Puerto Rico: ¿Estado de emergencia?

No es arriesgado decir que la crisis política, social y económica que vive la sociedad puertorriqueña es la más compleja de su historia. Pero tampoco es arriesgado decir que las posibilidades que tiene el país debido a sus niveles educativos, a las capacidades productivas de su población y a la riqueza extraordinaria de su cultura, son también únicas en su historia. Al deterioro económico de la mayoría de la población se añade la caída total de los disfraces que la dominación imperial colgó sobre la sociedad durante décadas con la colaboración efectiva de los políticos locales de los dos partidos de gobierno. Hoy al imperio se le ve su verdadero rostro a través de su propia división de poderes: judicial, legislativo y ejecutivo. Por consiguiente, la crisis en Puerto Rico pone en tensión la fragmentación y la desmoralización, por un lado, y la indignación y la urgencia de buscar alternativas, por otro lado. No resulta nada fácil endulzar la colonia, aun después del huracán y con la expectativa de decenas de miles de millones de ayuda federal, mientras sobre la cabeza de un movimiento anexionista mediocre y sin imaginación, se sienta el poder arbitrario de la Junta de Control Fiscal.

Una mirada sobre lo que ha sucedido con el empleo en Puerto Rico resulta aterradora por donde quiera que se lleve a cabo. Recientemente el Departamento del Trabajo ofreció datos sobre el empleo total no agrícola, que ha disminuido consistentemente desde 2006 hasta 2017. En 2006 la cifra ofrecida es de 1,045,200 personas, mientras en 2017 el total fue de 871,400. Según estos números, entre 2006-2017 se han perdido 173,000 empleos. Sin embargo, otras fuentes, como los informes económicos al gobernador, nos dicen que el grupo trabajador, que incluye empleados y desempleados, bajó de 1,415,000 en 2007 hasta 1,120,000 en 2017. Es decir, 295,000 personas menos formaron parte del grupo trabajador entre 2007-2017. Una reducción escandalosa como la anterior se dio mientras la población de la isla perdió 400,000 personas entre 2008-2017. Pero tenemos un gobernador que rebosa optimismo. Recientemente apareció ante la prensa con el director del Departamento del Trabajo anunciando una reducción histórica del desempleo en Puerto Rico por debajo del 10%.

Lo único escandaloso en Puerto Rico no es la dimensión de la crisis y sus efectos en una población mayoritaria empobrecida. Al mismo tiempo que grandes sectores del país ven amenazado su bono de navidad, los días de vacaciones, los días de enfermedad, sus pensiones, hasta los mismos derechos a tener un sindicato, una minoría de ejecutivos obtiene salarios en el sector público nunca antes visto en Puerto Rico. Una Natalie Jaresko con más de $600,000 al año, un Walter Higgins con $490,000, un Joel Zamot con más de $300,000, y otros como Héctor Pesquera, Julia Keleher, Jorge Haddock, etc., con más de $200,000. La espuma de los salarios desorbitantes ascendió recientemente hasta provocar un asomo de dignidad en la Legislatura cuando el flamante Díaz Granados fue nombrado director de la AEE con un sueldo de $750,000 al año. Al fin y al cabo era bastante menos que el casi millón de dólares que una vergonzosa Junta de Gobierno de la AEE negoció con Walter Higgins otorgándole unos bonos de productividad que doblaban su salario. Con la salida súbita de Díaz Granados y la llegada de José Ortiz a la dirección de la AEE, parecería que reinó la vergüenza. Sin embargo, José Ortiz, con su salario de $250,000 al año se está ganando $80,000 más que Justo González, el director interino de la AEE antes de llegar Walter Higgins.

Todo este baile indecoroso de privilegios ejecutivos contrasta con el implacable empobrecimiento de decenas de miles de personas. En cierta medida, se trata de un síntoma que pone al descubierto algo que pasa con menos visibilidad en la economía: la intensa polarización de la riqueza que se ha fortalecido de forma alarmante durante las últimas tres décadas de política económica neoliberal. Desde el punto de vista del bienestar del país, de las condiciones de vida de su población, y de los índices principales del crecimiento económico, el neoliberalismo ha sido un fracaso estruendoso en Puerto Rico. Algo que no debe sorprender debido al marco colonial específico en que ha operado esta política irreflexiva e irresponsable que se ha impuesto en la isla. No todo es amargura, claro está, una minoría local y extranjera ha tenido su fiesta. Aun cuando la llamada manufactura ha perdido más de 50,000 empleos entre 2007-2017, ha podido exportar más de $350,000 millones en ganancias.

Hemos repetido durante años que esta política neoliberal desembocaría en un proceso de recolonización de Puerto Rico. Incluso caractericé la política anexionista de Luis Fortuño (2009-2013) como la caja vacía de la estadidad. El descalabro económico de Puerto Rico no puede disociarse de su condición colonial ni de los efectos violentos del neoliberalismo con sus privatizaciones y desreglamentaciones. La presencia de la Junta de Control Fiscal y la intervención colonial directa, ya sin disfraces, del Congreso estadounidense es consecuencia de la política de los dos partidos de gobierno de la isla. El resultado tiene aspectos grotescos que recuerdan el gobierno militar estadounidense de fines del siglo XIX y principios del XX. La privatización de la AEE, una propiedad pública principal, incluye ya gestiones directas del Congreso, la Comisión Federal de Energía, FEMA, y el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos. ¿Cuánta voluntad le queda a los políticos domesticados de la colonia? La entrega local no basta, sin embargo, para esconder totalmente lo que ha adquirido una dimensión de expropiación de una riqueza pública. Claro, al no haber resistencia en el gobierno, la expropiación se hace con la oscura tinta de la ley, de la misma forma que se expropiaron las tierras agrícolas a principios del siglo XX: bajo las sagradas normas del mercado.

Hay otro síntoma de la crisis que es necesario destacar. El presupuesto consolidado del gobierno para el año fiscal 2018 fue de $25,569 millones. El presupuesto consolidado para este nuevo año fiscal ha descendido a $20,663 millones. Nunca antes se había visto una reducción de esta magnitud: $4,906 millones menos. El presupuesto consolidado será 19% más pequeño. La violencia económica y política de estos movimientos de enorme magnitud se sentirán con mayor agudeza en los sectores asalariados del país y en las comunidades pobres que verán nuevas limitaciones en los servicios del gobierno: educación, salud, transportación, entre otros. ¿Qué hacer ante una crisis que sigue profundizándose?

Un aspecto imprescindible es salir del aislamiento. La fragmentación y el individualismo son efectos del mercado y de la política que lo favorece. Hay que construir espacios públicos de diálogo, espacios de solidaridad comunitaria. La ilusión y la esperanza no se construyen en la soledad, necesitan de la imantación del espacio público. Se alimentan de la solidaridad. Débiles como están, los sindicatos podrían cumplir una función destacada si abren sus puertas al pulso comunitario y captan que el diálogo abierto y franco, sobre el terreno de una crisis común, podría debilitar los viejos sectarismos. La debilidad sindical se podría transformar si los sindicatos se convierten en un espacio de convergencia para el pueblo golpeado. No se trata ya de retórica: es una cuestión de vida o muerte, un asunto serio que tiene que ver con la sobrevivencia de nuestro pueblo.

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