Privilegio blanco

Por Alana Álvarez Valle/Especial para CLARIDAD

Hace algunos meses una persona a quien consideraba un pana dejó de hablarme de un día para otro. Como clásica virgoniana, pensé en miles de posibles razones para el comportamiento de mi amigo. Inclusive le pregunté si estaba molesto, a lo que –sin levantar la mirada del celular– respondió con un tajante no. La incógnita me tenía loca, por lo que reviví nuestra última conversación. Entonces me di cuenta de lo que pasó.

Nuestra última conversación fue sobre el privilegio blanco (White Privilege), y el pana no pudo esconder su fragilidad blanca (White Fragility).

Todo comenzó porque vimos a lo que parecía ser una persona sin hogar pidiendo dinero en un semáforo. Me dijo: “así no se puede, le voy a gritar que se ponga a trabajar. Porque en este país (Estados Unidos) quien quiere ganar dinero solo tiene que buscar trabajo”. Le mencioné que no sabíamos de sus circunstancias y que hay muchos factores que complican las posibilidades de conseguir un empleo decente, como el privilegio blanco. Cuando lo vi extrañado le di el ejemplo de ir al banco a pedir un préstamo.

“Si tú vas a pedir un préstamo al banco se te hace más fácil que a mí, porque eres hombre, blanco, estadounidense, nacido en South Windsor, CT. Mientras yo, soy mujer, puertorriqueña, inmigrante –aunque tenga ciudadanía estadounidense–, considerada una mujer de color, nacida en San Juan, Puerto Rico, con un apellido español”.

A pesar de que le expliqué como mejor pude, el compañero se ofendió, ya que aseguraba de que “todos tenemos las mismas posibilidades, solo tenemos que trabajar duro”. Después de ese día, no me habló más.

El concepto del privilegio blanco no es nuevo, se mencionó en la academia allá para los 1930 y se discutió durante las luchas de derechos civiles en los 60 y 70. No obstante, no fue hasta que la académica feminista Peggy McIntosh publicó el ensayo White Privilege: Unpacking the Invisible Knapsack en 1987 que se popularizó. La metáfora de McIntosh de la “mochila invisible” que las personas blancas cargan inconscientemente en una sociedad donde prevalece el racismo, se ha convertido en punto de partida para la mayoría de las discusiones sobre este concepto.

El privilegio blanco es un privilegio social que beneficia a quienes la sociedad identifica como personas blancas, por encima de lo que comúnmente experimentan las personas no blancas en las mismas circunstancias sociales, políticas y económicas. Es el referirse a las ventajas implícitas que tienen las personas blancas en relación con las personas que son objeto de racismo.

Según McIntosh, en la mayoría de las sociedades, los blancos disfrutan de ventajas que los no-blancos (People of Color-POC) no experimentan. Estas incluyen la presunción de un estatus social mayor, la libertad de comprar, trabajar, jugar y hablar libremente. Los efectos pueden ser vistos en contextos profesionales, educativos y personales.

Muchos boricuas que emigran al Imperio toman en primera instancia estas situaciones con un aire de incredulidad, hasta de negación. Porque en ocasiones es sutil, delicado y otras es obvio, burdo y descarado. Apenas pueden creer lo que viven, hasta que les golpea en la cara.

Como cuando me preguntan si soy portuguesa o francesa con aire de curiosidad, y el semblante les cambia al responder que soy puertorriqueña. O cuando mi amiga me dice que en su centro de empleo hay diversidad, hasta que se percata que todos los jefes de departamentos son hombres blancos mayores de 50 años. También está la amiga a la que un compañero de trabajo le aseguró abiertamente que a ella solo la contrataron para llenar la cuota de diversidad, porque ella vale dos puntos: uno por ser mujer y otro por ser no-blanca.

Hace algunos meses tuve que ir a la estación de policía con una amiga que trataba de salir de una situación de violencia doméstica. Al llegar los oficiales nos preguntaron “qué ustedes quieren que hagamos”. “Pues que nos tomen una declaración”, respondimos. Con desdén, nos mandaron a tomar asiento y a esperar a que alguien se desocupara. Éramos cuatro personas de color, mi amiga y su hermano, ambos de la India, una vecina peruana y yo. Después de llevar esperando un rato, una mujer blanca llegó gritando y dijo que necesitaba hablar con alguien y de inmediato la invitaron a pasar. Mi amiga sorprendida no entendía por qué a nosotras nos habían tratado tan mal y a la otra mujer la atendieron. “Porque no somos blancas como ella”, señaló disgustada la amiga peruana.

Y como el racismo tiene capas, si al privilegio blanco le añades el agravante del creciente odio hacia los hispanos –impulsado y avalado por el presidente Donald Trump– la situación se pone del color de hormiga brava. Como la amiga que habla poco inglés y sus compañeros de trabajo asumen que no es capaz, razón por la que no ha podido ni ascender ni cambiar de departamento.

El ejemplo del préstamo bancario aplica igual. Sabemos que a la persona blanca con apellido inglés le van a dar el préstamo antes que a otra. Del mismo modo, que no es igual que una persona con un apellido indio, japonés, francés, alemán solicite un préstamo que una persona con apellido español lo haga.

Como si fuera poco, entonces tenemos la fragilidad blanca, que no es nada más que es la incomodidad y actitud defensiva que asume una persona blanca cuando es enfrentada a información sobre desigualdad o discriminación racial. Es decir, que se sienten atacadas y ofendidas, porque se les ha señalado por una conducta o un comentario racista.

Por meses pensé que debí quedarme callada y no responderle nada al que era mi pana, hacerme la loca, ya que a lo mejor estaba siendo una exagerada, o que mi explicación no iba a hacer que él cambiara de opinión, por lo que no valía la pena expresarme. Eso es lo que hacemos muchas de las personas afectadas por el privilegio blanco, porque nos inculcan a las mujeres, a los y las inmigrantes, a las negras, a las musulmanas, que somos muy sensibles o sentimentales.

A casi un año después de aquella incómoda conversación me pasé la mano y me dije a mí misma que lo hice bien, que no hay porqué aguantar abusos ni comentarios retrógrados. Ni mucho menos hay que tolerar gente racista, obviamente no a quienes lo son por convicción ni mucho menos a quienes lo son por ignorancia.

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