Puerto Rico al sol visto con las gafas del tiempo

Jefferson Chase

Vi una mujer bailando en el camino de Mayagüez. Iba a solas, con rumbo hacia San Juan. Llegábamos a una revuelta del camino, a prisa por entrar en Isabela a tiempo de almorzar y conversar sobre un prometedor proyecto de regadíos, y fue allí que la vimos. Bailaba por su propio placer y paró la danza sólo para dar paso al cargamento de nórdicos que en el automóvil venía. Tiempo después pasábamos por una escuelita rural cerca de Aguadilla, de donde acababan de salir las muchachas a jugar. Entre ellas había una de catorce, muy bonita, que corría, que reía, que jugaba con las otras, y quien ya llevaba en sus entrañas una criatura de ocho meses. Esta era la vez primera que de modo concreto conocíamos a la herejía portorriqueña contra el dogma norteamericano.

Atravesamos florestas tropicales, lugares que reventaban bellamente de fertilidad –árboles de los que nunca oímos hablar- árboles-cañones; helechos arborescentes, árboles de tulipán, lenguas de mujer. Se nos habló de maderos tan fértiles que cuando se clavan en la tierra para servir de postes en las palizadas, los postes retoñan para convertirse en árboles otra vez. Se nos dijo también que en Puerto Rico la natalidad era muy alta, muy alta, y no vimos razones que nos hicieran dudar. No sabíamos qué hacer de todo ello, dado el ejemplo de la naturaleza que parece inclinarse a demostrar que no hay nada tan importante y nada tan in-importante como la vida.

Pensar así era una especie de traición, pues habíamos ido allá, por supuesto, para hacer algo por los pobres y hambrientos portorriqueños. Todo tendía a confundirnos. Vimos a hombres en harapos que nos miraban cara a cara con algo más que un rasgo de lo que fuera insolencia, de no estar incluidos en la mirada la dignidad y el respeto propio. Inspeccionamos barriadas en los manglares cenagosos de San Juan, consistentes en jaulas improvisadas que en el Norte no servirían para canes, y encontramos que eran enjambres de niños regordetes y de mujeres sonrientes, en donde por la noche el sonoro timbre de la música se esparcía por los pantanos de malaria.

Estuvimos dentro de inmensas centrales azucareras y vimos la caña desde que la traen de los campos en carretas de bueyes hasta que cae en los sacos en forma de azúcar crudo recién salido de las centrífugas. Vimos jíbaros harapientos atendiendo a estas máquinas y leyendo disciplinados las estadísticas sobre exportaciones de azúcar y las escalas de salarios prevalecientes. Y vimos a hombres y a niños arrebatar libremente las cañas recién cortadas de los camiones para chuparlas. Esto era, se nos dijo, nutritivo y bueno para la dentadura también.

Así es que fuimos a las montañas, a las fincas de café devastadas por los ciclones y por los prestamistas. Vimos a campesinos con el alto pómulo saliente y con el pie pequeño de los indios borinqueños aborígenes. No parecían abyectos y ciertamente que no fueron muy obsequiosos. Por el contrario, tenían un aire de protesta por nuestra presencia. Sin embargo, cuando paramos en un villorrio y le pedimos direcciones a un anciano arruinado dos veces por ciclones sucesivos, nos dio la bienvenida y se enorgulleció de ser padre de veintiocho hijos.

En una noche de oro y azul, desde un monte que domina a Mayagüez, mirábamos hacia el encerrado y profundo valle donde ardían los campos de caña. Creo que fue en este instante que la herejía realmente se apoderó de nosotros. Sea lo que fuere, lo cierto es que, en vez de regresar para un banquete oficial en el Palacio del Gobernador –La Fortaleza- en San Juan, seguimos hacia los viejos sulfurosos Baños de Coamo a beber cocktails Daiquirí. Parecía que no teníamos que hacer nada dramático por una gente que era perfectamente feliz con ser lo que era: una gente que sabía sacarle a la vida mucho más de lo que nosotros le sacamos.

Esto era algo humillante. Veníamos de los Estados Unidos, tierra de las panaceas, y habíamos dejado atrás montañas de dólares potenciales arrebatados para nuestros propios pobres, millones sin alegría, para socorros, para la C.W.A., para la A.A.A.   Estudiamos proyectos para la construcción de estaciones sanitarias de auxilio, para la purificación de aguas de acueductos, para la reforestación, para casas modelo, para (¡oh, mágica palabra!) la rehabilitación.

Y nos dimos con el pueblo de Puerto Rico que no quiere estufas, ni cocinas, ni casas permanentes, ni zapatos, ni ropa interior; con un pueblo que paga muy escaso o ningún alquiler por sus tugurios; con un pueblo que come y goza allí donde da con la comida y con el placer; con un pueblo que no quiere ser –y que cortés pero inequívocamente nos indica no abrigar el menor deseo de ser- como nosotros. Habíamos ido allá esperando – subconscientemente- encontrar a Norteamericanos de segunda clase que nos mostrarían una gratitud fervorosa, pero en vez de esto nos encontramos con latinoamericanos de primera clase, de una civilización más antigua y que funciona mejor que la nuestra. Nos dimos con gente que no quiere ser llevada y traída sino que simplemente quiere que la dejen quieta con su arroz y sus habichuelas, con sus casuchos de zinc, con su música, con su dignidad y con sus niños. Y nosotros les importamos muy poco.

La Puritana Hada Madrina se topó de cabeza con la gigantesca e in-organizada riqueza del trópico, y se perdió en la contienda. Ni “el glacial Cristo de las estadísticas” de la caridad organizada ni la sonrisa estereotipada del trabajador social ofrecen mucho más de lo que el jíbaro más humilde obtiene con un esfuerzo mínimo. Evidenciaba todo ello lo que les ocurre a la naturaleza humana y a los planes sociales en presencia de la abundancia. Era grato, en verdad, pensar que la gente puede vivir dentro de la felicidad sin que la “corrompa” la abundancia. Y era marcadamente intrigante para nosotros encontrarnos dando vueltas a Puerto Rico a caza de la miseria humana, cuando tanta habríamos de encontrar en casa, en los barrios pobres. Habíamos presenciado una miseria humana, al cruzar los Llanos de Jersey en Pullman, más aguda que la encontramos en todo Puerto Rico.

Así que la herejía tomó forma, la más virulenta y final. ¿Por qué – además del envío de misiones para rehabilitar en lo económico a los portorriqueños y a otros naturales del Caribe –no hacer que ellos envíen misiones para rehabilitarnos moralmente? Mientras drenamos el trópico de la malaria y mantenemos a la peste bubónica y a la uncinaria bajo control, ¿no sería una buena idea procurar que el trópico nos enseñe que es posible ser feliz y vivir con dignidad sin dinero, tener una larga y floreciente familia con tres dólares a la semana, cantar y enamorar a la luz de la luna, y llevar algo del clima en nuestros corazones? En vez de tratar de “americanizar” al pobre, inofensivo e in-sanitario Caribe, ¿por qué no hacer que el Caribe nos humanice a nosotros; que nos enseñe que es posible que el negro, el blanco y el mulato vivan juntos sin linchamientos; que nos enseñe que un hombre puede ser sabio, respetado y aun altamente educado sin depender de una cuenta bancaria? En otras palabras: ¿por qué no dejamos que nos enseñen el arte de vivir?

Esto, por supuesto, es traición; pero es la pura verdad. El milagro de un paraíso tropical a nuestras puertas es ignorado, mientras nuestros ricos se van a Europa a gozar de la vida a la carta en vez de vivirla en su jugo; mientras nuestros intelectuales registran a Rusia a caza de ideas que den la base política de una civilización basada en la abundancia. El ron y el romance eran nuestros con sólo pedirlos, y nos hemos enredado en planes sociales y en la economía del consumidor y en todas las brillantes buenas intenciones del progreso social (estilo nuevo).

Porque después de todo, el baile campesino en masa y la euritmia del proletariado son una cosa, pero una mujer que baila por su propia diversión en el camino de Mayagüez es otra cosa distinta. Prefiero ver a esa mujer y a aquella chiquilla encinta cerca de Aguadilla a todos los planes culturales de la Unión Soviética. Pues la herejía portorriqueña consiste en preferir la vida humana en su abundancia antes que a las normas de vida y a las soluciones financieras; preferir los bebés a los Buicks; preferir la Virgen al Dínamo. Y creo que están en lo cierto y que nosotros estamos equivocados al perturbar las afirmaciones de la fertilidad frente al destino…

Jefferson Chase,trad. Miguel Guerra Mondragón, Puerto Rico Ilustrado

5 de enero de 1935

 

Puerto Rico al sol visto con las gafas de Jefferson Chase

Rafael Acevedo/En Rojo

Comparto esta sustanciosa crónica porque me parece un ejemplo perfecto de las contradicciones de una mirada imperialista y la perspectiva burguesa. No son miradas monolíticas. Esta joya de Jefferson Chase se la debo a Eugenio Ballou. Su formidable libro Antología del olvido (1900-1959) es una cantera de crónicas, ensayos y fragmentos de textos publicados, generalmente, en periódicos y revistas de esa primera mitad del siglo pasado.

Si leen la crónica hallarán una mirada se hace testigo de un descubrimiento. Cadencia ordenando movimiento: una mujer baila sola. Para sí. Por su propio placer. Una mujer que crea su propio mundo en un espacio, en un tiempo, en una práctica que le es propia. Recordemos que se trata de un texto escrito por un periodista que escribe para una revista norteamericana y que estamos en 1935. En ese mismo año, Paul Valery escribe su “Filosofía de la danza”y reflexiona sobre ese cuerpo que se libera: ese desapego al medio, esa ausencia de finalidad, esa negación de movimientos explicables, esas rotaciones completas (que ninguna circunstancia en la vida exige de nuestro cuerpo), esa misma sonrisa que no es para nadie, todos esos rasgos son decisivamente opuestos a aquellos de nuestra acción en el mundo práctico y de nuestras relaciones con él. Y es eso lo que llama la atención de Chase. Esa libertad la desconoce. Ese desapego del cuerpo que no busca ni necesita rehabilitación ni de las “buenas intenciones” de los “nórdicos” funciona como un espejo de la ideología y de todo el aparato de interpretación interesada con el que llega Chase.

¿Y quién es este escritor? Jefferson Chase escribía para la revista Vanity Fair. Y lo hacía muy bien. Conservador y podría decirse que políticamente reaccionario, maneja el inglés como un maestro. Por lo que pude leer a través del archivo electrónico de la revista -cosa que me resultó placentera- se especializaba en asuntos relacionados con la diplomacia, la política y algo del mundo del entretenimiento. Sus alusiones a la “Rusia Soviética” no son pocas. La revista se publicó del 1913 al 1936 y no es un misterio que su línea editorial respondía a los intereses de la administración norteamericana, la que fuera, y que irradiaba un particular interés de clase. De modo que Chase llega a Puerto Rico equipado entre la emoción y el prejuicio para escribir crónicas sobre los efectos de las políticas del Nuevo Trato de la administración Roosevelt en la isla. Viene a observar a unos “ciudadanos norteamericanos de segunda clase” pero se lleva una sorpresa:

(…) nos encontramos con latinoamericanos de primera clase, de una civilización más antigua y que funciona mejor que la nuestra. Nos dimos con gente que no quiere ser llevada y traída sino que simplemente quiere que la dejen quieta con su arroz y sus habichuelas, con sus casuchos de zinc, con su música, con su dignidad y con sus niños. Y nosotros les importamos muy poco.

El fino periodista constata su condición de Otro y la otredad de quienes observa. Le resulta humillante la posición privilegiada de la mirada imperial, rehabilitadora, ante una comunidad que se presenta ante él como conocedora del “arte de vivir”. Y ese arte (recordemos a la bailarina solitaria) parecería no enterarse de la CWA (Civil Works Administration, creada en noviembre de 1933 por orden ejecutiva de Roosevelt para colocar a la enorme cantidad de desempleados en EEUU en proyectos públicos) o de la AAA (Agricultural Adjustment Act, del mismo año, orientado a refinanciar y conceder préstamos a agricultores, entre otras cosas).

Es notable que Chase hace una crítica de sus ideas preconcebidas y termina exaltando la condición latinoamericana de los habitantes de la isla, en desmedro de su idea, de la buena conciencia burguesa, y a veces entrando en sutilezas del lenguaje cercanas al realismo mágico. No exageremos, mas bien a la escritura de William Faulkner. Pero a mí me parece que esos postes enterrados que vuelven a ser árboles floridos me resultan de una belleza literaria indudable.

Muchas cosas que decir sobre esta breve crónica. Se escribe en el momento en el que la represión política y el enfrentamiento directo entre nacionalistas y funcionarios norteamericanos y de la colonia se agudizará. Que un hombre como Chase, para nada progresista, haya articulado un discurso tan extraño a los intereses norteamericanos es casi un grito en medio de la fiesta. Estos son los tiempos de Winship y de Riggs, artífices de masacres. La mujer que baila sola anuncia un acontecer el pensamiento liberador. Del cuerpo que se libera de su entorno. Chase, quizás, no lo sabe pero lo intuye.

No quiero terminar esta invitación a la lectura sin mencionar brevemente al traductor.

Guerra Mondragón, que traduce para Puerto Rico Ilustrado, es un intelectual importantísimo. No solo tradujo a Oscar Wilde, por si acaso quieren referencias. Fue un notable abogado y político. Propuso un proyecto para Puerto Rico que podría leerse como una suerte de ELA mejorado antes de que existiera el ELA. Sobre esos tiempos que relata Chase, Guerra Mondragón escribió: «La gente está disgustada. Buscan justicia social. El desempleo y la pobreza han alcanzado profundidades horribles. La población de la isla alcanza la cifra de 1.723,534 personas. Cerca de 67 porciento de esta población vive en la zona rural. Hay una densidad poblacional de 506 habitantes por milla cuadrada. El tamaño de la familia promedio es de 5.4 miembros. Hay 319,915 familias. De éstas, 54.7 porciento sólo cuentan con una habitación donde vivir y dormir. La producción anual de carne es de sólo 9 libras por persona. La producción anual de leche es de sólo 10 cuartillos per cápita. El ingreso promedio anual del trabajador agrícola fluctúa entre $135 y $169. Hay 2,558 fincas de caña de alrededor de 5 acres cada una, y hay 1,058 fincas de 200 cuerdas cada una. Un total de 4,838 fincas con una extensión de 121,352 acres, en comparación con 66 fincas de caña de más de 1,000 acres cada una y con una extensión total de 436,945 acres”. (Guerra Mondragón, Miguel, Tbe Legal Background of Agrarian Reform in Puerto Rico, en Portrait of a Society, E. Fernández Méndez, Editor, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, 1972) De modo que ¿cómo juntamos la visión de Chase con la estrictamente económica de Guerra Mondragón? ¿Qué me dicen?

 

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