometida!,

hespero que alumbrabas mi destino

en la lóbrega noche de la vida?

 ¿Por qué de la esperanza en los umbrales

atormentado me dejaste y preso,

llevándote en tus labios virginales

como flor en botón el primer beso?

 ¿Por qué, por qué en lo azul no te diviso

–¡oh dorada visión consoladora!–

bañada por la luz de tu sonrisa

el alma entristecida que te llora?

 En vano, en vano adivinar ansío

cuál es el astro que mi dicha esconde;

errante va mi voz por el vacío

y a mi acerbo gemir nada responde”.

 Dijo el Amor: y de improviso el vuelo

suspende de sus trémulas querellas

al ver a su adorada, almo consuelo,

perdida en la región de las estrellas.5

Ernesto Avellanet Mattei

Cantar de ensueños

I

 Entre el vago azul celeste de las tardes tropicales

Yo he palpado los Ensueños de la virgen adorada,

Como trémulos suspiros, que fingiese la adorada

Concepción omnipotente de las Musas ideales…

 Eran rubios, luminosos, juguetones y triviales,

Angelitos sonrientes, que entre nube sonrosada,

Cabalgaban lentamente, lentamente, cual bandada

De fugaces mariposas sobre campos celestiales…

 Y después, entre el galope de las Horas voladoras,

Los he visto presurosos, penetrar lo impenetrable,

Cual mintiendo entre los cielos mil fantásticas auroras;

Y abismándose en opaca concepción imponderable,

Concebir lo inconcebible de mil cítaras sonoras,

En un mágico concierto de sonrisas adorables…

II

 Los ensueños vagarosos, vagabundos discurrían

Entre el manto reluciente de la plata de la Luna;

De los cielos adorados las estrellas descendían

Simulando blanca estela de fantástica laguna…

 Orgullosas cabecitas por doquiera diluían

El perfume de sus almas, adorables cual ninguna;

Eran todas placenteras, porque todas se reían

De las viejas ilusiones que murieron una a una…

 Y entonaron los Suspiros de los clásicos amantes

La canción nunca cantada del dolor de los dolores,

Graves, trémulos, dolientes, con locura, delirantes;

 ¡Era el cielo: amanecía. ¡Era Dios: hubo fulgores!

Y turbaron los Ensueños los acordes sollozantes

Con el canto siempre nuevo del amor de los amores.6

Rafael del Valle Rodríguez

Apoteosis

 Abrió el fastuoso Oriente

Las ricas puertas de zafir y grana;

Su luz vivificante

Rozó del lago las dormidas aguas;

La sílfide que mora

En blando lecho de flotantes algas,

Al rielo apetecido

Despierta y mueve las undosas sábanas;

En grato cabrilleo

Sobre el espejo diáfano se enlazan

La linfa gemidora

Y el resplandor que de los cielos baja,

Y forma de consuno

La leve cuna de cristal y nácar

Que el orto de la nube

Entre rumores plácidos aguarda!

Algo que al cielo mira,

Algo que siente de vivir el ansia,

Aspiración oculta,

Sed de fulgores, ambición de alas,

Tenue vapor primero,

Girón de niebla refundida en plata,

Espumas voladoras

En levísimas ondas agrupadas

Osténtase la nube,

Transparente, sutil, leda, gallarda,

Sus tules balancea,

De la atracción del lago se desata;

Y al soplo de las brisas

A recorrer la inmensidad se lanza!

Adiós!, dice la ondina

En el rumor de las inquietas aguas;

Adiós!, la tersa nube

Dice agitando sus movibles gasas;

Y repentinas gotas,

Como tributo de memorias gratas,

Descienden, se iluminan

Y se pierden en cercos en el agua.

Otra vez el deseo

Como graciosa y fugitiva garza,

Que abandonó la orilla

Y va volando tímida y pausada;

Y ya bajel del viento,

Que ha desplegado sus banderas blancas

Y lleva a las alturas

Los terrestres arrullos y fragancias;

O bien preciado velo,

Que abandonó la nueva desposada,

Encantos que la virgen

Por la ilusión de los amores cambia!

Y cada vez subiendo,

Y cada vez más bella y más galana,

La lumbre que a torrentes

En la encendida inmensidad irradia

Parece que la busca,

Que en incesante expectación la aguarda,

La cerca con su oro,

Con suaves tintas de carmín la baña,

Abrocha al vivo seno

Del iris vario las lucientes franjas,

Y en noble apoteosis

La nube perfumada

Es el girón que adornará la frente

Del magnífico sol de la mañana.7

Eugenio Astol Busatti

Rosa de nieve

Era una virgen pálida,

Cuya memoria guardo

Con tres fechas profundas, indelebles,

Que en el fondo del alma se grabaron.

“La vi por vez primera”

Una noche de Mayo;

Ofrendaba a María blancas flores,

Entre rezos y cánticos.

Blanco era el vestido que llevaba,

Y un velo, también blanco,

Cubría como gasa vaporosa

Su bello rostro cándido

De suave palidez, cual la del nítido

Color del alabastro.

La vi después enferma: flor ajada

Por mortales quebrantos:

Sombra leve que al cielo dirigía

Poco a poco sus pasos:

Muriente sol que al descender lanzaba

Los postrimeros rayos,

Y más pálida aún. Su faz tenía

La blancura del lirio de los lagos

Que se inclina marchito, moribundo,

Ante el fragor del ábrego.

Y más tarde la vi por la vez última

–Rotos al fin los materiales lazos–

Cadáver frío, terrenal despojo,

En lecho funerario.

Blanco era el vestido que llevaba;

El velo, también blanco;

Y su semblante angelical tenía…

¡La palidez del mármol!8

Luciérnagas

 Son tus ojos azules dos zafiros

radiando en conchas de luciente nácar,

junto al marco sutil de hebras de oro

que forman tus pestañas.

 Tu boca es rojo y perfumado nido,

que cual tesoro inapreciable guarda 

delicado collar de finas perlas,

brillantes cuanto blancas.

 Y en tu seno gentil, vergel de amores,

dos pomas hay, como la nieve pálidas,

ostentando en radiante lozanía

sus botones de gualda.

 Coge la azada, sepulturero;

cava la tierra; te ayudo yo;

en esta fosa que abramos juntos

pondré el cadáver de mi ilusión.

 Era una niña de ojos azules,

por ser un ángel me abandonó:

fue en una tarde de primavera

y a su agonía se puso el sol.

 Es el sol un rey galano

con veste púrpura y oro.

Su palacio está en el cielo

y son las nubes su trono.

Bello, altivo, deslumbrante,

bienhechor, gallardo, pródigo,

fecunda la tierra toda

con los rayos de sus ojos.

La primavera le ama,

las nieblas le tienen odio,

y escucha al romper el día,

desde su triunfante solio,

los matinales conciertos

de los pájaros canoros.

 Es la luna una dama misteriosa,

de formas recatadas cuanto bellas,

que se envuelve en un manto azul obscuro

recamado de prístinas estrellas.

 Su poética faz infunde amores;

todo el que sueña dulces ideales

le incoa con anhelo, cual si fuera

protectora deidad de los mortales.

 Es bella, angelical, casta, divina,

mas… llora tanto la gentil señora,

que deja, al ausentarse, cada noche,

un rocío de perlas a la aurora.9

Mariano Abril

Ocaso

 Lanza el sol los postreros resplandores

Tras las cumbres enhiestas del Poniente,

Reclinando en las nubes su áurea frente

Como en lecho teñido de fulgores.

 Extínguense del día los rumores,

Y en las vagas penumbras del Oriente

Levanta altivo su perfil sonriente

El astro protector de los amores.

 No bien las densas sombras nocturnales

Envuelven en su manto tierra y cielo,

Luce Diana sus miradas bellas.

 Y, del templo infinito las vestales,

Entre los pliegues del cerúleo velo

Aparecen, temblando, las estrellas.10

Crepúsculo

 Sueño con las bellas

de pupilas garzas,

–fugitivas sombras

que la mente exaltan.

bajo los castaños

se agitan y danzan,

cuando amarillean

las flexibles ramas

al susurro blando

de otoñales auras.

 Mirad: ya la noche

su perfil levanta,

guardando en su veste

las chispas de plata

que el cielo iluminan

y bruñen las aguas;

arroja la tarde 

su manto e grana,

buscando el refugio

de abrupta montaña;

ya pliegan las aves

sus rápidas alas,

que surcan el aire

cual naves gallardas;

los toscos pastores

el rebaño llaman;

las flores nocturnas

sus hojas dilatan,

de la luna amantes,

del rocío ávidas;

ya bullen los silfos,

ya ríen las hadas,

ya surge el misterio

que la sombra guarda;

y en tanto las ninfas

con alegre danza

voltean en torno

de vívida llama,

bajo los castaños,

del bosque patriarcas,

que cubren los nidos

de espesa hojarasca.

Sueño con las bellas

de pupilas garzas

–fugitivas sombras

que la mente exaltan.

Vespertinas tintas

sus ojos irradian.

Hijas del otoño,

con su anciano andan

y son las que secan

las verdes guirnaldas.

Mas sólo al ocaso

se muestran sus gracias:

no bien de Selenia

la fúlgida lámpara,

esmalta las flores

con temblantes lágrimas,

huyen las deidades

de pupilas garzas,

y lucen sin celos

las estrellas pálidas.11

José A. Negrón Sanjurjo

La canción de los trigos

 Sobre el campo de rubias espigas

Su abanico agitaron los céfiros,

Y aquel mar de topacio, en mil ondas

Sintió conmovidos

Sus débiles nervios.

 Se besaron, al soplo, las mieses;

Y las brisas, cargadas de besos,

Ni lograron tal vez darse cuenta

Del oro que en granos

Quedaba en el suelo.

 Cuando un soplo de pena en las almas

Se desliza a manera de plectro,

Al temblor de las fibras, hay ósculos

Que el aire armonizan

Trocados en versos.

 Mas, ¡qué importan al aire los granos

De dorada ilusión, que cayeron…!

¡Oh, mi bella hortelana! La duda

Mi campo de espigas

Está conmoviendo.12

En los últimos libros especializados sobre el modernismo en Puerto Rico, suele observarse el surgimiento de ese movimiento –por llamarlo de algún modo– con el poema largo titulado Las huríes blancas (1887), de José de Jesús Domínguez. Entre esos versos que anteceden al libro titulado Azul (1888), de Rubén Darío, y el siglo XX, se observaba un vacío, hasta el advenimiento de los poetas Arístides Moll Boscana –y su libro Mi misa rosa (1904)–, José de Jesús Esteves –que recogerá su obra más modernista en el libro titulado Rosal de amor (1917), Jesús María Lago –de quien aparecerá como un canto de cisne su libro Cofre de sándalo en 1927–, para dar paso al momento de mayor aliento en la Revista de las Antillas, entre 1913 y 1914, con Luis Lloréns Torres a la cabeza. 

Con esa trayectoria en mente, se pensaba que Domínguez no había tenido herederos literarios que se afiliaran al modernismo. Una hojeada a las publicaciones periodísticas y de revistas artístico-literarias de los inicios de la década final del siglo XX nos ofrece una imagen diferente. En las páginas de los periódicos La Democracia, que dirigía en Ponce Luis Muñoz Rivera, y La Correspondencia de Puerto Rico, así como a las revistas La Ilustración Puertorriqueña, Revista Puertorriqueña, y La Revista Blanca (de Mayagüez), de igual modo que en otras publicaciones extranjeras como El Cojo Ilustrado (Venezuela) y El Fígaro (La Habana, Cuba), se publicó poesía afiliada al modernismo hispanoamericano. Del mismo modo, se publicó en esos periódicos de Puerto Rico la poesía parnasiana de Leconte de Lisle, el máximo de los poetas franceses de esa modalidad, así como del poeta cubano-francés Augusto de Armas y de su compatriota José María de Heredia, el autor de Los trofeos. Junto con ellos, se publicó poesía, entre otros, de Rubén Darío, Justo Sierra (mexicano), Andrés A. Mata (venezolano), Leopoldo Díaz (argentino), Salvador Díaz Mirón (mexicano), Juana Borrero (cubana), amiga de Julián del Casal, también cubano, de quien mayor cantidad de poesía se publicó en aquel entonces en Puerto Rico. 

Ramón Luis Acevedo editó y estudió en 2007 el conjunto de treinta sonetos que José de Jesús Domínguez publicó en la Revista Puertorriqueña hacia 1892, pertenecientes al libro Ecos del siglo. Algunos de esos sonetos también se publicaron en el Almanaque de las Damas (1887), donde se especificaba que el libro al cual pertenecían se titularía Cuadros y ecos. Otro soneto apareció en el Almanaque Literario (1889), y otros se publicaron en El Fígaro de La Habana, donde también se divulgaron poesías modernistas de Ferdinand R. Cestero, la poesía titulada “Floralia”, de Manuel Zeno Gandía, y algunas prosas de Manuel Fernández Juncos. 

A continuación reproducimos una serie de poemas afiliados al modernismo, publicados durante la última década del siglo XIX por autores puertorriqueños o extranjeros radicados en la Isla. En próxima publicación de la revista RETORNO, aparecerá un ensayo voluminoso en el cual podrá observarse el desarrollo del modernismo en Puerto Rico durante esa última década del siglo XIX. Ahí podrá distinguirse, además, la poesía de Manuel Padilla Dávila, a quien no hemos incluido aquí por razones de espacio, pero amerita un estudio detenido. Sin embargo, fue Padilla Dávila, en sus extensos poemas –tómese como ejemplo su “Serenata morisca”, publicada en 1889 en El Buscapié, de Fernández Juncos–, el mayor cantor de la poesía orientalista en Puerto Rico vinculada con el mundo del Islam, el Corán y las ya famosas huríes del paraíso mahometano. 

Miguel Ángel Náter, Ph. D.

Director

Seminario Federico de Onís

Departamento de Estudios Hispánicos

Universidad de Puerto Rico

Miguel Sánchez Pesquera 

(venezolano)

Oriental

Huye Abraham a Egipto: Dios lo quiere,

Y ya de Asiongaber toca la orilla,

Y entre todo su ajuar sólo prefiere

Urna que esconde y cuyo fondo brilla.

De agujeros cribada está la urna

Y viva luz destella y grato aroma,

Ya en la estrellada soledad nocturna,

Ya cuando el alba en el Oriente asoma.

 Llega a un portazgo, y cóbranle tributo.

–¿Es ámbar?– le pregunta el del impuesto.

–Yo pagaré por ámbar, por el fruto

Que bien os cuadre, y nada manifiesto.

–¿Serán rubíes que la Persia esconde,

Del Irán en el fértil paraíso?

Decid, viajero. Y Abraham responde:

–Pagaré por rubíes, si es preciso.

Mas el esbirro de la ley, curioso

Otra vez le pregunta: –¿Son acaso

Perlas de Ofir? Respóndele orgulloso:

–Por perlas pagaré, dejadme paso.

Y atentando a la urna mano avara,

A los ojos atónitos se ofrece

En casta desnudez la linda Sara,

Nevado lirio que en Lichem florece.

Codicia de Moab y de Idurnea,

Así viajaba la gallarda esposa

Del gran patriarca de la raza hebrea,

Como entre espinas la escondida rosa.

Dejad que marche en éxodo tranquilo

El anciano guardián de su decoro,

Y el loto azul del misterioso Nilo

Sirva de lecho a tan gentil tesoro.1

Ferdinand R. Cestero

A Rubén Darío

 La múltiple y variada pedrería

Que engarzas en tus versos inmortales,

La visión de los sueños ideales

Que forja tu espejeante fantasía;

 La musa misteriosa que te envía

La inspiración que viertes a raudales

Y el conjunto de luces siderales

De la estrella brillante que te guía.

 El dictado te dieron de poeta,

Porque al arpa gentil de tus amores

Arrancas notas de pasión secreta.

 Y pintor de la luz y de las flores

Porque el iris derrama a tu paleta

El divino matiz de tus colores.2

A Julián del Casal

 Cual tierno arrullo, percibió mi oído

El eco triste de tu amigo acento,

Y el dejo de tu amargo sentimiento

Con mi acerbo penar he compartido.

 En derroche de luces has vertido,

Con el vigor genial del pensamiento,

La ardiente inspiración de tu talento,

Cual savia de un cerebro enardecido.

 Sonámbulo de espléndida belleza,

Poeta y soñador de alma sombría,

Doblaste sobre el pecho la cabeza;

 Y el ala pliegas, sin que expire el día,

Como un pájaro enfermo de tristeza

Que muere al entonar su canturía.3

Los cucubanos

 En el musgo verdoso de la ribera

Que circunda las aguas de claras fuentes,

Cual ínfimas estrellas fosforescentes

Fulguran en las noches de primavera.

 Ya se tejen al toldo de enredadera,

Que recaman de puntos resplandecientes,

O quédanse dormidos, como yacentes,

En el césped mullido de la pradera.

 Ya ocultos en el cáliz de los jazmines,

O errantes y perdidos por verdes llanos

Cual almas luminosas de querubines,

 Sonámbulos de amores, vagan ufanos;

Y al verlos, me parecen, en los jardines,

Esmeraldas que vuelan, los cucubanos.4

Lola Rodríguez de Tió

El amor viudo

“Ya para mí se ha oscurecido el día

Y pues en la tiniebla me lamento

llora conmigo, amor, la pena mía.”

Herrera

“Soñadora gentil, ¿a dónde has ido

a ceñirte los blancos azahares?

¿En qué senda de flores te has perdido

que no escuchas la voz de mis cantares?

 ¿En dónde estás que mis amantes ojos

buscan en vano tu adorada huella?

¿Acaso por nostálgicos antojos

te hallas presa en el disco de una estrella?

 ¿Mi espíritu no ves doliente y triste,

alada fugitiva, que en tu anhelo

tal vez como la alondra, al sol subiste

enamorada del azul del cielo?

 ¿No ves al viudo Amor entre las brumas

de larga ausencia y de mortal olvido,

cuando esperaba con tus blancas plumas,

casta paloma, calentar su nido?

 ¿Por qué el botón de rosa tan lozano,

rompió el beso del aura su clausura

si apenas al erguirse cierzo insano

le arrebata el perfume y la hermosura?

 ¿Por qué, flor de las flores, con tu aliento

te llevaste tan lejos mi alegría

y hoy se pierde en lo azul mi pensamiento

como arrullo de tórtola en la umbría?

 ¿Por qué me abandonaste en el camino,

¡oh mi bella y graciosa prometida!,

hespero que alumbrabas mi destino

en la lóbrega noche de la vida?

 ¿Por qué de la esperanza en los umbrales

atormentado me dejaste y preso,

llevándote en tus labios virginales

como flor en botón el primer beso?

 ¿Por qué, por qué en lo azul no te diviso

–¡oh dorada visión consoladora!–

bañada por la luz de tu sonrisa

el alma entristecida que te llora?

 En vano, en vano adivinar ansío

cuál es el astro que mi dicha esconde;

errante va mi voz por el vacío

y a mi acerbo gemir nada responde”.

 Dijo el Amor: y de improviso el vuelo

suspende de sus trémulas querellas

al ver a su adorada, almo consuelo,

perdida en la región de las estrellas.5

Ernesto Avellanet Mattei

Cantar de ensueños

I

 Entre el vago azul celeste de las tardes tropicales

Yo he palpado los Ensueños de la virgen adorada,

Como trémulos suspiros, que fingiese la adorada

Concepción omnipotente de las Musas ideales…

 Eran rubios, luminosos, juguetones y triviales,

Angelitos sonrientes, que entre nube sonrosada,

Cabalgaban lentamente, lentamente, cual bandada

De fugaces mariposas sobre campos celestiales…

 Y después, entre el galope de las Horas voladoras,

Los he visto presurosos, penetrar lo impenetrable,

Cual mintiendo entre los cielos mil fantásticas auroras;

Y abismándose en opaca concepción imponderable,

Concebir lo inconcebible de mil cítaras sonoras,

En un mágico concierto de sonrisas adorables…

II

 Los ensueños vagarosos, vagabundos discurrían

Entre el manto reluciente de la plata de la Luna;

De los cielos adorados las estrellas descendían

Simulando blanca estela de fantástica laguna…

 Orgullosas cabecitas por doquiera diluían

El perfume de sus almas, adorables cual ninguna;

Eran todas placenteras, porque todas se reían

De las viejas ilusiones que murieron una a una…

 Y entonaron los Suspiros de los clásicos amantes

La canción nunca cantada del dolor de los dolores,

Graves, trémulos, dolientes, con locura, delirantes;

 ¡Era el cielo: amanecía. ¡Era Dios: hubo fulgores!

Y turbaron los Ensueños los acordes sollozantes

Con el canto siempre nuevo del amor de los amores.6

Rafael del Valle Rodríguez

Apoteosis

 Abrió el fastuoso Oriente

Las ricas puertas de zafir y grana;

Su luz vivificante

Rozó del lago las dormidas aguas;

La sílfide que mora

En blando lecho de flotantes algas,

Al rielo apetecido

Despierta y mueve las undosas sábanas;

En grato cabrilleo

Sobre el espejo diáfano se enlazan

La linfa gemidora

Y el resplandor que de los cielos baja,

Y forma de consuno

La leve cuna de cristal y nácar

Que el orto de la nube

Entre rumores plácidos aguarda!

Algo que al cielo mira,

Algo que siente de vivir el ansia,

Aspiración oculta,

Sed de fulgores, ambición de alas,

Tenue vapor primero,

Girón de niebla refundida en plata,

Espumas voladoras

En levísimas ondas agrupadas

Osténtase la nube,

Transparente, sutil, leda, gallarda,

Sus tules balancea,

De la atracción del lago se desata;

Y al soplo de las brisas

A recorrer la inmensidad se lanza!

Adiós!, dice la ondina

En el rumor de las inquietas aguas;

Adiós!, la tersa nube

Dice agitando sus movibles gasas;

Y repentinas gotas,

Como tributo de memorias gratas,

Descienden, se iluminan

Y se pierden en cercos en el agua.

Otra vez el deseo

Como graciosa y fugitiva garza,

Que abandonó la orilla

Y va volando tímida y pausada;

Y ya bajel del viento,

Que ha desplegado sus banderas blancas

Y lleva a las alturas

Los terrestres arrullos y fragancias;

O bien preciado velo,

Que abandonó la nueva desposada,

Encantos que la virgen

Por la ilusión de los amores cambia!

Y cada vez subiendo,

Y cada vez más bella y más galana,

La lumbre que a torrentes

En la encendida inmensidad irradia

Parece que la busca,

Que en incesante expectación la aguarda,

La cerca con su oro,

Con suaves tintas de carmín la baña,

Abrocha al vivo seno

Del iris vario las lucientes franjas,

Y en noble apoteosis

La nube perfumada

Es el girón que adornará la frente

Del magnífico sol de la mañana.7

Eugenio Astol Busatti

Rosa de nieve

Era una virgen pálida,

Cuya memoria guardo

Con tres fechas profundas, indelebles,

Que en el fondo del alma se grabaron.

“La vi por vez primera”

Una noche de Mayo;

Ofrendaba a María blancas flores,

Entre rezos y cánticos.

Blanco era el vestido que llevaba,

Y un velo, también blanco,

Cubría como gasa vaporosa

Su bello rostro cándido

De suave palidez, cual la del nítido

Color del alabastro.

La vi después enferma: flor ajada

Por mortales quebrantos:

Sombra leve que al cielo dirigía

Poco a poco sus pasos:

Muriente sol que al descender lanzaba

Los postrimeros rayos,

Y más pálida aún. Su faz tenía

La blancura del lirio de los lagos

Que se inclina marchito, moribundo,

Ante el fragor del ábrego.

Y más tarde la vi por la vez última

–Rotos al fin los materiales lazos–

Cadáver frío, terrenal despojo,

En lecho funerario.

Blanco era el vestido que llevaba;

El velo, también blanco;

Y su semblante angelical tenía…

¡La palidez del mármol!8

Luciérnagas

 Son tus ojos azules dos zafiros

radiando en conchas de luciente nácar,

junto al marco sutil de hebras de oro

que forman tus pestañas.

 Tu boca es rojo y perfumado nido,

que cual tesoro inapreciable guarda 

delicado collar de finas perlas,

brillantes cuanto blancas.

 Y en tu seno gentil, vergel de amores,

dos pomas hay, como la nieve pálidas,

ostentando en radiante lozanía

sus botones de gualda.

 Coge la azada, sepulturero;

cava la tierra; te ayudo yo;

en esta fosa que abramos juntos

pondré el cadáver de mi ilusión.

 Era una niña de ojos azules,

por ser un ángel me abandonó:

fue en una tarde de primavera

y a su agonía se puso el sol.

 Es el sol un rey galano

con veste púrpura y oro.

Su palacio está en el cielo

y son las nubes su trono.

Bello, altivo, deslumbrante,

bienhechor, gallardo, pródigo,

fecunda la tierra toda

con los rayos de sus ojos.

La primavera le ama,

las nieblas le tienen odio,

y escucha al romper el día,

desde su triunfante solio,

los matinales conciertos

de los pájaros canoros.

 Es la luna una dama misteriosa,

de formas recatadas cuanto bellas,

que se envuelve en un manto azul obscuro

recamado de prístinas estrellas.

 Su poética faz infunde amores;

todo el que sueña dulces ideales

le incoa con anhelo, cual si fuera

protectora deidad de los mortales.

 Es bella, angelical, casta, divina,

mas… llora tanto la gentil señora,

que deja, al ausentarse, cada noche,

un rocío de perlas a la aurora.9

Mariano Abril

Ocaso

 Lanza el sol los postreros resplandores

Tras las cumbres enhiestas del Poniente,

Reclinando en las nubes su áurea frente

Como en lecho teñido de fulgores.

 Extínguense del día los rumores,

Y en las vagas penumbras del Oriente

Levanta altivo su perfil sonriente

El astro protector de los amores.

 No bien las densas sombras nocturnales

Envuelven en su manto tierra y cielo,

Luce Diana sus miradas bellas.

 Y, del templo infinito las vestales,

Entre los pliegues del cerúleo velo

Aparecen, temblando, las estrellas.10

Crepúsculo

 Sueño con las bellas

de pupilas garzas,

–fugitivas sombras

que la mente exaltan.

bajo los castaños

se agitan y danzan,

cuando amarillean

las flexibles ramas

al susurro blando

de otoñales auras.

 Mirad: ya la noche

su perfil levanta,

guardando en su veste

las chispas de plata

que el cielo iluminan

y bruñen las aguas;

arroja la tarde 

su manto e grana,

buscando el refugio

de abrupta montaña;

ya pliegan las aves

sus rápidas alas,

que surcan el aire

cual naves gallardas;

los toscos pastores

el rebaño llaman;

las flores nocturnas

sus hojas dilatan,

de la luna amantes,

del rocío ávidas;

ya bullen los silfos,

ya ríen las hadas,

ya surge el misterio

que la sombra guarda;

y en tanto las ninfas

con alegre danza

voltean en torno

de vívida llama,

bajo los castaños,

del bosque patriarcas,

que cubren los nidos

de espesa hojarasca.

Sueño con las bellas

de pupilas garzas

–fugitivas sombras

que la mente exaltan.

Vespertinas tintas

sus ojos irradian.

Hijas del otoño,

con su anciano andan

y son las que secan

las verdes guirnaldas.

Mas sólo al ocaso

se muestran sus gracias:

no bien de Selenia

la fúlgida lámpara,

esmalta las flores

con temblantes lágrimas,

huyen las deidades

de pupilas garzas,

y lucen sin celos

las estrellas pálidas.11

José A. Negrón Sanjurjo

La canción de los trigos

 Sobre el campo de rubias espigas

Su abanico agitaron los céfiros,

Y aquel mar de topacio, en mil ondas

Sintió conmovidos

Sus débiles nervios.

 Se besaron, al soplo, las mieses;

Y las brisas, cargadas de besos,

Ni lograron tal vez darse cuenta

Del oro que en granos

Quedaba en el suelo.

 Cuando un soplo de pena en las almas

Se desliza a manera de plectro,

Al temblor de las fibras, hay ósculos

Que el aire armonizan

Trocados en versos.

 Mas, ¡qué importan al aire los granos

De dorada ilusión, que cayeron…!

¡Oh, mi bella hortelana! La duda

Mi campo de espigas

Está conmoviendo.12

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